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Ilustres señores
gentiles señores
Estoy contento de acogerles en esta Audiencia especial, que tiene lugar con ocasión del Congreso Nacional de la Sociedad Italiana de Cirugía. Dirijo a todos y a cada uno mi cordial saludo, reservando un agradecimiento especial al profesor Gennaro Nuzzo por las palabras con que ha expresado los sentimientos comunes y ha ilustrado los trabajos del Congreso, que tratan sobre un tema de importancia fundamental. En el centro de vuestro Congreso Nacional está esta prometedora y comprometedora afirmación: “Por una cirugía que respete al enfermo”. Con razón se habla hoy, en un tiempo de gran progreso tecnológico, de la necesidad de humanizar la medicina, desarrollando esos gestos del comportamiento médico que mejor responden a la dignidad de la persona enferma a la que se presta servicio. La misión específica que califica a vuestra profesión médica y quirúrgica está constituida por perseguir tres objetivos: curar a la persona enferma o al menos intentar incidir de forma eficaz en la evolución de la enfermedad; aliviar los síntomas dolorosos que la acompañan, sobre todo cuando está en fase avanzada; y cuidar de la persona enferma en todas sus expectativas humanas.
En el pasado a menudo se consideraba suficiente aliviar el sufrimiento de la persona enferma, no pudiendo frenar el curso del mal y mucho menos curarlo. En el siglo pasado el desarrollo de la ciencia y de la técnica quirúrgica han permitido intervenir con cada vez más éxito en las circunstancias del enfermo. Así la curación, que anteriormente era sólo una posibilidad marginal, hoy es una perspectiva normalmente realizable, hasta el punto de reclamar sobre sí la atención casi exclusiva de la medicina contemporánea. Sin embargo, surge un nuevo riesgo en este escenario: el de abandonar al paciente cuando se advierte la imposibilidad de obtener resultados apreciables. Sigue siendo cierto, en cambio, que aunque no existan perspectivas de curación, aún se puede hacer mucho por el enfermo: se puede aliviar su sufrimiento, sobre todo acompañándole en su camino, mejorando en lo posible sus condiciones de vida. No es algo que haya que minusvalorar, porque todo paciente, también el incurable, lleva en sí un valor incondicional, una dignidad digna de ser honrada. El respeto de la dignidad humana, de hecho, exige el respeto incondicional de cada ser humano, nacido o no nacido, sano o enfermo, sea cual sea la condición en que se encuentre.
Desde esta perspectiva, cobra especial relevancia la relación de confianza mutua que se instaura entre médico y paciente. Gracias a esta relación de confianza el médico, escuchando al paciente, puede reconstruir su historia clínica y entender cómo vive su enfermedad. También en el contexto de esta relación, sobre la base de la estimación recíproca y de compartir la persecución de objetivos realistas, es donde se puede definir el plan terapéutico: un plan que puede llevar a intervenciones audaces para salvar la vida o más bien a la decisión de contentarse con los medios ordinarios que ofrece la medicina. Cuando el médico se comunica con el paciente directa o indirectamente, de forma verbal o no verbal, desarrolla un notable influjo sobre él: puede motivarle, sostenerle, movilizarle, e incluso potenciar sus recursos físicos y mentales, o al contrario, puede debilitarle y frustrar sus exsfuerzos, reduciendo así la misma eficacia de los tratamientos practicados. Se debe buscar por tanto una verdadera alianza terapéutica con el paciente, haciendo uso de esa específica racionalidad clínica que permite al médico darse cuenta de cuál es el modo más adecuado de comunicar con cada paciente. Esta estrategia comunicativa buscará sobre todo sostener, siempre en el respeto de la verdad de los hechos, la esperanza, elemento esencial del contexto terapéutico. Es bueno no olvidar nunca que son precisamente estas cualidades humanas las que, más allá de la competencia profesional en sentido estricto, aprecia el paciente del médico. Quiere ser mirado con benevolencia, no solo examinado; quiere ser escuchado, no solo expuesto a diagnosis sofisticadas; quiere percibir con seguridad que está presente en la mente y en el corazón del médico que le cura.
También la insistencia con que hoy se subraya la autonomía individual del paciente debe orientarse a promover un acercamiento al enfermo que no le considere como antagonista, sino como colaborador activo y responsable del tratamiento terapéutico. Es necesario mirar con sospecha a cualquier tentativa de entrometerse desde fuera en esta delicada relación entre médico y paciente. Por un lado, es innegable que hay que respetar la autodeterminación del paciente, sin olvidar que la exaltación individualista de la autonomía acaba por llevar a una lectura no realista, y ciertamente empobrecida, de la realidad humana. Por otra, la responsabilidad profesional del médico debe llevarle a proponer un tratamiento que mire al verdadero bien del paciente, con la conciencia de que su competencia específica lo pone en grado, generalmente, de evaluar la situación mejor que el propio paciente.
La enfermedad, por otro lado, se manifiesta dentro de una historia humana precisa, y se proyecta sobre el futuro del paciente y de su ambiente familiar. En los contextos altamente tecnologizados de la sociedad actual, el paciente corre el riesgo de ser en cierta forma “cosificado”. Se encuentra de hecho sometido a reglas y prácticas que son a menudo extrañas a su forma de ser. En nombre de las exigencias de la ciencia, de la técnica y de la organización de la asistencia sanitaria, su habitual estilo de vida resulta alterado. En cambio, es muy importante no sacar de la relación terapéutica el contexto existencial del paciente, en particular a su familia. Por esto es necesario promover el sentido de responsabilidad de los familiares hacia su ser querido: es un elemento importante para evitar la ulterior alienación que éste, casi inevitablemente, sufre cuando se confía a una medicina altamente tecnologizada pero privada de una vibración humana suficiente.
En vosotros, por tanto, queridos cirujanos, recae en gran medida la responsabilidad de ofrecer una cirugía verdaderamente respetuosa con la persona del enfermo. Es un deber en sí fascinante, aunque también muy comprometido. El Papa, precisamente por su misión de Pastor, os está cercano y os sostiene con su oración. Con estos sentimientos, augurándoos el mayor éxito en vuestro trabajo, os imparto de corazón a vosotros y vuestros seres queridos la Bendición Apostólica.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]