¿A dónde va la Iglesia? Responde Benedicto XVI

Discurso a la asamblea eclesial de Roma

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 20 de junio de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI en la inaugración de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, en la Basílica papal de San Juan de Letrán, el martes 26 de mayo de 20009

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Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos religiosos y religiosas;
queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo una costumbre ya arraigada, me alegra inaugurar también este año la Asamblea diocesana pastoral. A cada uno de vosotros, que aquí representáis a toda la comunidad diocesana, dirijo con afecto mi saludo y expreso mi viva gratitud por el trabajo pastoral que realizáis. A través de vosotros, extiendo a todas las parroquias mi saludo cordial con las palabras del apóstol san Pablo: «A todos los amados de Dios que estáis en Roma, santos por vocación, a vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rm 1, 7). Agradezco de corazón al cardenal vicario las estimulantes palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos, y la ayuda que, juntamente con los obispos auxiliares, me presta en el servicio apostólico diario al que el Señor me ha llamado como Obispo de Roma.

Nos acaban de recordar que, a lo largo del decenio pasado, la atención de la diócesis se concentró inicialmente, durante tres años, en la familia; después, durante el trienio sucesivo, en la educación de las nuevas generaciones en la fe, tratando de responder a la «emergencia educativa», que para todos es un desafío difícil; y, por último, también con referencia a la educación, estimulados por la carta encíclica Spe salvi, habéis tomado en consideración el tema de educar en la esperanza. A la vez que doy gracias con vosotros al Señor por el gran bien que nos ha concedido realizar -pienso, en particular, en los párrocos y en los sacerdotes que no escatiman esfuerzos en la guía de las comunidades que les han sido encomendadas-, deseo expresar mi aprecio por la opción pastoral de dedicar tiempo a una verificación del camino recorrido, con la finalidad de examinar, a la luz de la experiencia vivida, algunos ámbitos fundamentales de la pastoral ordinaria, para precisarlos mejor y permitir una mayor participación.

El fundamento de este compromiso, al que ya os estáis dedicando desde hace algunos meses en todas las parroquias y en las demás realidades eclesiales, debe ser una renovada toma de conciencia de nuestro ser Iglesia y de la corresponsabilidad pastoral que, en nombre de Cristo, todos estamos llamados a asumir. Y precisamente de este aspecto quisiera tratar ahora.

El concilio Vaticano II, queriendo transmitir pura e íntegra la doctrina sobre la Iglesia desarrollada a lo largo de dos mil años, dio de ella una «definición más meditada», ilustrando, ante todo, su naturaleza mistérica, es decir, su «realidad penetrada por la presencia divina y, por esto, siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones» (Pablo VI, Discurso de inauguración de la segunda sesión, 29 de septiembre de 1963). Ahora bien, la Iglesia, que tiene su origen en el Dios trinitario, es un misterio de comunión. En cuanto comunión, la Iglesia no es una realidad solamente espiritual, sino que vive en la historia, por decirlo así, en carne y hueso. El concilio Vaticano II la describe «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Y la esencia del sacramento es precisamente que en lo visible se palpa lo invisible, que lo visible palpable abre la puerta a Dios mismo.

Hemos dicho que la Iglesia es una comunión, una comunión de personas que, por la acción del Espíritu Santo, forman el pueblo de Dios, que es al mismo tiempo el Cuerpo de Cristo. Reflexionemos un poco sobre estas dos palabras clave. El concepto de «pueblo de Dios» nació y se desarrolló en el Antiguo Testamento: para entrar en la realidad de la historia humana, Dios eligió a un pueblo determinado, el pueblo de Israel, para que fuera su pueblo. La intención de esta elección particular es llegar a muchos a través de pocos, y desde muchos a todos. Con otras palabras, la intención de la elección particular es la universalidad. A través de este pueblo Dios entra realmente, de modo concreto, en la historia. Y esta apertura a la universalidad se realizó en la cruz y en la resurrección de Cristo. En la cruz -así dice san Pablo-, Cristo derribó el muro de separación. Dándonos su Cuerpo, nos reúne en su Cuerpo para hacer de nosotros uno. En la comunión del «Cuerpo de Cristo» todos llegamos a ser un solo pueblo, el pueblo de Dios, donde -por citar de nuevo a san Pablo- todos somos uno y ya no hay distinción, diferencia, entre griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y hebreo, sino que Cristo es todo en todos. Él derribó el muro de separación entre los pueblos, las razas y las culturas: todos estamos unidos en Cristo.

