Sacramento de la Reconciliación, algunas pautas para los sacerdotes (I)

Luces y sombras, a la luz de los datos

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Ofrecemos hoy la primera parte de un artículo del obispo auxiliar de Guadalajara, México, Miguel Romano Gómez, en el que hace un análisis de la actual situación en la práctica del sacramento de la Reconciliación, según algunos datos disponibles, también con motivo de lo dicho recientemente por el papa Francisco sobre el argumento.

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Para el propósito que perseguimos necesitamos tener presente qué es lo que está sucediendo y por qué en relación con la práctica penitencial. No ignoramos los aspectos positivos que, sin duda, se están dando: la dedicación abnegada y gozosa de muchos sacerdotes a este misterio, los frutos de renovación que ha aportado en muchos lugares la aplicación del Nuevo Ritual, el redescubrimiento pastoral y existencial de este sacramento por parte de algunos, los frutos de santidad que se están produciendo en no pocos que se acercan a él, etc. Pero hemos de ser realistas y no ocultar una crisis real por grave que está sea.

Hablar de crisis, sin embargo, no tiene por qué significar necesaria y exclusivamente, algo negativo. La crisis es, al mismo tiempo, “prueba” de una situación o realidad y “llamada” a su purificación o crecimiento. Por eso, la crisis, en el caso del sacramento de la penitencia, puede ser una invitación a profundizar en lo que este sacramento significa y exige en la vida de la Iglesia, una llamada a purificar maneras y comportamientos que desdibujan su realidad y entorpecen su dinamismo, una llamada al crecimiento de la vida teologal en el seno de las comunidades, crecimiento sin el cual no hay posibilidad de una renovación y revitalización de la práctica sacramental.

SÍNTOMAS DE UNA CRISIS: DISMINUCIÓN DE LA PRÁCTICA SACRAMENTAL

Como síntoma indicativo de esta crisis constatamos, en general, una disminución cuantitativa de la participación en este sacramento: ésta es cada día más escasa en la vida de los cristianos, tanto entre los laicos practicantes y comprometidos como, incluso, entre los sacerdotes, religiosos y religiosas. En muchas parroquias sólo una minoría de fieles lo celebra con cierta frecuencia y bastantes jóvenes no lo han celebrado casi nunca y prácticamente lo ignoran o no lo echan en falta. Son muchos los católicos que comulgan pero no se “confiesan”. Y los que se “confiesan” parece que no tienen de qué acusarse.

Si nos referimos a estos síntomas no es porque añoremos épocas pasadas, sino porque vemos en ellos, tal y como aparecen en estos momentos, unos indicios de otros problemas mayores a los que nos vamos a referir. Estos hechos, por externos que parezcan, ponen de manifiesto una honda y amplia crisis respecto del sacramento de la Penitencia y, en conexión con ella, nos atrevemos a decir que respecto también del espíritu penitencial y de la penitencia misma. Se trata de una crisis, compleja y de alguna manera nueva, aunque viene ya de lejos. Pero esta crisis afecta no sólo al aspecto de la confesión, sino al sacramento de la Penitencia en su conjunto.

RAÍCES DE LA CRISIS:

a) Ateísmo e indiferencia religiosa de nuestro mundo

Quizá la raíz más profunda de la crisis actual hay que buscarla en los fuertes fermentos de ateísmo e indiferencia religiosa de nuestro mundo, conformado por unas poderosas tendencias secularizadoras. El hombre moderno vive dentro de un cerco cultural secularista que reduce sus horizontes a las posibilidades y promesas de este mundo. Y seducido por este mundo, entregado a él, se concentra en su hacer y producir, en el consumir y disfrutar. Deja de lado a Dios soberano y, como si no existiera, trata de realizarse a sí mismo y al mundo al margen de Él. Encerrado en una cultura inmanentista de tipo reivindicativo e individualista, este hombre no se reconoce deudor de Dios; por una excesiva admiración hacia sí, siente la tentación de creerse capaz de vencer él sólo las fuerzas del mal, de superar técnicamente los conflictos y de bastarse a sí mismo. El recurso de Dios y la esperanza de otra vida dada por Él aparecen como una debilidad injustificada o una traición a los bienes de la tierra y a las capacidades humanas.

En esta coyuntura, paralelamente, se va originando una secularización interna, una versión secular, del cristianismo donde cuestiones como la trascendencia de Dios o su juicio, la gracia, la conversión personal, la salvación eterna…, van perdiendo relieve y significación.

Cuando esto sucede ¿cómo va a someterse el hombre a la palabra y al juicio de Dios, o a confrontarse con su bondad y santidad? ¿Qué lugar puede quedar ahí para el sacramento de la reconciliación, es decir, para un Dios personal –perdón, misericordia y juez de nuestras vidas–, para el anuncio del don y de la gracia de la reconciliación, para la proclamación de la necesaria conversión, para la actitud penitente como parte integrante de la vida cristiana, o para una verdadera y eficaz liberación de nuestros pecados por obra de la gracia de Dios que actúa en el sacramento?

b) Pérdida del sentido del pecado.

En vano, además, se puede mantener viva una conciencia del pecado y de la necesidad de la penitencia cuando nos encontramos inmersos en una forma de vida en la que, al faltar el sentido de Dios, se pierde el convencimiento de que el pecado es algo real e importante. Perdido el sentido teologal sólo queda la culpa o la trasgresión de unas normas más o menos universales y consistentes, relativas o convencionales; sólo queda el límite del hombre o el fallo humano, la quiebra estructural, la constitución patológica o la debilidad humana; sólo quedan las equivocaciones y errores, o la inadecuada aplicación de las soluciones que proporcionan la técnica o las ciencias. Diluidos, pues, o debilitados el sentido teologal y el sentido del pecado se hacen innecesarios y hasta superfluos tanto la penitencia como el sacramento de la reconciliación.

c) Interpretaciones inadecuadas del pecado.

