Homilía del cardenal Rouco Varela en el funeral de monseñor Romero Pose

«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?»

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Homilía del cardenal Rouco Varela en el funeral de monseñor Romero Pose
«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?»

MADRID, lunes, 26 marzo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este lunes el cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, en la Misa «corpore insepulto» de monseñor Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid y teólogo de prestigio internacional, en la catedral de La Almudena.

* * *

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

«Dios hace, el hombre se deja hacer»

Estas palabras de san Ireneo, que Monseñor Eugenio Romero Pose escogió como lema de su ministerio episcopal, se han cumplido plenamente en el trance de su muerte acaecida en la madrugada del V Domingo de Cuaresma. Dios, el Creador y Redentor, ha actuado en su vida y en su muerte, ha realizado una historia de amor y de salvación para con él, le ha dado a gustar con Cristo el cáliz de su pasión, y, purificado como los justos en el crisol de la prueba, le ha llamado a la casa paterna para que descanse eternamente en su paz. Don Eugenio se ha dejado hacer: ha acogido la voluntad del Señor en su vida y en su muerte sin ofrecer resistencia a lo que el Señor quería de él. «Que sepa aceptar lo que me envíe y que lo acepte queriéndolo de verdad», decía días antes de morir. Con fe inquebrantable en el amor de Dios, con la certeza de la resurrección de la carne, y con la tierna confesión de su amor a Cristo y a la Virgen, nuestro obispo auxiliar abrió de par en par las puertas de su corazón para que el Señor hiciera en él lo que sin duda ha sido el último paso de su conformación con Cristo antes de la ansiada resurrección de la carne. Ahora nos reunimos con fe y esperanza e invocamos, como él mismo lo hizo, la misericordia divina para que sea purificado de sus faltas y goce para siempre de la visión de Dios. La Palabra de Dios que hemos proclamado tiene el poder de la consolación, en estos momentos en que sus familiares, toda la diócesis, y yo mismo con mis obispos auxiliares, sentimos profundamente la pérdida de un hermano, un entrañable amigo, un fiel consejero y un pastor celoso que ha servido a la Iglesia sin otra pretensión que proclamar la verdad que nos salva y justifica nuestra vida. ¡Que Dios le premie como a servidor bueno y fiel!

«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?»

Al hombre no le resulta fácil alabar a Dios cuando llega la muerte. Siendo como es el último enemigo del hombre, la muerte nos provoca gran angustia y temor y todos quisiéramos vernos libres de su ineludible asechanza. El mismo Hijo de Dios, Jesucristo, suplicó con gran clamor y lágrimas verse libre de la muerte (cf. Heb 5,7-8), lo que no se le concedió porque debía «gustar la muerte por todos» (Heb 2,9). Precisamente por eso, la muerte es el lugar donde se hace más comprensible cantar las maravillas de Dios, que la ha vencido gracias al misterio insondable de la muerte de Cristo. Así lo hace san Pablo en el texto de la carta a los Romanos que hemos escuchado. El apóstol exalta el amor de Dios que, para salvarnos del poder de la muerte, «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros» (Rom 8,32).

Esta admirable paradoja, que cantaremos en la noche de Pascua –«para rescatar al esclavo entregaste al Hijo»– sólo se explica desde el amor de Dios, que ha querido vencer definitivamente la muerte del hombre permitiendo a su Hijo pasar por ella. Más aún que ha querido así que el hombre, superando la historia de su pecado y de su último fruto, la muerte, fuese capaz de vivir el amor más grande de Dios. «¿Quién nos apartará –se pregunta entonces san Pablo– del amor de Cristo? Nada ni nadie, ni siquiera la muerte. Nada ni nadie puede hacernos dudar del amor de Dios que ha permitido que su Hijo descendiera a la oscuridad de la muerte para iluminarla con la luz de la gloria. Don Eugenio vivía de esta convicción de fe recibida en el seno de una familia profundamente cristiana. Cultivó esta fe en los años de su formación para el sacerdocio y en sus estudios posteriores. Y, sobre todo, vivió de esta fe en los diversos ministerios que la Iglesia le encomendó y que realizó con sencillez y extraordinaria competencia. Su generosa entrega al ministerio episcopal de la que hemos sido testigos hasta que el último tramo de la enfermedad se lo ha impedido, ha sido un signo elocuente de que el amor de Cristo estaba en el fondo de sus motivaciones y de sus actividades apostólicas. La misma enfermedad, acogida y vivida con serena esperanza y firme paciencia, ha sido para él una ocasión para expresar el amor a Cristo reconociendo que sólo así podía servirle tal y como él se lo iba pidiendo. Su único temor era no responder al Señor como se merecía.