Así, vemos que los dos conceptos -«pueblo de Dios» y «Cuerpo de Cristo»- se completan y forman juntos el concepto neotestamentario de Iglesia. Y mientras «pueblo de Dios» expresa la continuidad de la historia de la Iglesia, «Cuerpo de Cristo» manifiesta la universalidad inaugurada en la cruz y en la resurrección del Señor. Por tanto, para nosotros, los cristianos, «Cuerpo de Cristo» no sólo es una imagen, sino también un verdadero concepto, porque Cristo nos entrega su Cuerpo real, no sólo una imagen. Resucitado, Cristo nos une a todos en el Sacramento para convertirnos en un único cuerpo. Por eso los conceptos de «pueblo de Dios» y «Cuerpo de Cristo» se completan: en Cristo llegamos a ser realmente el pueblo de Dios. Y en consecuencia «pueblo de Dios» significa «todos»: desde el Papa hasta el último niño bautizado. La primera plegaria eucarística, el llamado Canon romano, escrito en el siglo iv, distingue entre «tus siervos» y «plebs tua sancta»; por tanto, si se quiere distinguir, se habla de «siervos» y plebs sancta, mientras que el término «pueblo de Dios» expresa a todos juntos en su ser común la Iglesia.

Después del concilio Vaticano II esta doctrina eclesiológica ha tenido amplia acogida y, gracias a Dios, en la comunidad cristiana han madurado muchos frutos buenos. Sin embargo, debemos recordar también que la recepción de esta doctrina en la práctica y su consiguiente asimilación en el entramado de la conciencia eclesial, no se han realizado siempre y en todas partes sin dificultad y según una correcta interpretación. Como aclaré en el discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005, una corriente de interpretación, apelando a un presunto «espíritu del Concilio», ha intentado establecer una discontinuidad, e incluso una contraposición, entre la Iglesia anterior y la Iglesia posterior al Concilio, superando a veces los mismos confines que existen objetivamente entre el ministerio jerárquico y las responsabilidades de los laicos en la Iglesia.

La noción de «pueblo de Dios», en particular, fue interpretada por algunos según una visión puramente sociológica, desde una perspectiva casi exclusivamente horizontal, que excluía la referencia vertical a Dios. Esta posición contrasta totalmente con la letra y el espíritu del Concilio, que no quiso una ruptura, otra Iglesia, sino una verdadera y profunda renovación, en la continuidad del único sujeto Iglesia, que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre idéntico, único sujeto del pueblo
de Dios en peregrinación.

En segundo lugar, es preciso reconocer que el despertar de energías espirituales y pastorales durante estos años no ha producido siempre el incremento y el desarrollo deseados. Debemos constatar que en algunas comunidades eclesiales, después de un período de fervor e iniciativas, se ha sucedido un tiempo de debilitamiento del compromiso, una situación de cansancio, a veces casi de estancamiento, incluso de resistencia y contradicción entre la doctrina conciliar y diversos conceptos formulados en nombre del Concilio, pero en realidad opuestos a su espíritu y a su letra. También por esta razón, al tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo se dedicó la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos de 1987.

Este hecho nos dice que las luminosas páginas que el Concilio dedicó al laicado aún no habían sido traducidas y realizadas suficientemente en la conciencia de los católicos y en la práctica pastoral. Por una parte, existe todavía la tendencia a identificar unilateralmente la Iglesia con la jerarquía, olvidando la responsabilidad común, la misión común del pueblo de Dios, que somos todos nosotros en Cristo. Por otra, persiste también la tendencia a concebir el pueblo de Dios, como ya he dicho, según una idea puramente sociológica o política, olvidando la novedad y la especificidad de ese pueblo, que sólo se convierte en pueblo en la comunión con Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, ahora tenemos que preguntarnos: ¿En qué situación se encuentra nuestra diócesis de Roma? ¿En qué medida se reconoce y favorece la responsabilidad pastoral de todos, en particular la de los laicos? Durante los siglos pasados, gracias al generoso testimonio de muchos bautizados que han dedicado su vida a educar en la fe a las nuevas generaciones, a cuidar a los enfermos y socorrer a los pobres, la comunidad cristiana ha anunciado el Evangelio a los habitantes de Roma.

