JERUSALÉN, martes, 20 febrero 2006 (ZENIT.org).- Francisco Javier Castro Miramontes, sacerdote franciscano, ha contado en un libro treinta días de su Camino de Santiago.
Se trata al mismo tiempo de una búsqueda espiritual que ha quedado plasmada en el libro, «Al encuentro de la vida. Diario de un peregrino» (editorial San Pablo).
Zenit lo ha contactado en Jerusalén, donde está actualmente. En esta entrevista explica que en el Camino «he conocido a muchas personas en conflicto que a fuerza de caminar, de quedar a solas consigo mismas, han alcanzado la paz».
Este sacerdote es promotor de Justicia y Paz en la orden franciscana y responsable de un proyecto de acogida de peregrinos en el Hogar de Espiritualidad San Francisco de Asís de Santiago de Compostela.
–Treinta días de camino hasta llegar a Santiago. ¿Por qué vale la
pena esta aventura espiritual?
–Castro: El Camino de Santiago es fundamentalmente una senda en la que se conjugan arte e historia, pero a ambas las hizo posible la esencia misma del Camino: la espiritualidad. El Camino es sobre todo una experiencia interior de encuentro con lo más profundo de nuestro ser.
Por eso caminar hacia Santiago no es solamente una experiencia de reencuentro con la naturaleza o con uno mismo, sino sobre todo la posibilidad de abrir de par en par las puertas del corazón a la esencia misma de la vida.
Una esencia, que como las raíces, radica en lo más profundo del corazón. Por eso el Camino es en esencia un camino interior de búsqueda y reencuentro con lo mejor, más profundo, de nosotros mismos.
Sin perder de vista el sentido de la solidaridad en cuanto que el peregrino ha de aprender a comprometerse con el día a día de su existencia y su convivencia en aras de una sociedad más justa y fraterna, que tiene su modelo en las relaciones que se entablan en el propio Camino no sólo con los demás peregrinos, sino también con las personas que viven a la vera misma del Camino. El Camino continúa tras alcanzar la meta compostelana.
–El libro le sirve para hablar de ética cristiana: ¿cuál es según usted el desafío del peregrino?
–Castro: La vida misma es un desafío constate, y la vida, toda vida, en cierto modo, es como un camino que cada persona ha de andar haciendo posible que florezca lo mejor de nosotros mismos.
El peregrino no deja de ser, antes que nada, un peregrino de la vida, un hombre, una mujer, que ha de vivir en sociedad y se ha de enfrentar cada día al reto de existir.
Lo decisivo es que el ser humano comprenda que somos un tesoro, que nuestra vida puede convertirse en un monumento a la paz, al bien, o a la vida, siempre y cuando apostemos por una serie de valores humanos que ya no cotizan al alza.
En mi humilde opinión, la fe cristiana es antes que nada una actitud ante la vida misma, la afirmación de todo lo bueno. Jesús de Nazaret es un camino que descubre al ser humano de todos los tiempos lo mejor de sí mismos. Por eso un estilo de vida según el ideal evangélico es la expresión misma del progreso. Un progreso que sólo el amor a la vida hará posible.
–En sus encuentros con compañeros del camino habrá coincidido con personas que hacían la ruta turística. ¿Les interesaba, saber las razones personales y espirituales que le impulsaban a usted concretamente?
–Castro: Desde hace un tiempo estoy tratando de llevar a cabo uno de mis grandes anhelos: acoger a los peregrinos en el convento de San Francisco de Santiago de Compostela. Se trata de una experiencia de acogida de peregrinos en la que tratamos de primar el hecho mismo de que el peregrino se sienta en su hogar, al tiempo que le ofrecemos un espacio para cultivar la esencia espiritual que se le ha manifestado y ha ido moldeando, de modo casi inconsciente, a lo largo de su caminar.
De mi experiencia como peregrino, y ahora que trato de ofrecerles un espacio de paz y espiritualidad con un matiz netamente franciscano, afirmo que aunque a veces un peregrino no sepa muy bien cuáles son las razones de su caminar inicial, sin embargo la experiencia de contacto con otros peregrinos que van rompiendo con algunos formalismos sociales, sobre todo con las apariencias y el poder, y el sentirte vivo en medio de la naturaleza, así como el quedarte a solas contigo (aunque, paradójicamente el peregrino casi nunca se siente solo) en medio del silencio de la creación, conlleva que al final el peregrino profundo se cuestione su vida misma desde Dios, aún cuando a veces no se llegue a nombrar de modo expreso.
Existe un lenguaje muy elocuente, el del corazón, el de los gestos de solidaridad, que el peregrino de verdad comprende perfectamente.
–Usted confiesa que admira a las personas que son capaces de vivir consigo mismas sin conflictos. ¿El camino le ha posibilitado encontrar este tipo de gente?
–Castro: La vida es también lucha constante. La paz, que tanto se nos resiste brota de la lucha interna contra nuestra propia negatividad, la que se nos va pegando a lo largo del camino de la vida como si de polvo se tratase.
De la lucha interna surge lo mejor y más hermoso de nosotros mismos aún cuando sea a costa de sufrimientos y frustraciones que causa la vida misma y el no aceptarnos tal cual somos, pero por ello mismo, porque la vida llega a ser muy dura, hay que apostar por la paz.
Y en el Camino he conocido a muchas personas en conflicto que a fuerza de caminar, de quedar a solas consigo mismas, han alcanzado la paz, ser pacíficas y pacificadoras en un mundo en conflicto.
–La moraleja sería… ¿camina, camina, camina?
–Castro: Jesús de Nazaret, mi maestro, decía que Él es el «Camino». El peregrino sabe que su oficio es caminar para así descubrir cada día, a cada instante, la grandeza de la vida, con todas sus contradicciones, y con toda su hermosura.
El peregrino sabe que sólo caminando se llega a alguna meta. Quien permanece parado a la vera del camino, como agua estancada, no puede dar vida. Sí, hay que caminar hacia un horizonte de esperanza. El amor lo hace posible, pero el amor es una conquista constante, una búsqueda de la verdad a fuerza de sentirnos muy vivos. Decía Jesús: «buscad y encontraréis».
En el Camino se aprende a ser humildes, y la humildad, tal y como sugirió hace ya algunos siglos una mujer enorme de fe y esperanza, es la verdad.