Nuestros cristianos, con frecuencia, se ven influidos, además, por la difusión de una serie de teorías acerca del pecado que circulan en nuestra sociedad, apoyadas, a veces, en una incorrecta asimilación de algunos resultados de las ciencias humanas, de suyo beneficiosos y esclarecedores. Conforme a ellas se afirma que el pecado es algo superado, una expresión de culturas premodernas y poco avanzadas, un tabú inventado por las religiones y las iglesias para seguir dominando las conciencias. No falta, en esas opiniones, quien reduce el pecado a un vago y superficial sentimiento de culpabilidad, superable por una buena higiene mental, o a una mera falta, para no culpabilizar o frenar la libertad con inhibiciones represoras. Tampoco faltan quienes, con el ánimo de descargar al hombre de toda responsabilidad moral, apelan bien a fuerzas oscuras e inconscientes del sujeto humano, individual o colectivo, que pesan sobre nuestra libertad; o bien hacen recaer sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente. (En este sentido se alude a comportamientos y formas de actuar, por ejemplo, en el trabajo, en la acción educativa, en la vida pública que no dependen del individuo, ni siquiera en la familia, sino de decisiones tomadas por toda la colectividad). A fuerza de “agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan sobre el hombre”, limitan “tanto su responsabilidad que no le reconocen la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por tanto, la posibilidad de pecar”.

Aun reconociendo la existencia del pecado hay quienes identifican su realidad con el llamado pecado social, colectivo o estructural, desconectada de hecho de sus orígenes y de sus consecuencias personales y de su dimensión trascendente. Se dirá, en este sentido, que el pecado es algo que está dentro de las estructuras injustas, o que es solamente aquello que vulnera las leyes y ordenamientos sociales, lo que
daña a la marcha del progreso de la sociedad, lo que perjudica las relaciones y el buen funcionamiento de la colectividad, lo que atenta a la dignidad y a los derechos del hombre o lo que compromete a su historia.

Lo queramos o no surge de ahí una tipología de creyente, cada vez más abundante y difícil de cambiar, que no ve pecado en casi nada, salvo en lo social –estructural- en los otros, y que, en consecuencia, no siente necesidad alguna de confesarse.

Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del pecado. A veces una determinada predicación o una determinada moral han acentuado exageradamente el aspecto del pecado y el temor, viendo pecado en todo, generando una culpabilización morbosa, Algunas tendencias intraeclesiales favorecen la pérdida del sentido del pecado: alentando una vida cristiana llena de temores ante un Dios terrorífico de castigo y de venganza o de una justicia en el fondo meramente humana, generando esclavitud. Esto es claramente un comportamiento desviado que a veces observamos en conciencias escrupulosas que no deben confundirse con conciencias delicadas. No cabe duda que ese comportamiento desviado ha podido contribuir por reacción a otras exageraciones que menosprecian todo temor verdaderamente religioso, que infravaloran el mismo pecado en su dimensión teológica y existencial, que desfiguran el amor y la misericordia de Dios, que llevan a un permisivismo liberal o que crean la ilusión de una supuesta impecabilidad poco o nada cristiana. ¿Por qué no añadir, además, que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana, termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado?

d) Crisis de la conciencia moral.

Otra de las raíces profundas de la actual situación respecto a la penitencia, muy ligada a las anteriores, es la crisis generalizada de la conciencia moral y su oscurecimiento en muchos hombres. El hombre contemporáneo vive bajo la amenaza de un eclipse, de una deformación o de un aturdimiento de la conciencia.

Con frecuencia, los fieles se ven desconcertados e inermes ante la amoralidad sistemática con que se despliegan muchos mecanismos de la vida económica, social o política. Se hallan envueltos por una cierta moral de situación que legitima los actos humanos a partir de su irrepetible originalidad, sin referencia a una ley objetiva y trascendente. La implantación y divulgación de modelos éticos impuestos por el consenso de la costumbre general, aunque estén condenados por la conciencia individual, así como la influencia de los medios de comunicación social que proponen unos modelos de vida de los que está ausente cualquier otro valor y criterio moral absoluto fuera de la satisfacción personal, el placer a toda costa o el prestigio social, están influyendo negativamente en los cristianos y generan una mentalidad difusa para la que resulta enteramente superfluo cuanto se relaciona con el sacramento de la penitencia.

Predicadores y confesores, por otra parte, se muestran indecisos ante las nuevas posiciones, a veces encontradas, de los teólogos en materias morales. Y de este modo nuestras excesivas incertidumbres y diferencias de criterio, muy fuertes entre sí, desorientan a los fieles haciéndoles perder confianza en los ministros de la Iglesia e induciéndoles, de alguna manera, a alejarse de la penitencia sacramental. En materias complejas, como la moral económica y la sexual los fieles se hallan desorientados; frecuentemente buscan confesores que coincidan con sus propias posiciones o se encuentran con sacerdotes que se inhiben ante ciertos casos dejándoles a su libre conciencia y responsabilidad personal o apelando a su propia madurez. Todo ello crea en los fieles desamparo, desconcierto o indiferencia y, al final, optan por dejar sus conciencias al juicio de Dios y abandonan el sacramento. En el fondo de todo, tanto en los fieles como en los ministros puede haber una profunda crisis de identidad eclesial y de fe; se busca una norma de conciencia excesivamente subjetiva o se pretende ejercer el ministerio de la reconciliación según los propios criterios personales en vez de ser ministros de una Iglesia histórica, apostólica y católica.

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Miguel Romano Gómez

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