Esta misma misión se nos confía a nosotros hoy, en situaciones diversas, en una ciudad donde muchos bautizados han perdido el camino de la Iglesia, y los que no son cristianos no conocen la belleza de nuestra fe. El Sínodo diocesano, promovido por mi amado predecesor Juan Pablo II, fue una receptio efectiva de la doctrina conciliar, y el Libro del Sínodo comprometió a la diócesis a ser cada vez más Iglesia viva y activa en el corazón de la ciudad, a través de la acción coordinada y responsable de todos sus componentes.

La Misión ciudadana, que siguió en preparación al gran jubileo del año 2000, permitió a nuestra comunidad eclesial tomar conciencia de que el mandato de evangelizar no implica sólo a algunos bautizados, sino a todos. Fue una experiencia positiva que contribuyó a hacer madurar en las parroquias, en las comunidades religiosas, en las asociaciones y en los movimientos, la conciencia de pertenecer al único pueblo de Dios que, según las palabras del apóstol san Pedro, «Dios se ha adquirido para anunciar sus maravillas» (cf. 1 P 2, 9). Por eso queremos dar gracias esta tarde.

Aún queda mucho camino por recorrer. Demasiados bautizados no se sienten parte de la comunidad eclesial y viven al margen de ella, dirigiéndose a las parroquias sólo en algunas circunstancias para recibir servicios religiosos. En proporción al número de habitantes de cada parroquia, todavía son pocos los laicos que, aun declarándose católicos, están dispuestos a trabajar en los diversos campos apostólicos. Ciertamente, no faltan dificultades de orden cultural y social, pero, fieles al mandato del Señor, no podemos resignarnos a conservar lo que tenemos. Confiando en la gracia del Espíritu, que Cristo resucitado nos ha garantizado, debemos reanudar el camino con renovado impulso.

¿Qué caminos podemos recorrer? En primer lugar, es preciso renovar el esfuerzo en favor de una formación más atenta y conforme a la visión de Iglesia de la que he hablado, tanto por parte de los sacerdotes como de los religiosos y laicos. Comprender cada vez mejor qué es esta Iglesia, este pueblo de Dios en el Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, es necesario mejorar los planes pastorales para que, respetando las vocaciones y las funciones de los consagrados y de los laicos, se promueva gradualmente la corresponsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios. Esto exige un cambio de mentalidad, en particular por lo que respecta a los laicos, pasando de considerarlos «colaboradores» del clero a reconocerlos realmente como «corresponsables» del ser y actuar de la Iglesia, favoreciendo la consolidación de un laicado maduro y comprometido.

Esta conciencia de ser Iglesia, común a todos los bautizados, no disminuye la responsabilidad de los párrocos. Precisamente a vosotros, queridos párrocos, os corresponde promover el crecimiento espiritual y apostólico de quienes ya son asiduos y están comprometidos en las parroquias: ellos son el núcleo de la comunidad que se convertirá en fermento para los demás. Para que dichas comunidades, aunque a veces sean pequeñas numéricamente, no pierdan su identidad y su vigor, es necesario educarlas en la escucha orante de la Palabra de Dios, a través de la práctica de la lectio divina, recomendada fervientemente por el reciente Sínodo de los obispos.

Alimentémonos realmente de la escucha, de la meditación de la Palabra de Dios. Nuestras comunidades deben tener siempre clara conciencia de que son «Iglesia», porque Cristo, Palabra eterna del Padre, las convoca y las convierte en su pueblo. La fe, por una parte, es una relación profundamente personal con Dios, pero, por otra, posee un componente comunitario esencial, y ambas dimensiones son inseparables. Así, también los jóvenes, que están más expuestos al creciente individualismo de la cultura contemporánea, la cual conlleva como consecuencias inevitables el debilitamiento de los vínculos interpersonales y la disminución del sentido de pertenencia, podrán experimentar la belleza y la alegría de ser y sentirse Iglesia. Por la fe en Dios estamos unidos en el Cuerpo de Cristo; todos somos uno en el mismo Cuerpo; así, precisamente creyendo de modo profundo, podemos vivir también la comunión entre nosotros y superar la soledad del individualismo.

