Detalle del Juicio final representado en la Capilla Sixtina - Michelangelo (Wikicommons)

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¿Por qué Dios no acaba con la corrupción?

Un deber que nos corresponde a todos, iniciando por nosotros mismos

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VER
¡No! No es una blasfemia. El poder de Dios es infinito y podría terminar con toda la corrupción, como nos indican las catequesis bíblicas del diluvio y la destrucción de Sodoma y Gomorra, y como se simboliza en las escenas del Apocalipsis. Dios todo lo puede; si no lo pudiera, no sería Dios.
Pero determinó crearnos libres, capaces del bien y del mal. Nos advierte las consecuencias a que nos exponemos si nos dejamos atrapar por el mal, como la corrupción y otros graves pecados, pero nos deja libres.
Es la grandeza y la limitación del ser humano. Somos semejantes a Dios, un poco menos que los ángeles, sobre todo cuando amamos y hacemos el bien; pero también degradamos nuestra dignidad de ser imágenes de Dios cuando, en vez de amar y servir a los demás, los perjudicamos y les dañamos en su persona y en sus derechos. Los corruptos hacen mucho daño, porque utilizan su poder para su propia conveniencia, dejando desamparados a los más débiles.
Dios nos llama a ser santos como Él, pero nos advierte a cada momento sobre el peligro de desviarnos del camino que nos propone para ser perfectos y felices. Por eso, nos ordena no robar. Jesucristo escogió al equipo central de su obra redentora, pero Judas le salió muy corrupto. No fue culpa de Jesús, sino decisión libre de Judas. También Juan y Santiago, muy cercanos a Jesús, quisieron usar las influencias de su madre para obtener un puesto que no les correspondía. En la Iglesia, antes y ahora, ha habido corruptos, incluso en las más altas esferas. Los sumos pontífices, salvo lamentables excepciones de siglos remotos, han luchado contra la corrupción eclesial, pero no siempre ha habido total transparencia, sino todo lo contrario. En nuestras diócesis y parroquias, en las juntas o mayordomías, por más que tratemos de evitarlo, se nos cuelan corruptos, que echan a perder toda la obra evangelizadora.
Cuando un candidato a puestos públicos asegura y promete que acabará con la corrupción, cosa muy de alabar, olvida que el dinero y la seducción del poder se meten hasta las rendijas más profundas del alma y que nadie está exento de esa tentación. ¡No hay que prometer lo que no se puede cumplir! Las intenciones son excelentes, pero hay que ser realistas y no demagogos. Hay que luchar contra toda corrupción, claro que sí, pero hay que ser humildes para reconocer las limitaciones humanas. Hay pecados que se nos salen de control.
PENSAR
El Papa Francisco, con ocasión de que este 9 de diciembre es la jornada mundial, establecida por la ONU, contra la corrupción, dijo que la“debemos combatir, comenzando por la conciencia personal y vigilando los ámbitos de la vida civil, especialmente sobre los que están más en riesgo”.
En Evangelii gaudium, con toda claridad dice: “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites” (56). “Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes” (60).
Y advierte a los agentes de pastoral sobre una tentación que afecta a todos: “Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien” (97).
ACTUAR
Luchemos todos contra cualquier forma de corrupción en la familia, en la escuela, en las iglesias, en el deporte, en la política, en todos los ámbitos, empezando por nosotros mismos.
 

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Felipe Arizmendi Esquivel

Nació en Chiltepec el 1 de mayo de 1940. Estudió Humanidades y Filosofía en el Seminario de Toluca, de 1952 a 1959. Cursó la Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, España, de 1959 a 1963, obteniendo la licenciatura en Teología Dogmática. Por su cuenta, se especializó en Liturgia. Fue ordenado sacerdote el 25 de agosto de 1963 en Toluca. Sirvió como Vicario Parroquial en tres parroquias por tres años y medio y fue párroco de una comunidad indígena otomí, de 1967 a 1970. Fue Director Espiritual del Seminario de Toluca por diez años, y Rector del mismo de 1981 a 1991. El 7 de marzo de 1991, fue ordenado obispo de la diócesis de Tapachula, donde estuvo hasta el 30 de abril del año 2000. El 1 de mayo del 2000, inició su ministerio episcopal como XLVI obispo de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, una de las diócesis más antiguas de México, erigida en 1539; allí sirvió por casi 18 años. Ha ocupado diversos cargos en la Conferencia del Episcopado Mexicano y en el CELAM. El 3 de noviembre de 2017, el Papa Francisco le aceptó, por edad, su renuncia al servicio episcopal en esta diócesis, que entregó a su sucesor el 3 de enero de 2018. Desde entonces, reside en la ciudad de Toluca. Desde 1979, escribe artículos de actualidad en varios medios religiosos y civiles. Es autor de varias publicaciones.

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