CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 21 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los políticos y al Cuerpo Diplomático el 7 de septiembre en la residencia imperial de Hofburg, durante su visita pastoral a Viena
* * * Estimado señor presidente federal;
estimado señor canciller federal;
ilustres miembros del Gobierno federal;
honorables diputados del Parlamento nacional y miembros del Senado federal;
ilustres presidentes regionales;
estimados representantes del Cuerpo diplomático;
ilustres señoras y señores:
Introducción
Es para mí una gran alegría y un honor encontrarme hoy con usted, señor presidente federal, y con los miembros del Gobierno federal, así como con los representantes de la vida política y pública de la República de Austria. Este encuentro en la residencia de Hofburg refleja las buenas relaciones, marcadas por la confianza recíproca, que existen entre su país y la Santa Sede, de las que ha hablado usted, señor presidente. Por eso me alegro vivamente.
Las relaciones entre la Santa Sede y Austria forman parte de la vasta red de relaciones diplomáticas, en las que Viena constituye una importante encrucijada, pues aquí tienen su sede también numerosas organizaciones internacionales. Me complace la presencia de tantos representantes diplomáticos, a quienes saludo cordialmente. Os agradezco, señoras y señores embajadores, vuestro compromiso no sólo al servicio de los países que representáis y de sus intereses, sino también al servicio de la causa común de la paz y el entendimiento entre los pueblos.
Austria
Esta es mi primera visita como Obispo de Roma y Pastor supremo de la Iglesia católica universal a este país, que, sin embargo, ya conozco desde hace mucho tiempo por mis numerosas visitas anteriores. Para mí —permitidme decirlo— es realmente una gran alegría estar aquí. Tengo aquí muchos amigos y, como vecino bávaro, el estilo de vida de Austria y sus tradiciones me son familiares. Mi gran predecesor, de venerada memoria, el Papa Juan Pablo II visitó Austria tres veces. Cada vez fue recibido muy cordialmente por los habitantes de este país, sus palabras fueron escuchadas con atención y sus viajes apostólicos han dejado huellas imborrables.
En los últimos años y décadas, Austria ha logrado grandes éxitos, que incluso hace dos generaciones nadie hubiera soñado. Vuestro país no sólo ha experimentado un notable progreso económico, sino que también ha desarrollado una convivencia social ejemplar, que se puede resumir con la expresión «solidaridad social». Los austriacos, con razón, se sienten agradecidos por ello, y no sólo lo manifiestan abriendo su corazón a los pobres y necesitados de su país, sino también siendo generosos al mostrar solidaridad con ocasión de catástrofes y desastres en el mundo. Las grandes iniciativas de Licht ins Dunkel («Luz en la oscuridad») antes de Navidad, y Nachbar in Not («Vecino necesitado») constituyen un elocuente testimonio de esos sentimientos.
Austria y la ampliación de la Unión europea
Nos encontramos en un lugar histórico, que durante siglos fue sede del gobierno de un Imperio que abarcaba vastas áreas de Europa central y oriental. Este lugar y este momento nos brindan una ocasión providencial para dirigir nuestra mirada a toda la Europa actual. Tras los horrores de la guerra y las traumáticas experiencias del totalitarismo y la dictadura, Europa emprendió el camino hacia una unidad del continente capaz de asegurar un orden duradero de paz y justo desarrollo. La dolorosa división que partió el continente durante décadas ha sido superada políticamente, pero la unidad está aún, en gran parte, por realizar en la mente y en el corazón de las personas. Aunque después de la caída del telón de acero, en 1989, algunas esperanzas excesivas quedaron defraudadas, y en algunos aspectos se pueden formular críticas justificadas contra algunas instituciones europeas, el proceso de unificación se puede considerar un logro de gran alcance, que ha traído un período de paz, desde hacía mucho tiempo desconocido, a este continente, antes desgarrado por continuos conflictos y fatales guerras fratricidas.
Para los países de Europa central y oriental, en particular, la participación en ese proceso es un incentivo ulterior para consolidar dentro de sus fronteras la libertad, el estado de derecho y la democracia. A este respecto, quiero recordar la contribución que dio mi predecesor el Papa Juan Pablo II a este proceso histórico. También Austria, como país puente, al encontrarse en el confín entre Occidente y Oriente, ha contribuido en gran medida a esta unión y además —no debemos olvidarlo— se ha beneficiado mucho de ella.
