Jesús Álvarez SSP
ROMA, viernes 29 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos un comentario del padre Jesús Álvarez, paulino, al evangelio del próximo domingo.
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“En aquel tiempo Jesús atravesó el lago, y al volver a la otra orilla, una gran muchedumbre se juntó en la playa en torno a él. En eso llegó un oficial de la sinagoga, llamado Jairo, y al ver a Jesús, se postró a sus pies suplicándole: “Mi hija está agonizando; ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo”. Jesús se fue con Jairo; caminaban en medio de un gran gentío, que lo oprimía. De pronto llegaron algunos de la casa del oficial de la sinagoga para informarle: “Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar ya al Maestro? Jesús se hizo el desentendido y dijo al oficial: “No temas, solamente ten fe”. Pero no dejó que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Cuando llegaron a la casa del oficial, Jesús vio un gran alboroto: unos lloraban y otros gritaban. Jesús entró y les dijo: “¿Por qué este alboroto y tanto llanto? La niña no está muerta, sino dormida”. Y se burlaban de él. Pero Jesús los hizo salir a todos, tomó consigo al padre, a la madre y a los que venían con él, y entró donde estaba la niña. Tomándola de la mano, dijo a la niña: “Talitá, kum”, que quiere decir: “Niña, yo te lo mando, ¡levántate!.” La jovencita se levantó al instante y empezó a caminar (tenía doce años). Jesús les pidió que dieran algo de comer a la niña”. (Mc 5,21-43)
Jesús se conmueve ante la muerte de una niña de doce años, y la devuelve viva a sus padres, y les pide que le den de comer, en prueba de que ha vuelto a la vida. Pero ¿qué es la resurrección de una sola niña, frente a millones de niños, jóvenes, adultos y ancianos que cada día mueren o son eliminados sin compasión alguna? Jesús resucita a esa niña para demostrar que Él tiene poder total sobre la muerte. Hoy nuestro Salvador resucita cada día para la vida eterna una multitud incontable. Dios quiera que estemos entre ellos.
La resurrección de la hija de Jairo, igual que la de Lázaro y del hijo de la viuda de Naín, y sobre todo la resurrección de Jesús, demuestran que la muerte no es el final de la vida sino el principio de la vida sin final; que Dios nos ha creado inmortales; que la muerte física no es la muerte de la persona, pues al despojarse ésta del cuerpo corruptible, atraviesa el umbral de la muerte, y Cristo la llama: “¡Levántate!”, pero no para volver a esta dura y breve vida terrena, sino para la vida eterna. De la semilla que se pudre bajo tierra, hace brotar una planta nueva.
San Pablo asegura que Jesús “transformará nuestro pobre cuerpo mortal y lo hará semejante a su cuerpo glorioso” (Flp 3, 21), “Lo que es corruptible debe revestirse de incorruptibilidad y lo que es mortal, debe revestirse de inmortalidad” (1Cor. 15, 53). La muerte no es una desgracia sin remedio, sino la puerta de la máxima felicidad: la resurrección y la vida eterna. El mismo Apóstol relata su fe: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”; “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”; “Pongan su corazón en los bienes del cielo, donde está Cristo”.
No es justo pensar con miedo en la muerte sin pensar, sobre todo, con esperanza, en la resurrección; de lo contrario viviremos como esclavos del temor a la muerte, en lugar de vivir en la alegría pascual del esfuerzo por conquistar la resurrección a través de la muerte, pasando por la vida haciendo el bien unidos a Cristo. La fe verdadera no se rinde ante la muerte. ¿De qué nos valdría la fe si no nos llevara a la vida eternamente feliz, más allá de la muerte? Si no se cree en la resurrección, la fe resulta un engaño y la predicación un fracaso.
Creámos a nuestro Salvador: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá». Y vivamos en feliz coherencia con esa fe.