CIUDAD DEL VATICANO, martes, 21 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Juan Pablo II dirigió este martes a los miembros de la Curia romana en la audiencia de intercambio de felicitaciones por la Navidad.
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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
¡queridos hermanos y hermanas!
1. La proximidad de las fiestas navideñas vuelve a suscitar todos los años sentimientos de serenidad y de paz. El nacimiento de Jesús es un acontecimiento que toca el corazón. El Verbo eterno se ha hecho hombre y ha puesto su morada entre nosotros (Cf. Juan 1,14). La liturgia en los próximos días nos recordará en varias ocasiones esta verdad fundamental de nuestra fe: «Christus natus est nobis, venite, adoremus».
2. Este encuentro del sucesor de Pedro con sus colaboradores de la Curia romana se enmarca ya en este clima navideño. Venerados y queridos hermanos, gracias por vuestra presencia y por el afecto con el que me circundáis. El paso de los años hace sentir de manera cada vez más viva la necesidad de la ayuda de Dios y de la ayuda de los hombres. Gracias por la constante «sintonía» con la que trabajáis junto a mí en el servicio de la Iglesia universal, cada uno en el cumplimiento de la tarea que se le ha confiado.
Dirijo un pensamiento de especial gratitud al cardenal decano por haber interpretado los sentimientos de todos, expresándome fervientes auspicios para la santa Navidad y para el año nuevo; auspicios que intercambio cordialmente a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos.
3. El divino Niño al que adoraremos en el pesebre es el Emmanuel, el Dios con nosotros realmente presente en el sacramento del Altar. El admirable intercambio –«mirabile commercium»– que tiene lugar en Belén entre Dios y la humanidad se hace constantemente actual en el Sacramento eucarístico que, por este motivo, es el manantial de la vida y de la santidad de la Iglesia.
¡Uno se queda sin palabras ante un don y un misterio tan grande! «Adoro te devote», repetiremos en Navidad, percibiendo ya en la penumbra de una gruta el drama de la Cruz y el triunfo luminoso de la Pascua de Cristo.
4. Del Hijo de Dios hecho hombre, «Lumen gentium», la Iglesia ha recibido la elevada misión de ser «señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» («Lumen gentium», 1). Queridos hermanos, tomemos cada vez más conciencia de que la comunión con Dios y la unidad entre todos los hombres, comenzando por los creyentes, es nuestro compromiso prioritario.
«Ut unum sint!». ¿Acaso no es ésta la sentida oración que Cristo dirigió al Padre en la vigilia de su pasión redentora? Es urgente reconstruir la comunión plena entre los cristianos. La celebración del Año de la Eucaristía busca, entre otras cosas, hacer todavía más viva esta sed de unidad, presentando el manantial único e inagotable: el mismo Cristo. Tenemos que seguir recorriendo sin titubeos el camino de la unidad, al que el Concilio Ecuménico Vaticano II dio providencialmente un fuerte impulso. Precisamente hace cuarenta años, el 21 de noviembre de 1964, se promulgaron la constitución «Lumen gentium» sobre la Iglesia y los decretos «Orientalium Ecclesiarum» sobre las Iglesias orientales católicas y «Unitatis redintegratio» sobre el ecumenismo.
5. Demos gracias a Dios porque el esfuerzo ecuménico está intensificándose a diferentes niveles, gracias a los constantes contactos, encuentros e iniciativas con nuestros hermanos de las diferentes iglesias y comunidades eclesiales ortodoxas y protestantes. Asumen, en este sentido, particular importancia las visitas que este año he recibido de algunos de sus ilustres representantes.
Entre otras recuerdo la visita de la delegación ecuménica de Finlandia y sobre todo la del patriarca ecuménico Bartolomé I, en junio, con motivo de la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo y, hace algo menos de un mes, con motivo de la entrega del don de las reliquias de los santos Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo. Deseo también de corazón que el regreso del icono de la Madre de Dios de Kazan a Rusia contribuya a acelerar la unidad de todos los discípulos de Cristo.
6. ¡Unidad de la Iglesia y unidad del género humano! Leo esta aspiración a la unidad en los rostros de los peregrinos de toda edad. La percibí de manera particular en la reunión de la juventud de Suiza en Berna y en la de la Acción Católica Italiana en Loreto. ¿Quién podrá saciar esta hambre de vida en comunión si no es Cristo?
Los creyentes tienen una gran responsabilidad especialmente ante las nuevas generaciones, a las que hay que transmitir de manera inalterada el patrimonio cristiano. Por este motivo en varias ocasiones –especialmente en la peregrinación a Lourdes– no dejé de alentar a los católicos europeos a permanecer fieles a Cristo. De hecho, en el corazón se alimentan esas raíces cristianas de Europa de las que en gran manera depende el futuro solidario y justo del continente y del todo el mundo. Quisiera repetir aquí lo que he subrayado en el Mensaje para la próxima Jornada Mundial de la Paz: no hay que dejarse vencer nunca por el mal, sino vencer el mal con el bien.
7. «Adoro te devote!». Venerados y queridos hermanos, recogiendo las expectativas y las esperanzas de la Iglesia y de la humanidad, volvamos a dirigir la mirada a la Navidad que ya está cerca.
Nuestro corazón no tiene miedo ante las dificultades, pues tiene confianza en ti, Niño de Belén, que por amor vienes en medio de nosotros. ¡Haz que te reconozcan y te acojan como el Redentor del hombre y el Príncipe de la paz de todas las partes! Con afecto imparto a todos mi bendición.
¡Feliz Navidad!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]