Europa
La «casa europea», como solemos llamar a la comunidad de este continente, sólo será para todos un buen lugar para vivir si se construye sobre un sólido fundamento cultural y moral de valores comunes tomados de nuestra historia y de nuestras tradiciones. Europa no puede y no debe renegar de sus raíces cristianas, que representan un componente dinámico de nuestra civilización mientras avanzamos por el tercer milenio. El cristianismo ha modelado profundamente este continente, como lo atestiguan en todos los países, particularmente en Austria, no sólo las numerosas iglesias y los importantes monasterios. La fe se manifiesta sobre todo en las innumerables personas a las que, a lo largo de la historia hasta hoy, ha impulsado a una vida de esperanza, amor y misericordia. Mariazell, el gran santuario nacional de Austria, es también un lugar de encuentro para varios pueblos de Europa. Es uno de los lugares en donde los hombres han encontrado, y siguen encontrando, la «fuerza de lo alto» para una vida recta.
En estos días, el testimonio de la fe cristiana en el centro de Europa se manifiesta también en la «III Asamblea ecuménica europea» que se está celebrando en Sibiu-Hermannstadt (Rumania), cuyo lema es: «La luz de Cristo ilumina a todos los hombres. Esperanza de renovación y unidad en Europa». Viene espontáneamente a la memoria el recuerdo del Katholikentag centro-europeo, que en el año 2004, con el tema: «Cristo, esperanza de Europa», congregó a numerosos creyentes en Mariazell.
Hoy se habla a menudo del modelo de vida europeo. Con esa expresión se alude a un orden social que combina eficacia económica con justicia social, pluralismo político con tolerancia, liberalidad con apertura; pero también significa conservación de valores que otorgan a este continente su característica peculiar. Este modelo, con los condicionamientos de la economía moderna, afronta un gran desafío. La —a menudo citada— globalización no se puede detener, pero la política tiene la tarea urgente y la gran responsabilidad de regularla y limitarla para evitar que se realice a expensas de los países más pobres y, en los países ricos, de las personas pobres, y que vaya en detrimento de las futuras generaciones.
Ciertamente, como sabemos, Europa también ha vivido y sufrido terribles caminos equivocados. Entre ellos: restricciones ideológicas de la filosofía, de la ciencia y también de la fe; el abuso de la religión y la razón con fines imperialistas; la degradación del hombre mediante un materialismo teórico y práctico; y, por último, la degeneración de la tolerancia en una indiferencia sin referencias a valores permanentes. Pero Europa también se ha caracterizado por una capacidad de autocrítica que la distingue y cualifica en el vasto panorama de las culturas del mundo.
La vida
Fue en Europa donde se formuló por primera vez la noción de derechos humanos. El derecho humano fundamental, el presupuesto de todos los demás derechos, es el derecho a la vida misma. Esto vale para la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. En consecuencia, el aborto no puede ser
un derecho humano; es exactamente lo opuesto. Es una «profunda herida social», como destacaba continuamente nuestro difunto hermano el cardenal Franz König.
Al afirmar esto, no expreso solamente una preocupación de la Iglesia. Más bien, quiero actuar como abogado de una petición profundamente humana y portavoz de los niños por nacer, que no tienen voz. No cierro los ojos ante los problemas y los conflictos que experimentan muchas mujeres, y soy consciente de que la credibilidad de mis palabras depende también de lo que la Iglesia misma hace para ayudar a las mujeres que atraviesan dificultades.
En este contexto, hago un llamamiento a los líderes políticos para que no permitan que los hijos sean considerados una especie de enfermedad, y para que en vuestro ordenamiento jurídico no sea abolida, en la práctica, la calificación de injusticia atribuida al aborto. Lo digo impulsado por la preocupación por los valores humanos. Pero este es sólo un aspecto de lo que nos preocupa. El otro es la necesidad de hacer todo lo posible para que los países europeos estén nuevamente dispuestos a acoger a los niños. Impulsad a los jóvenes a fundar nuevas familias en el matrimonio y a convertirse en madres y padres. De este modo, no sólo les haréis un bien a ellos mismos, sino también a toda la sociedad. También apoyo decididamente vuestros esfuerzos políticos por fomentar condiciones que permitan a las parejas jóvenes criar a sus hijos. Pero todo ello no serviría de nada si no logramos crear nuevamente en nuestros países un clima de alegría y confianza en la vida, en el que los niños no sean considerados una carga, sino un don para todos.
Otra gran preocupación que tengo es el debate sobre lo que se ha llamado «ayuda activa a morir». Existe el temor de que, algún día, sobre las personas gravemente enfermas se ejerza una presión tácita o incluso explícita para que soliciten la muerte o se la procuren ellos mismos. La respuesta adecuada al sufrimiento del final de la vida es una atención amorosa y el acompañamiento hacia la muerte —especialmente con la ayuda de los cuidados paliativos— y no la «ayuda activa a morir».
