ROMA, miércoles, 22 noviembre 2006 (ZENIT.org).- El Concilio Vaticano II no fue una «invención» del Papa Juan Pablo II, sino «el instrumento valioso» para «interpretar en el surco de la tradición el papel al que había sido llamado» y «hacer avanzar a la Iglesia en su camino al paso con el mundo», sostiene Marco Roncalli, su sobrino nieto.
Autor de un libro publicado recientemente en italiano titulado «Giovanni XXIII –
Angelo Giuseppe Roncalli. Una vita nella storia» de la editorial Mondadori, Roncalli se detiene a analizar el enfoque dado por Juan XXII al último Concilio Ecuménico además de contar algunos aspectos interesantes de la figura y de la personalidad del «Papa Bueno».
La primera parte de esta entrevista concedida a Zenit fue publicada el martes, 21 de noviembre.
–¿Cuáles eran las reales expectativas del Pontífice respecto al Concilio Vaticano II?
–Marco Roncalli: En los últimos cuatro capítulos del libro me concentro precisamente en el Concilio. Basándome en nuevas fuentes cuento cómo germinó esta idea, cómo fue recibida, sigo la aventura del Vaticano II en la salida a la luz de la primera idea, en la fase que precedió a la preparación, en la preparatoria, en el inicio, dando cuenta también de una confrontación libre –lo que el Papa llamaba la santa libertad de los hijos de Dios– a la que asistió todo el mundo. Y me detengo en las ansiedades y los consuelos del Papa que cada día pensaba en el Concilio.
El Concilio no era una invención suya: era el instrumento valioso convalidado por la historia de la Iglesia que él conocida bien. El instrumento que le habría consentido interpretar en el surco de la tradición, pero abierto a la actualización, el papel al que había sido llamado; un instrumento que le habría permitido hacer avanzar a la Iglesia en su camino al paso con el mundo, interrogando a todo el episcopado implicado en el ejercicio de la colegialidad en una dilatada reflexión «universal».
Pero volvamos al inicio de todo. La idea del Concilio: como declararía, no había madurado dentro de él «como el fruto de una prolongada meditación, sino como la flor espontánea de una primavera inesperada». Habría por tanto aplicado a sí mismo aquella regla espiritual bastante familiar «de la absoluta sencillez en acoger las inspiraciones divinas y de una pronta sumisión a las exigencias apostólicas del momento presente».
«Para el anuncio del Concilio Ecuménico, Nos hemos escuchado una inspiración; Nos hemos considerado su espontaneidad, en la humildad de nuestra alma», dijo en un mensaje al clero veneciano.
Es verdad, contó con el aplauso del secretario de Estado, Domenico Tardini, como documenta el diario de este último, y quedan las declaraciones del cardenal Ruffini y de otros que sostienen –hecho plausible– que sugirieron al Papa la idea de un Concilio, una idea que por otra parte, según diversas declaraciones unívocas y concordantes, Roncalli había incluso manifestado repetidamente en los años de la delegación de Estambul a monseñor Righi, de la Nunciatura parisina a Jacquin del Institut Catholique, del patriarcado veneciano a monseñor Bortignon, e incluso al sobrino Privato Roncalli, mi padre.
Hay que recordar que la convocatoria de un Concilio había sido ya considerada al menos dos veces en el siglo XX, por Pío XI en 1923 (que luego la dejó a un lado esperando en una solución de la la «cuestión romana»), y por Pío XII (al que precisamente los cardenales Ruffini y Ottaviani habían preparado un memorándum que enumeraba las razones para una convocatoria).
Se trataba de dos esbozos, tenidos durante mucho tiempo rígidamente secretos, de los que, para el segundo, fue nombrado responsable general de todos los trabajos preparatorios monseñor Francesco Borgoncini Duca, un amigo de Roncalli que incluso podría haber hablado de ello con él, pero antes de 1954, año en que murió.
Y no es todo. Hubo también en el pasado otros prelados que apoyaban desde hacía tiempo como «necesidad» o como «auspicio» un Concilio, como monseñor Celso Constantini, autor de un largo dossier fechado el 15 de febrero de 1939 y recogido bajo el título «El Concilio. Sobre la conveniencia de convocar un Concilio Ecuménico».
Giovanni Papini, en el «Corriere della Sera», una semana después de las reflexiones de Constantini, escribió: «Nos gusta imaginar que el nuevo Pontífice proveerá a reabrir el Concilio Vaticano que el 20 de octubre de 1870 fue suspendido (…) Ahora que al Papa le fueron restituidas la independencia y la autoridad de soberano, una reanudación del Concilio, interrumpido desde hace setenta años, se produciría en un clima más moderado y sería acogida con grandísima alegría por los católicos de todo el mundo».
Y aquí llegamos al punto central: el significado que Juan XXIII quería dar, al menos en el enfoque, a «su» Concilio, algo que al comienzo no estaba todavía definido ni mucho menos, que fuera probablemente más pastoral que dogmático, pero pastoral no en sentido reductivo.
Deberá dar espacio para valorar todo. El Papa Roncalli, como ha testimoniado monseñor Dell’Acqua: «Nunca pensó en abrir y cerrar el Concilio Ecuménico. Quien pensara esto está fuera de la verdad. Repetidas veces el Papa Juan me dijo: “lo que importa es empezar: el resto, dejémoslo al Señor”; en cuántas otras circunstancias un Papa empezó un Concilio concluido por otro Papa. No estaba por tanto en sus intenciones apresurar las cosas».
