CIUDAD DEL VATICANO, 6 dic 2000 (ZENIT.org).- «¡Venga tu Reino!». ¿Qué significa esta invocación que elevan los cristianos desde hace dos mil años por invitación del mismo Cristo? Juan Pablo II respondió a esta pregunta esta mañana durante la tradicional audiencia general del miércoles.
«El Reino es la acción eficaz pero misteriosa de Dios en el universo y en ese ovillo de las vicisitudes humanas –explicó el Papa–. Él vence las resistencias del mal con paciencia, y no con prepotencia o clamor».
Ofrecemos a continuación la intervención íntegra del Papa.
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1. En este año del grande Jubileo el tema de fondo de nuestras catequesis es la gloria de la Trinidad, como nos ha sido revelada en la historia de la Salvación. Hemos reflexionado en la Eucaristía, máxima celebración de Cristo, presente bajo las humildes especies del pan y del vino. Ahora queremos dedicar algunas catequesis al compromiso que se nos pide para que la gloria de la Trinidad resplandezca plenamente en el mundo.
Evangelio de la esperanza
Nuestra reflexión comienza en el evangelio de Marcos, donde leemos: «Marchó Jesús a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva»» (Marcos 1, 14-15). Fueron las primeras palabras que pronunciaba Jesús ante la muchedumbre: en ellas se concentra el corazón de su Evangelio de esperanza y de salvación, el anuncio del Reino de Dios. A partir de aquel momento, como constatan los evangelistas, «Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mateo 4, 23; cf. Lucas 8, 1). Tras su estela le siguieron los apóstoles y con ellos Pablo, el apóstol de las gentes, llamado a «anunciar el Reino de Dios» en medio de las naciones hasta la capital del imperio romano (cf. Hechos 20, 25; 28, 23.31).
2. Con el Evangelio del Reino, Cristo se remonta a las Sagradas Escrituras que, a través de la imagen regia, celebran el señorío de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. De este modo, leemos en el Salterio: «Decid entre las gentes: «¡el Señor es rey!». El orbe está seguro, no vacila; él gobierna a los pueblos rectamente» (Salmo 96, 10). El Reino es, por tanto, la acción eficaz pero misteriosa de Dios en el universo y en ese ovillo de las vicisitudes humanas. Él vence las resistencias del mal con paciencia, y no con prepotencia o clamor.
Diminuta semilla
Por este motivo, el Reino es comparado por Jesús al grano de mostaza, la semilla más pequeña, destinada a convertirse sin embargo en árbol frondoso (cf. Mateo 13, 31-32), o a la semilla que un hombre ha enterrado: «duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo» (Marcos 4, 27). El Reino es gracia, amor de Dios para el mundo, manantial para nosotros de serenidad y de confianza: «No temas, pequeño rebaño –dice Jesús–, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lucas 12, 32). Los miedos, los afanes, las pesadillas se disuelven, pues el Reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lucas 17, 21).
Buscar el Reino
3. Sin embargo, el hombre no es un testigo inerte de la entrada de Dios en la historia. Jesús nos invita a «buscar» activamente «el Reino de Dios y su justicia» y a hacer de esta búsqueda nuestra preocupación principal (Mateo 6, 33). A quienes creen «que el Reino de Dios está cerca» (Lucas 10, 11), prescribe una actitud activa, y no una espera pasiva, contándoles la parábola de las diez minas que había que hacer rentables (cf. Lucas 19, 12-27). Por su parte, el apóstol Pablo declara que «el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Romanos 14, 17) e invita apremiantemente a los fieles a poner sus miembros al servicio de la justicia en vista de la santificación (cf. Romanos 6, 13.19).
La persona humana está, por tanto, llamada a cooperar con sus manos, su mente y su corazón en la venida del Reino de Dios al mundo. Esto vale particularmente para los que están llamados al apostolado y que son, como dice san Pablo, «colaboradores del Reino de Dios» (Colosenses 4, 11), pero sirve también para toda persona humana.
Pobres de espíritu
4. En el Reino, entran las personas que han escogido el camino de las Bienaventuranzas evangélicas, viviendo como «pobres de espíritu», en el desapego de los bienes materiales, para levantar a los últimos de la tierra del polvo de su humillación. «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?», se pregunta Santiago en su Carta (2, 5). En el Reino entran aquellos que soportan con amor los sufrimientos de la vida: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hechos 14, 22; cf. 2 Tesalonicenses 1,4-5), donde Dios mismo «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas» (Apocalipsis 21, 4). En el Reino entran los puros de corazón que escogen el camino de la justicia, es decir, la adhesión a la voluntad de Dios, como exhorta san Pablo: «¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios» (1 Corintios 6,9-10; cf. 15,50; Efesios 5, 5).
Para todos los hombres
5. Todos los justos de la tierra, incluso los que ignoran a Cristo y a su Iglesia y que, bajo el influjo de la gracia, buscan a Dios con corazón sincero (cf. «Lumen gentium», 16), están, por tanto, llamados a edificar el Reino de Dios, colaborando con el Señor que es su primer y decisivo artífice. Por esto, tenemos que ponernos en sus manos, en su Palabra, en su guía, como niños inexpertos que sólo en su Padre encuentran la seguridad: «el que no reciba el Reino de Dios como niño –ha dicho Jesús–, no entrará en él» (Lucas 18, 17).
Con este espíritu tenemos que hacer nuestra la invocación: «¡Venga tu Reino!». Una invocación que en la historia de la humanidad se ha elevado muchas veces al cielo como un anhelo de esperanza: «¡Venga a nosotros la paz de tu reino!» («Vegna vêr noi la pace del tuo regno»), exclama Dante parafraseando el Padrenuestro («Purgatorio» XI, 7). Una invocación que orienta la mirada al regreso de Cristo y alimenta el deseo de la venida final del Reino de Dios. Este deseo, sin embargo, no aparta a la Iglesia de su misión en este mundo, es más, la compromete aún más (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2818), en la esperanza de poder cruzar el umbral del Reino, del cual la Iglesia es germen e inicio (cf. «Lumen gentium», 5), cuando llegue en su plenitud en el mundo. Entonces, nos asegura Pedro en su Segunda Carta, «pues así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pedro 1, 11).