Cardenal Damasceno Assis: “la Providencia siempre nos sorprende” (I)

El arzobispo de Aparecida cuenta su experiencia

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APARECIDA, martes 23 de noviembre de 2010 (ZENIT.org) – La biografía de monseñor Raymundo Damasceno Assis sorprende. Cardenal nombrado por Benedicto XVI para el consistorio del 20 de noviembre, el arzobispo de Aparecida, que hoy tiene 73 años, ha visto su vida entrelazarse con momentos importantes en la vida de la Iglesia y de la sociedad en las últimas décadas.

Único latino-americano en actividad nombrado cardenal por Benedicto XVI en esta ocasión, el actual presidente del CELAM (Consejo Episcopal Latino-Americano) cursó teología en Roma en los años del Concilio Vaticano II, fue joven sacerdote en Brasilia en el periodo más represivo d la dictadura militar, ayudó a coordinar los trabajos de la Conferencia de Santo Domingo y hospedó la Conferencia de Aparecida.

El cardenal Damasceno recibió a ZENIT en su residencia, en Aparecida, la mañana del 8 de noviembre, para hablar un poco sobre su vida, antes de viajar a Roma para el Consistorio.

La segunda parte de esta entrevista se publicará en el servicio de mañana miércoles 24 de noviembre.

-Acaba de ser nombrado cardenal. Pero todo comenzó en Capela Nova, en Minas Gerais. ¿Cómo fue su infancia y el despertar de su vocación sacerdotal?

Cardenal Damasceno: Capela Nova es una pequeña ciudad de 5.000 habitantes, que ya ha dado casi 30 sacerdotes. Una ciudad pequeña, en una región de pequeños propietarios rurales. Es muy religiosa y sus tradiciones religiosas son muy fuertes. Yo nací en una chácara, una pequeña propriedad a 2 km de la ciudad, donde mi padre crió a toda la familia. Éramos diez hijos. Él tenía su pequeño ganado y cultivaba lo suficiente para mantenernos. Vivíamos muy modestamente, pero sin pasar necesidad. Desde pequeño, comencé a asistir al catecismo, a ayudar como acólito. A partir de ahí, de ese ambiente religioso en la familia y en la ciudad, y muy cercano a la Iglesia, a través de la ayuda en las misas, tuve ese gusto de ayudar en la Iglesia.

Fue cuando pasó por allí, en 1948, un hermano marista, cuya función era reclutar vocaciones. Él pasó por nuestra escuela dando un poco de clase de catequesis, haciendo preguntas a los niños. Yo estaba muy interesado en lo que él preguntaba, respondía y me manifestaba. En un determinado momento preguntó que quien quería ir con él. Inmediatamente yo levanté la mano, sin saber exactamente lo que eso significaba, o sus consecuencias. Yo tenía entre 10 y 11 años. Creo que el hermano no me creyó mucho cuando levanté la mano. Me dijo que iría a una ciudad vecina a buscar a un candidato y que a la vuelta pasaría por la estación de tren, en Carandaí. Si yo estaba allí, me llevaría. Pero sin ningún compromiso en el caso de que no apareciese. Pienso que él creía que yo desistiría de la idea, que había sido solo un momento de entusiasmo. Yo hablé con mis padres de que quería ir. En realidad, en el día y la hora que fijó, yo estaba allí.

Llegamos al Juvenato São José, en la ciudad de Mendes, en el Estado de Rio de Janeiro, una granja en el bosque atlántico, que hoy se ha convertido en un hotel rural. Los primeros dos días estuve llorando por volver a casa. Así que llegaban los amigos, me llamaban para jugar al balón. Tras algunos días uno se acostumbre, y el deporte, los estudios y la vida de comunidad van ocupando el tiempo y la nostalgia va pasando.

Allí terminé la enseñanza primaria básica [15 años de edad] y fui discerniendo que mi vocación no era la de ser hermano. Me parecía de una forma más clara que mi camino sería el sacerdocio ordenado. Conversé con mi director y salí de los Hermanos Maristas. Volví a casa en Conselheiro Lafaiete, a donde mi familia se había mudado, en la misma archidiócesis de Mariana. En esa cuidad hablé con el obispo auxiliar de Mariana, pidiéndole que me encaminase hacia el seminario, pues mi deseo era ser sacerdote. Él facilitó mi entrada en el seminario de Mariana, donde completé la enseñanza media [18 años de edad]. Después pasé al seminario mayor, donde hice el curso de filosofía.

Al final de esa etapa, el arzobispo de Mariana, monseñor Oscar de Oliveira, había prometido a monseñor José Newton, arzobispo de Brasilia, capital que acababa de ser inaugurada, en abril de 1960, mandar a un seminarista mayor para colaborar en la nueva archidiócesis. Mis superiores en el seminario me dijeron que el candidato sería yo. Yo acepté. A partir de mayo de 1960, pasé a pertenecer oficialmente a la archidiócesis de Brasilia. Terminado el curso de filosofía en ese año, aún en Mariana, monseñor Newton me llamó a Brasilia.

– De Brasilia pasó usted a Roma, justamente en los años del Concilio Vaticano II. ¿Cómo fue esa etapa?

