(ZENIT Noticias / Zamora, 04.02.2025).- En presencia de la reina Rania, de Jordania, y con la participación de líderes internacionales como Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional; Ahmed Naser Al-Raisi, presidente de Interpol; o Al Gore, exvicepresidente de Estados Unidos, el Papa Francisco se hizo presente en la Cumbre Mundial sobre los Derechos de los Niños, realizada en la Ciudad del Vaticano el lunes 3 de febrero. En ese contexto, hacia el final de la Cumbre, el Papa anunció que “para dar continuidad a este compromiso y promoverlo en toda la Iglesia, tengo la intención de preparar una Carta, una Exhortación, no sé, dedicada a los niños”. Ofrecemos a continuación el discurso del Papa traducido al castellano:
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Majestad,
queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Saludo a los cardenales y personalidades aquí presentes con ocasión del Encuentro Mundial sobre los Derechos del Niño titulado «Amémoslos y protejámoslos». Les agradezco que hayan aceptado mi invitación y confío en que, aunando su experiencia y sus conocimientos, puedan abrir nuevas vías para ayudar y proteger a los niños cuyos derechos son pisoteados e ignorados cada día.
Aún hoy, la vida de millones de niños está marcada por la pobreza, la guerra, la privación escolar, la injusticia y la explotación. Los niños y adolescentes de los países más pobres, o los desgarrados por trágicos conflictos, se ven obligados a enfrentarse a terribles pruebas. Ni siquiera el mundo más rico es inmune a las injusticias. Allí donde, gracias a Dios, la gente no sufre guerras ni hambre, existen sin embargo las periferias difíciles, donde los más pequeños son a menudo víctimas de fragilidades y problemas que no podemos subestimar. De hecho, en mucha mayor medida que en el pasado, las escuelas y los servicios sanitarios tienen que contar con niños ya probados por tantas dificultades, con jóvenes ansiosos o deprimidos, con adolescentes que toman los caminos de la agresividad o la autolesión. Además, según la cultura eficientista, la misma infancia, como la vejez, es una «periferia» de la existencia.
Cada vez más, los que tienen la vida por delante son incapaces de mirarla con una actitud confiada y positiva. Precisamente los jóvenes, que son signos de esperanza en la sociedad, luchan por reconocer la esperanza en sí mismos. Esto es triste y preocupante. «Por otra parte, cuando el futuro se vuelve incierto e impermeable a los sueños; cuando los estudios no ofrecen oportunidades y la falta de trabajo o de una ocupación suficientemente estable amenazan con destruir los deseos, entonces es inevitable que el presente se viva en la melancolía y el aburrimiento.» (Bula Spes non confundit, 12).
No es aceptable lo que desgraciadamente hemos visto casi a diario en los últimos tiempos, es decir, niños que mueren bajo las bombas, sacrificados a los ídolos del poder, de la ideología y de los intereses nacionalistas. En realidad, nada vale la vida de un niño. Matar a los pequeños es negarles el futuro. En algunos casos, los mismos menores se ven obligados a luchar bajo los efectos de las drogas. Incluso en los países donde no hay guerra, la violencia entre bandas criminales resulta igual de mortífera para los niños y a menudo los deja huérfanos y marginados.
También el exagerado individualismo de los países desarrollados es deletéreo para los niños. A veces son maltratados o incluso reprimidos por quienes deberían protegerlos y criarlos; son víctimas de peleas, angustias sociales o mentales y adicciones paternas.
Muchos niños mueren como emigrantes en el mar, en el desierto o en las numerosas rutas de viajes de «desesperada esperanza». Muchos otros sucumben a la falta de cuidados o a diversos tipos de explotación. Son situaciones diferentes, pero ante las que nos hacemos la misma pregunta: ¿cómo es posible que la vida de un niño acabe así?
No. No es aceptable y debemos resistirnos a la habituación. La infancia negada es un grito silencioso que denuncia la iniquidad del sistema económico, la criminalidad de las guerras, la falta de atención médica y de escolarización. La suma de estas injusticias pesa más sobre los pequeños y los más débiles. En el contexto de las organizaciones internacionales se la denomina «crisis moral mundial».
Estamos hoy aquí para decir que no queremos que esto se convierta en una nueva normalidad. No podemos aceptar acostumbrarnos a esto. Ciertas dinámicas mediáticas tienden a insensibilizar a la humanidad, provocando un endurecimiento general de las mentalidades. Corremos el riesgo de perder lo más noble del corazón humano: la piedad, la misericordia. Más de una vez hemos compartido esta preocupación con algunos de ustedes, representantes de comunidades religiosas.
Hoy en día, más de cuarenta millones de niños están desplazados por los conflictos y alrededor de cien millones no tienen un hogar. Existe el drama de la esclavitud infantil: unos ciento sesenta millones de niños son víctimas de trabajos forzados, trata, abusos y explotación de todo tipo, incluidos los matrimonios forzados. Hay millones de niños migrantes, a veces con familias, pero a menudo solos: el fenómeno de los menores no acompañados es cada vez más frecuente y grave.
Muchos otros menores viven en el limbo por no haber sido inscritos al nacer. Se calcula que aproximadamente ciento cincuenta millones de niños «invisibles» no tienen existencia legal. Esto supone un obstáculo para acceder a la educación o a la atención sanitaria, pero sobre todo para ellos no existe la protección de la ley y pueden ser fácilmente víctimas de abusos o vendidos como esclavos. ¡Y esto ocurre! Recordemos a los pequeños Rohinghya, que a menudo luchan por ser registrados, a los niños indocumentados en la frontera estadounidense, a las primeras víctimas de ese éxodo de desesperación y esperanza de miles de personas que suben del Sur hacia Estados Unidos, y a muchos otros.
Lamentablemente, esta historia de opresión de los niños se repite: si preguntamos a los ancianos, abuelos y abuelas, por la guerra que vivieron cuando eran niños, la tragedia emerge de sus recuerdos: la oscuridad -todo es oscuro durante la guerra, los colores casi desaparecen-, los olores repugnantes, el frío, el hambre, la suciedad, el miedo, la vida vagabunda, la pérdida de los padres, del hogar, el abandono, todo tipo de violencia. Crecí con las historias de la Primera Guerra Mundial, contadas por mi abuelo, y esto me abrió los ojos y el corazón al horror de la guerra.
Mirar a través de los ojos de quienes vivieron la guerra es la mejor manera de comprender el inestimable valor de la vida. Pero también escuchar a los niños que hoy viven en la violencia, en la explotación o en la injusticia sirve para reforzar nuestro «no» a la guerra, a la cultura del descarte y del beneficio, en la que todo se compra y se vende sin respeto ni cuidado por la vida, especialmente por aquella pequeña e indefensa. En nombre de esta lógica del descarte, en la que el ser humano se convierte en todopoderoso, se sacrifica la vida naciente mediante la práctica homicida del aborto. El aborto suprime la vida de los niños y corta la fuente de esperanza de toda la sociedad.
Hermanas y hermanos, es importante escuchar: debemos darnos cuenta de que los niños pequeños observan, comprenden y recuerdan. Y con sus miradas y sus silencios nos hablan. ¡Escuchémoslos!
Queridos amigos, les doy las gracias y los animo a aprovechar al máximo la oportunidad de este encuentro, con la ayuda de Dios. Rezo para que su contribución pueda ayudar a construir un mundo mejor para los niños y, por tanto, ¡para todos! Me da esperanza que estemos aquí, todos juntos, para poner en el centro a los niños, sus derechos, sus sueños, su exigencia de futuro. ¡Gracias a todos ustedes y que Dios los bendiga!
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