Si la Palabra convoca a la comunidad, la Eucaristía la transforma en un cuerpo: «Porque aun siendo muchos -escribe san Pablo-, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 17). Por tanto, la Iglesia no es el resultado de una suma de individuos, sino una unidad entre quienes se alimentan de la única Palabra de Dios y del único Pan de vida. La comunión y la unidad de la Iglesia, que nacen de la Eucaristía, son una realidad de la que debemos tener cada vez mayor conciencia, también cuando recibimos la sagrada Comunión; debemos ser cada vez más conscientes de que entramos en unidad con Cristo, y así llegamos a ser uno entre nosotros. Debemos aprender siempre de nuevo a conservar esta unidad y defenderla de rivalidades, controversias y celos, que pueden nacer dentro de las comunidades eclesiales y entre ellas.

En particular, quiero pedir a los movimientos y a las comunidades surgidos después del Vaticano II, que también en nuestra diócesis son un don valioso que debemos agradecer siempre al Señor, quiero pedir a estos movimientos que, repito, son un don, que se preocupen siempre de que sus itinerarios formativos lleven a sus miembros a madurar un verdadero sentido de pertenencia a la comunidad parroquial. El centro de la vida de la parroquia, como he dicho, es la Eucaristía, y en particular la celebración dominical. Si la unidad de la Iglesia nace del encuentro con el Señor, no es secundario que se cuide mucho la adoración y la celebración de la Eucaristía, permitiendo que los que participan en ellas experimenten la belleza del misterio de Cristo. Dado que la belleza de la liturgia «no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor
de Dios en Cristo» (Sacramentum caritatis, 35), es importante que la celebración eucarística manifieste, comunique, a través de los signos sacramentales, la vida divina y revele a los hombres y a las mujeres de esta ciudad el verdadero rostro de la Iglesia.

El crecimiento espiritual y apostólico de la comunidad lleva, además, a promover su ampliación mediante una convencida acción misionera. Por tanto, esforzaos por revitalizar en todas las parroquias, como en el tiempo de la Misión ciudadana, los pequeños grupos o centros de escucha de fieles que anuncian a Cristo y su Palabra, lugares donde sea posible experimentar la fe, practicar la caridad y organizar la esperanza. Esta articulación de las grandes parroquias urbanas a través de la multiplicación de pequeñas comunidades permite una actividad misionera más vasta, que tiene en cuenta la densidad de la población, su fisonomía social y cultural, a menudo notablemente diversa. Sería importante que este método pastoral tuviera una aplicación eficaz también en los lugares de trabajo, que hoy se deben evangelizar con una pastoral de ambiente bien pensada, pues por la notable movilidad social la población pasa en ellos gran parte de su jornada.

Por último, no hay que olvidar el testimonio de la caridad, que une los corazones y abre a la pertenencia eclesial. A la pregunta de cómo se explica el éxito del cristianismo de los primeros siglos, la elevación de una presunta secta judía al rango de religión del Imperio, los historiadores responden que fue sobre todo la experiencia de la caridad de los cristianos lo que convenció al mundo. Vivir la caridad es la forma primaria de la actividad misionera. La Palabra anunciada y vivida resulta creíble si se encarna en comportamientos de solidaridad, de compartir, en gestos que muestran a Cristo como verdadero Amigo del hombre.

Ojalá que el testimonio silencioso y diario de caridad que dan las parroquias gracias al compromiso de numerosos fieles laicos siga extendiéndose cada vez más, para que quienes viven en el sufrimiento sientan cercana a la Iglesia y experimenten el amor del Padre, rico en misericordia. Por tanto, sed «buenos samaritanos», dispuestos a curar las heridas materiales y espirituales de vuestros hermanos. Los diáconos, conformados mediante la ordenación a Cristo siervo, podrán prestar un servicio útil en la promoción de una renovada atención a las antiguas y nuevas formas de pobreza. Pienso, además, en los jóvenes. Queridos jóvenes, os invito a poner al servicio de Cristo y del Evangelio vuestro entusiasmo y vuestra creatividad, convirtiéndoos en apóstoles de vuestros coetáneos, dispuestos a responder generosamente al Señor si os llama a seguirlo más de cerca en el sacerdocio o en la vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas, el futuro del cristianismo y de la Iglesia en Roma también depende del compromiso y del testimonio de cada uno de nosotros. Por esto invoco la intercesión materna de la Virgen María, venerada desde hace siglos en la basílica de Santa María la Mayor como Salus populi romani. Que, como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo en espera de Pentecostés, nos acompañe también a nosotros y nos impulse a mirar con confianza al futuro. Con estos sentimientos, a la vez que os agradezco vuestro continuo trabajo, os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial.

[Traducción distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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