Cardenal Damasceno: Monseñor Newton me preguntó si quería hacer el curso de teología en Roma, pues Brasilia aún no tenía seminario mayor. Yo acepté. Hice todo el curso de teología en la Pontificia Universidad Gregoriana, viviendo en el Colegio Pío Brasileño. Ese curso mío de teología coincidió exactamente con la apertura del Concilio Vaticano II, por el papa Juan XXIII, y también su clausura, en 1965, por el papa Pablo VI.

Fue un periodo muy rico. Tuvimos la experiencia de ver a los pastores de la Iglesia reunidos en Roma, alrededor de Pedro, tratando de temas importantísimos para toda la Iglesia. Todo eso tuvo una incidencia muy grande sobre nosotros, principalmente porque éramos jóvenes. Teníamos un idealismo como si fuésemos a renovar la Iglesia. Había esa ansiedad durante las clases, una inquietud, un cierto deseo de aguardar a lo que el Concilio iba a decidir, en vez de aceptar lo que estaba escrito en los libros o lo que exponía el profesor. “¿Será que lo que está diciendo hoy va a cambiar mañana?”, pensábamos. Fue un momento muy especial, de mucho contacto con los grandes teólogos de la época, el deseo de oírlos, de conocerlos. Eran nombres citados en los libros y en las aulas que estaban allí en Roma.

Terminada la teología en Roma fui a Alemania a hacer un curso superior de catequesis, en Munich. Era un curso abierto por la Conferencia Episcopal Alemana, destinado sobre todo a formar catequistas en los países en vías de desarrollo. Fue otro periodo muy rico.

-Cuando volvió a Brasil, llegó en el período más represivo de la dictadura militar, ¿cómo fue?

Cardenal Damasceno: Yo me ordené en 1968, en el período crítico del gobierno militar, cuando se promulgó el Acta Institucional número 5, que endurecía mucho más el régimen. Esto tuvo como consecuencia una censura muy rigurosa en los medios de comunicación y un combate duro a todo tipo de oposición. Yo llegué en ese contexto. Viniendo del exterior, como nuevo sacerdote, en la capital federal, percibí que estaba siendo vigilado. Había un intento de querer informar sobre quién es uno y cuáles sus posiciones teológicas, políticas. No tuve ningún problema directo, de confrontación, pero sentía que había un control, tanto de las predicaciones como de las actuaciones.

Había, por ejemplo, infiltración de elementos militares en organizaciones de la Iglesia, en movimientos juveniles, en cursos para laicos, para informar a los oficiales. En ese período había palabras tabús, que no se podían usar. Por ejemplo, la palabra “tortura”. Estaba prácticamente prohibido usar esa palabra. En la Universidad, cuando fui profesor en la UnB, durante los años 70 especialmente había control de las clases. Era un período en que había vigilancia, con los teléfonos pinchados, las predicaciones, dependiendo de la iglesia y del sacerdote, eran grabadas.

En Brasilia, fui coordinador de la catequesis, colaborador directo del arzobispo en la Curia, después párroco durante seis años, y finalmente fui encargado de enviado para fundar el Seminario Mayor de Brasilia, que no existió hasta 1976. Permanecí en el Seminario y en la Universidad durante 14 años, como profesor, administra
dor del Seminario, hasta ser elegido obispo auxiliar de Brasilia, en 1986. Un poco después, en 1991, fui elegido secretario general del CELAM (Consejo Episcopal Latino-Americano). A partir de ese año, fui a vivir en Bogotá. El cardenal monseñor Freire Falcão, de Brasilia, permitió que yo viviese en Bogotá, dispensándome de los servicios de obispo auxiliar de la archidiócesis.

– En ese momento usted asumió un difícil trabajo en vísperas de la Conferencia de Santo Domingo (1992), en torno al cual hubo mucha polémica, ¿no?

Cardenal Damasceno: Yo viví cuatro años en Bogotá. Casi los dos primeros fueron prácticamente dedicados a la preparación de la Cuarta Conferencia General del Episcopado Latino-Americano, la Conferencia de Santo Domingo. Fue una conferencia muy difícil. Primeramente porque, cuando yo llegué, la preparación ya iba por la mitad. Y al mismo tiempo, era una preparación que no estaba agradando mucho a las Conferencias Episcopales de América Latina y del Caribe.

Entonces no sólo tuvimos que continuar los trabajos, sino casi que reiniciarlos. Tuvimos que retomar los trabajos de una manera diferente. Tuvimos que hacer un informe histórico del proceso de preparación hasta aquel momento, publicar ese histórico, para que los obispos tomasen conciencia de lo que estaba sucediendo o de lo que había sucedido hasta aquel momento.

Tuvimos que retomar todos los informes de las 22 Conferencias Episcopales, recoger todo lo que había en esos informes, publicar una síntesis de ese material, para a partir de esos informes iniciar el proceso de preparación más inmediato de la Cuarta Conferencia.

Hecho esto, a partir de ahí elaborar el llamado Documento de Trabajo. Hicimos esto con un grupo de teólogos de diversas partes de América Latina. Estuvimos dos meses encerrados en el CELAM en Bogotá. Preparamos ese Documento de Trabajo, que fue muy bien acogido por las Conferencias Episcopales y despertó realmente un ánimo muy positivo. Además, publicamos los informes de todas las Conferencias Episcopales y los divulgamos. Pues había una desconfianza hacia la preparación en el sentido de que no se estaban siguiendo los informes de las Conferencias Episcopales.

Por Alexandre Ribeiro, traducción del portugués por Inma Álvarez

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ZENIT Staff

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