CASTEL GANDOLFO, jueves, 8 septiembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este jueves al primer grupo de obispos mexicanos que han concluido su visita «ad limina apostolorum».
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Queridos Hermanos en el Episcopado:
Os manifiesto mi profunda alegría al recibiros, con motivo de la visita «ad Limina» para venerar los sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo y acrecentar también los lazos de comunión con el Sucesor de Pedro. Agradezco las palabras que Monseñor José Fernández Arteaga, Arzobispo de Chihuahua, me ha dirigido en nombre de todos vosotros, Pastores de las provincias eclesiásticas de Chihuahua, Durango, Guadalajara y Hermosillo. Deseo ahora reflexionar sobre algunos puntos de especial interés para la Iglesia que peregrina en México
Los momentos de encuentro entre los Obispos son una valiosa ocasión para vivir y profundizar la unidad. En este sentido, la Conferencia del Episcopado Mexicano también está llamada a ser un signo vivo de la comunión eclesial, orientada a facilitar el ministerio de los Obispos y fortalecer la colegialidad. Hoy más que nunca es necesario aunar fuerzas e intercambiar experiencias pues, como ha puesto de relieve el Concilio Vaticano II, «los Obispos a menudo no pueden desempeñar su función adecuada y eficazmente si no realizan su trabajo de mutuo acuerdo y con mayor coordinación, en unión cada vez más estrecha con otros Obispos» («Christus Dominus», 37). Los aliento, por tanto, a proseguir por este camino de comunión de cara a una acción más eficaz y fructífera.
La nación mexicana ha surgido como encuentro de pueblos y culturas cuya fisonomía ha quedado marcada por la presencia viva de Jesucristo y la mediación de María, «Madre del Verdadero Dios por quien se vive» («Nican Mopohua»). La riqueza del «Acontecimiento Guadalupano» unió en una realidad nueva a personas, historias y culturas diferentes, a través de las cuales México ha ido madurando su identidad y su misión.
Hoy México vive un proceso de transición caracterizado por la aparición de grupos que, a veces de manera más o menos ordenada, buscan nuevos espacios de participación y representación. Muchos de ellos propugnan con particular fuerza la reivindicación en favor de los pobres y de los excluidos del desarrollo, particularmente de los indígenas. Los profundos anhelos de consolidar una cultura y unas instituciones democráticas, económicas y sociales que reconozcan los derechos humanos y los valores culturales del pueblo, deben encontrar un eco y una respuesta iluminadora en la acción pastoral de la Iglesia.
La preparación al Gran Jubileo contribuyó a que los católicos mexicanos conocieran, aceptaran y amaran su historia como pueblo y como comunidad creyente. Deseo recordar aquí la exhortación de mi predecesor: «Es necesaria, para cada uno y para los pueblos, una especie de ‘purificación de la memoria’, a fin de que los males del pasado no vuelvan a producirse más. No se trata de olvidar todo lo que ha sucedido, sino de releerlo con sentimientos nuevos, aprendiendo, precisamente de las experiencias sufridas, que sólo el amor construye, mientras el odio produce destrucción y ruina» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 3, 1 enero 1997).
Se trata de un reto que requiere una formación integral, en todos los ámbitos de la Iglesia, que ayude a cada fiel a vivir el Evangelio en las diversas dimensiones de la vida. Sólo así se puede dar razón de la propia esperanza (cf. 1 P. 3.15). Las formas tradicionales de vivir la fe, transmitidas de manera sincera y espontánea a través de las costumbres y enseñanzas familiares, han de madurar en una opción personal y comunitaria. Esta formación es particularmente necesaria para los jóvenes que, al dejar de frecuentar la comunidad eclesial tras los sacramentos de iniciación, se encuentran ante una sociedad marcada por un creciente pluralismo cultural y religioso. Además, se enfrentan, a veces muy solos y como desorientados, a corrientes de pensamiento según las cuales, sin necesidad de Dios e incluso contra Dios, el hombre alcanza su plenitud a través del poder tecnológico, político y económico. Por eso se ve la necesidad de acompañar a los jóvenes y convocarlos con entusiasmo para que, integrados de nuevo en la comunidad eclesial, asuman el compromiso de transformar la sociedad como exigencia fundamental del seguimiento de Cristo.
Asimismo, las familias requieren un acompañamiento adecuado para poder descubrir y vivir su dimensión de «iglesia doméstica». El padre y la madre necesitan recibir una formación que les ayude a ser los ‘primeros evangelizadores’ de sus hijos; sólo así podrán realizarse como la primera escuela de la vida y de la fe. Pero el solo conocimiento de los contenidos de la fe no suple jamás la experiencia del encuentro personal con el Señor. La catequesis en las parroquias y la enseñanza de la religión y de la moral en las escuelas de inspiración cristiana, así como el testimonio vivo de quienes lo han encontrado y lo transmiten, con el fin de suscitar el anhelo de seguirlo y servirlo con todo el corazón y toda el alma, deben favorecer esta experiencia de conocimiento y de encuentro con Cristo.
Una manifestación de la riqueza eclesial es la existencia de más de cuatrocientos Institutos de vida consagrada, sobre todo de mujeres y muchos de ellos fundados en México, que evangelizan en todo el país y en los diversos ambientes, culturas y lugares. Muchos de ellos están dedicados a todos los niveles de la educación, particularmente en algunas universidades; otros trabajan entre los más pobres uniendo la evangelización y la promoción humana; en hospitales; en medios de comunicación social; en el campo del arte y las humanidades; acompañando en la formación espiritual y profesional a profesionales del mundo de la economía y de la empresa. A esto hay que añadir una mayor participación de los fieles laicos a través de diversas iniciativas que ponen de manifiesto su vocación y misión en la sociedad. Hay también una presencia creciente de movimientos laicales nacionales e internacionales que promueven la renovación de la vida matrimonial y familiar, así como una mayor vivencia comunitaria.
La Iglesia en México refleja el pluralismo de la sociedad misma, plasmada en muchas y diversas realidades, algunas muy buenas y prometedoras y otras más complejas. Ante ello, y en el respeto de las realidades locales y regionales, los Obispos han de favorecer unos procesos pastorales orgánicos que den un mayor sentido a las manifestaciones derivadas de una mera tradición o costumbre. Estos procesos han de buscar ante todo integrar las directrices del Concilio con los desafíos pastorales que presentan las diversas situaciones concretas.
La sociedad actual cuestiona y observa a la Iglesia, exigiendo coherencia e intrepidez en la fe. Signos visibles de credibilidad serán el testimonio de vida, la unidad de los creyentes, el servicio a los pobres y la incansable promoción de su dignidad. En la tarea evangelizadora hay que ser creativos, siempre en fidelidad a la Tradición de la Iglesia y de su magisterio. Por encontrarnos en una nueva cultura marcada por los medios de comunicación social, la Iglesia en México ha de aprovechar, a este respecto, la colaboración de sus fieles, la preparación de tantos hombres de cultura y las oportunidades que las instituciones públicas concedan en materia de dichos medios (cf. Juan Pablo II, «Ecclesia in America», 72). Poner el rostro de Cristo en ese ambiente mediático requiere un serio esfuerzo formativo y apostólico que no puede postergarse, necesitando también para ello la aportación de todos.
Queridos Hermanos: celebramos hoy la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María. Unidos en un solo corazón y una sola alma, os encomiendo bajo sus cuidados maternales, junto con los sacerdotes, comunidades
religiosas y fieles de vuestras diócesis. Llevadles a todos el saludo y la expresión de amor del Papa, a la vez que os imparto con afecto mi Bendición Apostólica.
[Texto original en castellano]