ROMA, 3 dic 2000 (ZENIT.org).- Con motivo del Jubileo de las personas con discapacidad, Ambrosio, un italiano minusválido, ha enviado este mensaje al Papa y a los sacerdotes de todo el mundo. Lo ofrecemos tal y como nos ha llegado.
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Soy un minusválido de 74 años. A la edad de 12 meses fui afectado de una parálisis espástica. A los 8 años perdí a mi madre y desde entonces vivo en un instituto.
Veo que la sociedad, no obstante progrese en todos los sectores, margina cada vez más al que no “rinde”, o sea: al enfermo, al anciano, al minusválido, y esta es una constatación que comporta gran sufrimiento a quien se encuentra en estas condiciones.
También hace sufrir el ver cómo tantos sacerdotes, que se preocupan y se esfuerzan por tantas cosas, descuidan a estas personas a quienes sólo la fe, con su ayuda, podría sostener y hacerles mucho bien.
Sería bueno que el párroco escribiese, al menos en Navidad y en Pascua, una carta a todos los que sufren en su parroquia, pidiéndoles como caridad el ofrecer las penas y las oraciones por las necesidades de la comunidad, para hacerlos partícipes de la vida comunitaria, evitando así que se sientan inútil y una carga. <br>
Es tiempo de reavivar en las comunidades parroquiales la fe en la Providencia, a través del don más precioso que la comunidad posee, o sea de la ofrenda cotidiana del sufrimiento de estos “predilectos de Dios”. La ayuda que tendría toda la Parroquia a partir de esta ofrenda de sí, sería enorme.
Reconocer a Jesús en el pobre, en el enfermo y en el minusválido o en el anciano, quiere decir también amarlo y ayudarlo. ¿Y por qué, entonces, no dar la posibilidad también a algún minusválido o anciano que no tenga dificultad en el habla, como lamentablemente me sucede a mí, que haga una lectura litúrgica o realice un trabajo en la secretaría o incluso como catequista? No basta haber derribado las barreras arquitectónicas; hay otras barreras mucho más difíciles para derribar. Tenemos necesidad de sentirnos amados, para sentirnos “normales”.