Cuando lo anuncia por primera vez, obsérvese bien, escribe sobre el texto original de su puño y letra que invita a cada uno a orar por «un buen inicio, continuación y feliz éxito de estos propósitos de fuerte trabajo, para luz, edificación y alegría de todo el pueblo cristiano, como amable y renovada invitación a nuestros hermanos de las Iglesias separadas a participar con nosotros en este encuentro de gracia y fraternidad».
Y además, el evento del Concilio convocado por Juan XXIII, siguiendo las perspectivas precedentes y estando abierto al soplo del Espíritu, debería manifestar a la Iglesia y al mundo la santa libertad de los hijos de Dios, en el signo de una visión general de la vida menos defensiva, replegada sobre sí misma, más abierta a la confianza, al respeto, a la confrontación, a la corresponsabilidad, a los «signos de los tiempos».
Era también, mirándolo bien, una opción valerosa. Consciente de su edad, habría podido quedarse tranquilo entre bendiciones y canonizaciones, actividad ordinaria y algún documento, dejando a sus sucesores todos los problemas que cardenales y obispos le vertían sobre el escritorio, y sobreseyendo situaciones en continua evolución. En cambio, no. Lo afrontó todo y no por sí solo. Era su sensibilidad, eran sus estudios históricos: «Hace falta un Concilio». A su secretario le hizo una confidencia, con un «fundamento bíblico», para explicar su idea: «¿Jesús habló alguna vez con Pedro a solas? No, los otros discípulos estaban siempre presentes».
–¿En qué aspectos el Papa Juan XXIII fue profético?
–Marco Roncalli: Basta releer el discurso del 11 de octubre con el que inauguraba el Concilio Vaticano II, texto memorable por amplitud de horizonte e inspiración profética. ¿No se percibe en él, en su esencia, la fuerza de una religión que une? Tarea profética del Papa Juan fue sin embargo la de indicar la meta de la paz: urgente, improrrogable… Pensemos en su encíclica testamento, la «Pacem in Terris». Es él el que escribe, hablando de sí en ese texto «como vicario –aunque tan humilde e indigno– de quien el profético anuncio llama Príncipe de la Paz (cf. Is 9,6) tenemos el deber de gastar nuestras energías en el refuerzo de este bien. Pero la paz se queda sólo en sonido de palabras, si no está fundada en ese orden que el presente documento ha trazado
con confiada esperanza: orden fundado en la verdad, construido según justicia, vivificado e integrado por la caridad y puesto en acción en la libertad».
Juan Pablo II recordó después otro aspecto profético de esta encíclica: la necesidad de que se activase cuanto antes una autoridad pública internacional, establecida con el consenso de las naciones, capaz de promover «el bien común universal».
Ciertamente el organismo señalado por Juan XXIII, la Naciones Unidas, tiene todavía mucho camino por hacer. Pero no se puede decir que no fue una intuición positiva.
–¿Cuáles eran en su opinión los grandes carismas de Angelo Giuseppe Roncalli?
–Marco Roncalli: No sé si carisma es la palabra adecuada y, sin embargo, leyendo la mole desmesurada de las fuentes con que me he confrontado, sigue asombrándome la serie continua de confirmaciones sobre la «clave» de un servicio que, sobre todo en la Cátedra de Pedro, permanece primordialmente servicio sacerdotal: interpretado con atención responsable a las necesidades de la Iglesia y de la humanidad.
Así como sigue asombrándome un itinerario existencial marcado más por la normalidad –incluso en las virtudes, públicas y privadas–, que por el sentido extraordinario con el que se sigue connotando todo pensamiento y acción de los sucesores de Pedro, casi como que la grandeza fuera la categoría cristiana por excelencia.
Ciertamente hablaría con gusto del Papa de la bondad si el riesgo del mito del Papa Bueno –como si los otros fueran malos- no estuviera ahí al acecho. ¿Por qué la gente no paraba de correr a su llegada? ¿Por qué las celebraciones penitenciales se convertían en fiestas populares? ¿Cuál fue el secreto del hombre enfermo, capaz de decir a la gente que se le amontonaba alrededor: «Nos sentiríamos inducidos, a primera vista, a detenernos en reflexiones sobre la vida moderna que tiende casi a aplastar, destruir tantos valores del alma. Es verdad: hay mal en el mundo; hay flaqueza en muchos, y abundan las tentaciones para distraer o alejar de la virtud. No menos, gracias al Señor, son muchas todavía las almas rectas, vigilantes, generosas».
Juan XXIII se dejaba llevar por el Padre. Repetía que su único objetivo era «proseguir con todos los medios posibles en el anuncio de la verdad del Evangelio de nuestro Señor». Y a quien le decía de que tenía un excesivo optimismo respondía: «Alguno afirma que el pontífice es demasiado optimista, lo he oído incluso yo; uno que ve las cosas desde el punto de vista de su mejor aspecto. Yo respondo que no sé separarme del ejemplo del Señor, el cual difundió a su alrededor pensamientos de paz e insistió más que en el “no”, en el “sí”, es decir en los aspectos positivos. En esto hay justicia, alivio y paz para todos».
Palabras liberadoras, pronunciadas el 31 de marzo de 1963, al final de un mes intenso durante el cual la espera para la realización de lo que deseaba –el Concilio– se conjugaba con el sufrimiento del mal que su fuerte fibra lograba todavía soportar.