Sin embargo, para realizar un acompañamiento humano hacia la muerte hacen falta reformas estructurales en todos los campos del sistema sanitario y social, y la organización de estructuras para los cuidados paliativos. También se deben tomar medidas concretas para el acompañamiento psicológico y pastoral de las personas gravemente enfermas y de los moribundos, de sus parientes, de los médicos y del personal sanitario. En este campo el «Hospizbewegung» está realizando una buena labor. Sin embargo, la totalidad de esas tareas no puede delegarse solamente a ellos. Muchas otras personas deben estar dispuestas —o ser impulsadas a esa disponibilidad— a dedicar tiempo e incluso recursos a la asistencia amorosa de los enfermos graves y de los moribundos.
El diálogo de la razón
Por último, también forma parte de la herencia europea una tradición de pensamiento que considera esencial una correspondencia sustancial entre fe, verdad y razón. Aquí, en definitiva, se trata de ver si la razón está al principio de todas las cosas y en su fundamento, o si no es así. Se trata de ver si la realidad tiene su origen en la casualidad y la necesidad y, por tanto, si la razón es un producto casual secundario de lo irracional y si, en el océano de la irracionalidad, se convierte, en fin de cuentas, en algo sin sentido; o si es verdad, en cambio, lo que constituye la convicción de fondo de la fe cristiana: «In principio erat Verbum», «En el principio era la Palabra», es decir, en el origen de todas las cosas está la Razón creadora de Dios, que decidió comunicarse a nosotros, los seres humanos.
Permitidme citar, en este contexto, a Jürgen Habermas, un filósofo que no profesa la fe cristiana, el cual afirma: «Para la auto-conciencia normativa del tiempo moderno, el cristianismo no ha sido solamente un catalizador. El universalismo igualitario, del que brotaron las ideas de libertad y de convivencia solidaria, es una herencia directa de la justicia judía y de la ética cristiana del amor. Esta herencia, sustancialmente inalterada, ha sido siempre hecha propia de modo crítico y nuevamente interpretada. Hasta hoy no existe una alternativa a ella».
Las tareas de Europa en el mundo
Sin embargo, por el carácter único de su vocación, Europa tiene también una responsabilidad única en el mundo. A este respecto, ante todo no debe renunciar a sí misma. Europa, que desde el punto de vista demográfico está envejeciendo rápidamente, no debe convertirse en un continente viejo espiritualmente. Además, será cada vez más consciente de sí misma si asume la responsabilidad que le corresponde en el mundo por su singular tradición espiritual, por sus extraordinarios recursos y por su gran poder económico. Por tanto, la Unión europea debe desempeñar un papel destacado en la lucha contra la pobreza en el mundo y en el compromiso en favor de la paz.
Con gratitud podemos constatar que los países de Europa y la Unión europea son de los que más contribuyen al desarrollo internacional, pero también deberían hacer sentir su importancia política, por ejemplo, ante los urgentísimos desafíos que plantea África, las inmensas tragedias de ese continente, como el flagelo del sida, la situación en Darfur, la injusta explotación de los recursos naturales y el preocupante tráfico de armas.
Asimismo, los esfuerzos diplomáticos o políticos de Europa y de los países que la integran no pueden descuidar la situación siempre grave de Oriente Próximo, en donde resulta necesaria la contribución de todos para promover la renuncia a la violencia, el diálogo recíproco y una auténtica coexistencia pacífica. También deben seguir mejorando las relaciones de Europa con las naciones de América Latina y con las del continente asiático, mediante oportunos vínculos de intercambio.
Conclusión
Estimado señor presidente federal; ilustres señoras y señores, Austria es un país colmado de bendiciones: una gran belleza natural que, año tras año, atrae a millones de personas para sus vacaciones; una extraordinaria riqueza cultural, creada y acumulada por muchas generaciones; y numerosas personas dotadas de talento artístico y de gran capacidad creativa. Por doquier se pueden ver los frutos de la diligencia y de las habilidades de la población que trabaja. Este es un motivo de gratitud y de sano orgullo. Pero, ciertamente, Austria no es una «isla feliz», y no se considera así. La autocrítica siempre es útil y, desde luego, es muy común en Austria. Un país que ha recibido mucho, también debe dar mucho. Puede contar en gran medida con sus propios recursos, pero también debe exigirse a sí mismo cierta responsabilidad con respecto a los países vecinos, a Europa y al mundo.
Mucho de lo que Austria es y posee, se lo debe a la fe cristiana y a su beneficiosa eficacia sobre las personas. La fe ha modelado profundamente el carácter de este país y a su gente. Por eso, todos deben tener la preocupación de no permitir que un día en este país sólo las piedras hablen del cristianismo. Sin una intensa fe cristiana, Austria ya no sería Austria.
A vosotros y a todos los austriacos, especialmente a los ancianos y los enfermos, así como a los jóvenes, que tienen aún la vida por delante, deseo la esperanza, la confianza, la alegría y la bendición de Dios. Muchas gracias.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
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