D. Eugenio había nacido y había sido bautizado en Baio, en la Provincia de la Coruña, cerca de las costas bravías del Finisterre, mirando a la América hermana, evangelizada por los misioneros de España. Ordenado sacerdote en nuestra querida Santiago de Compostela, conoció, vivió y promovió apasionadamente el Camino de Santiago como el itinerario de la fe apostólica del que desde el corazón de Galicia, el Sepulcro del Apóstol Santiago en su ciudad de Compostela, surgiría aquella Iglesia de “la Hispania” del primer Milenio, rica en mártires, padres y maestros insignes de la vida cristiana, monjes y santos y, con ella, España misma y la Europa de raíces cristianas. Todo su amor a Cristo y a su Iglesia, “la Católica” –en la expresión patrística tan preferida por él–, presidida en la caridad por el Sucesor de Pedro, lo volcó luego totalmente en sus diez años de servicio episcopal a nuestra muy querida Archidiócesis de Madrid, lugar de encuentro fraterno de españoles venidos de todos los rincones de la Patria común y también de Europa y de todo el mundo.

Igualmente valioso ha sido su servicio a toda la Iglesia en España, especialmente a través del delicado cargo de Presidente de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, que ejerció durante dos períodos con exquisita fidelidad al Magisterio de la Iglesia y al Santo Padre.

«Mi carne tiene ansia de ti»

Podemos decir, por tanto, que el amor de Cristo ha vencido la muerte en nuestro hermano Eugenio que ha pasado por ella con la confianza puesta en aquél que le amó y murió por él (cf. Gál 2,20). Si nos entristece el dolor de la separación, nos edifica y conforta el testimonio de su fe, que es fe en la resurrección de la carne. Sólo así, podemos entender el salmo interleccional en el que el justo expresa vivamente el deseo de su carne por ver a Dios. Ciertamente, Dios nos ha hecho para que tengamos sed de Él, para que vivamos con el ardiente deseo de verlo cara a cara, para contemplarlo con nuestra propia carne, como dice el salmista: «Mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». La vida del cristiano tiende, desde que recibe las aguas del bautismo, hacia esa meta de la visión de Dios que alcanzará su realización última en la resurrección de la carne.

Todos sabemos los esfuerzos que, tanto en su investigación y magisterio sobre los Santos Padres, como en la defensa valiente de la fe frente a posturas reduccionistas de la misma, hizo Don Eugenio para que esta verdad definitiva de la fe cristiana –la carne llamada a la gloria– estuviera siempre presente en la predicación, la catequesis y la enseñanza de la Iglesia. Ésta es, en efecto, la novedad cristiana: la resurrección de Cristo, y, gracias a ella, la de los creyentes unidos a él. Al dar sepultura hoy al cuerpo de nuestro hermano confesamos que un día también esta carne que enterramos en debilidad se saciará «como de enjundia y de manteca» con la visión de Dios; sus manos, que tantas bendiciones ha prodigado, se alzarán invocándole; y sus labios, que han proclamado con pa
sión y fidelidad las bellas palabras del evangelio, le «alabarán jubilosos» por toda la eternidad.

«Ahí tienes a tu hijo»

No temamos, pues, hermanos, la aparente arrogancia de la muerte que pretende imponerse como si fuera el fin de la vida humana. Contemplemos a María, al pie de la cruz, en estos momentos en que todos la necesitamos cercana y firme como Madre fuerte junto al dolor. La escena evangélica tiene lugar momentos antes de que su Hijo ponga en las manos del Padre su último aliento. María es, junto al árbol de la cruz, la nueva Eva que no se deja alagar por la tentación ni los engaños de la muerte, sino que, como Cristo, se deja atravesar por la espada de la prueba. Por eso es imagen de la Iglesia fiel que permanece junto al Crucificado, es decir, junto al que es escándalo y necedad para judíos y griegos. María sabe que allí está naciendo la vida, la Verdadera, que brota del costado abierto del Salvador. Sabe que allí tiene lugar la nueva creación. Sabe que allí culminará su vocación de Madre, no sólo de Cristo, sino de todos los que se llaman sus discípulos. Por eso, recibe a Juan, y en él a todos nosotros, como el que ocupará para siempre, en la tierra, el lugar de Cristo. «Mujer, ahí tienes a tu hijo». María recibe una maternidad universal en la muerte de su propio Hijo; podemos decir que, para llegar a ser Madre de toda la Iglesia, hubo de pasar por el trance de la muerte de su Hijo.

También hoy está al pie de nuestra cruz, aquí, en este valle de lágrimas donde ella permanece para siempre. Hoy ha muerto uno de sus muchos hijos, de los hijos nacidos del costado abierto del Redentor. Un hijo configurado a su Hijo con los sacramentos de la gracia, un hijo a quien Cristo llamó para asemejarle a Él mediante la plenitud del sacramento del Orden y ser así su imagen en medio de los hombres. Y hoy María se dirigirá sin duda a Cristo para decirle: Mira, aquí está uno de los que tú me diste al pie de la cruz, uno de los que te han costado la vida que diste por amor, uno de los que me han tenido en su casa como preciado tesoro y me han mirado con exquisita ternura y filial devoción, uno que antes de expirar pudo todavía decir «amo a Cristo, amo a la Virgen». Acógelo en la casa del Padre, ponlo junto a ti, pues es tuyo y te pertenece, y cumple así aquella vocación que me diste al pie de la cruz cuando de todos los tuyos me dijiste en Juan: «Ahí tienes a tu hijo».

Amén.

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ZENIT Staff

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