CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 13 febrero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la nota del cardenal Crescenzio Sepe, prefecto de la Congregación vaticana para la Evangelización de los Pueblos, en recuerdo del sacerdote italiano Andrea Santoro, asesinado en Turquía el pasado 5 de febrero. El texto ha sido difundido por «Fides», agencia informativa del dicasterio.
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«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo, pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Este era el versículo del Evangelio que Don Andrea Santoro, según el testimonio de los que estaban cerca de él, repetía con más frecuencia. Casi un programa de vida para recordar continuamente o, considerando su muerte, un presagio y un anuncio de que el ofrecimiento de la propia existencia a causa del Evangelio no quedaría sin fruto. Don Andrea no era, ciertamente un descuidado o un imprudente: había estudiado a fondo y conocía bien la cultura y el ambiente en el que había elegido vivir, sabía que no se excluía un gesto extremo como el que truncó su vida. Amaba profundamente a Dios y amaba con la misma intensidad a todos los hermanos que el Señor había puesto en su camino, tanto en Roma como en Turquía. Por lo demás existe una unión inseparable entre el amor a Dios y el amor al prójimo: «Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el amor se cierra al prójimo o incluso lo odia. .. el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios» (Cf. Deus Caritas est, n.16).
La posibilidad de sacrificar la propia vida por la causa del Evangelio forma parte del equipaje de todo misionero. La muerte violenta no es algo accidental en el camino, sino el ofrecimiento supremo, último y total de la propia existencia que el misionero pone en las manos del Señor, consciente y amorosamente, sabiendo que la sangre derramada no será estéril, sino que se transformará en fuente de vida para la comunidad local y para toda la Iglesia. Don Andrea partió como misionero de la diócesis de Roma, de la Iglesia bañada con la sangre de los Apóstoles Pedro y Pablo y construida sobre el sacrificio de una fila innumerable de mártires. Volvió a los lugares originarios de la propia Iglesia, desde donde había comenzado a difundirse la buena noticia del Evangelio por obra de San Pablo, el Apóstol de los Gentiles. Lo que de aquellas tierras había recibido en la fe, como cristiano, quería casi restituirlo. Don Andrea fue a Turquía no para hacer proselitismo, para oponerse a la realidad en la que vivía, para cambiar la sociedad con la imposición: fue misionero con su sencilla presencia, orante y atenta a las pobrezas materiales y espirituales que le rodeaban, movido enteramente por el amor de Dios y de las personas que tenía cerca. «Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar», ha escrito el Santo Padre Benedicto XVI en su Encíclica «Deus Caritas est» (Cf. n.15), y este concepto, aún estando universalizado, sin embargo permanece concreto, «no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora».
El Padre ha llamado a su lado a Don Andrea en el día del Señor, después de renovar el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo en la Santa Misa, mientras estaba recogido en oración en la iglesia que se le había confiado. La íntima y profunda comunión espiritual que el sacerdote estaba viviendo en aquella hora se ha transformado en plenitud de vida en el abrazo eterno de Dios. Su sangre se ha unido a la de la hilera de cientos de otros misioneros y misioneras que en el mundo encontraron la muerte mientras estaban comprometidos en los miles de frentes de las misiones: de muchos de ellos nunca se sabrá nada, quizá ni su nombre o el lugar donde fueron sepultados. Pero su muerte es preciosa a los ojos de Dios y toda la Iglesia es deudora del testimonio de fe, de amor y de valor que profesaron.
Don Andrea era un sacerdote de la diócesis de Roma enviado a Turquía como «Fidei Donum», «don de la fe». En la víspera del 50º aniversario de la Encíclica del Papa Pío XII que instituyó el inicio de esta particular forma de servicio misionero, oremos para que la sangre derramada por este sacerdote riegue la tierra de nuestras Iglesias locales, fluya abundantemente en los corazones de los sacerdotes, religiosos, religiosas, se derrame en los jóvenes, para inflamarles y abrirles a la misión.
Mientras entregamos a la tierra el cuerpo mortal de Don Andrea, en espera del día glorioso de la Resurrección y del gozo sin fin, pidamos al Señor que «el sacrificio de su vida contribuya a la causa del diálogo entre las religiones y de la paz entre los pueblos» (Benedicto XVI, audiencia general, 8 febrero 2006), en la certeza de que cuando el Señor quiera, en el tiempo y en la forma que sólo Él conoce, la Iglesia y el mundo puedan recoger abundantemente los frutos que nacerán de este grano de trigo puesto en la tierra.