CIUDAD DE GUATEMALA, 30 julio 2002 (ZENIT.org).- Juan Pablo II canonizó este martes al Hermano Pedro de San José de Betancur, acontecimiento que la Iglesia en Centroamérica esperaba desde hace 335 años.
En el Hipódromo de la Ciudad de Guatemala participaban casi 800.000 personas, muchas indígenas, incluidas decenas de miles de peregrinos de otros países de América Central, de México, e incluso de España, pues el nuevo santo nació en las Islas Canarias.
El pontífice, en la homilía, hizo un llamamiento a recoger la herencia del Hermano Pedro que «ha de suscitar en los cristianos y en todos los ciudadanos el deseo de transformar la comunidad humana en una gran familia, donde las relaciones sociales, políticas y económicas sean dignas del hombre».
El pontífice pidió promover «la dignidad de la persona con el reconocimiento efectivo de sus derechos inalienables».
«Pensemos en los niños y jóvenes sin hogar o sin educación –añadió–; en las mujeres abandonadas con muchas necesidades que remediar; en la multitud de marginados en las ciudades; en las víctimas de organizaciones del crimen organizado, de la prostitución o la droga; en los enfermos desatendidos o en los ancianos que viven en soledad».
El Hermano Pedro de San José de Betancur (1626-1667), de la orden terciaria de San Francisco, se hizo famoso por limpiar las heridas de los indigentes que encontraba en la calle antes de llevarlos al sanatorio a hombros.
Su obra de atención a enfermos, indígenas, marginados ha sido continuada por la Orden de los Bethlemitas y de las Bethlemitas. La gran mayoría de estos religiosos y religiosas estaban presentes en la celebración.
Haciendo una excepción, en esta ocasión el Papa no pronunció la fórmula de canonización en latín sino en castellano: «Declaramos y definimos santo al Beato Hermano Pedro de San José de Betancur y lo inscribimos en el catálogo de los santos».
Le siguió la ovación que resonó durante varios minutos en el hipódromo y el canto del «amén», acompañado por la campana fraguada con motivo de esta canonización.
El evangelio había sido cantado en español y en cakchiquel, idioma común entre los indígenas guatemaltecos.
El arzobispo de Guatemala, Rodolfo Quezada Toruño, dio la bienvenida al obispo de Roma a «la tierra del quetzal y del maíz, tierra de muchas etnias y muchas culturas», y dijo en lengua cakchiquel «Bienvenido el que viene en nombre del Señor».
Detrás del hipódromo se había desplegado un enorme cartel que decía «Bienvenido Su Santidad Juan Pablo II» en español y en lengua quiché.
La gran mayoría de los participantes no había podido dormir en la noche anterior. Vigilias de oración se habían organizado en varias partes del país. A las 4.00 de la madrugada, columnas humanas avanzaron para reunirse en el hipódromo.
Algunos de los fieles habían recorrido centenares de kilómetros en autobuses y coches por maltrechas carreteras provenientes de Salvador, Panamá, o Chiapas… Todos tuvieron que afrontar la lluvia, el viento, y el calor. Los cantos de la eucaristía, sin embargo, sorprendieron por el entusiasmo general.
«Al llegar Juan Pablo II en el papamóvil, parecía como si los gritos de la gente nos levantaran del suelo», comentaba el joven costarricense Luis Solano.
«La emoción es enorme, nunca había experimentado algo así. Voy a rezar por la paz y la tranquilidad para mi familia y mi país», confesaba Sergio Tib, joven indígena de origen maya kiché, quien había llegado el lunes procedente de Sacatepequez, al oeste del país.
Envuelta por los cantos, Maritza Molina, joven religiosa de Panamá, rezaba con las manos unidas y los ojos cerrados: «El Papa es el símbolo de la dignidad –explicaba con voz cristalina–. Es un hombre bueno y generoso. La voluntad y el valor que ha tenido para venir aquí, a este país pobre, es un ejemplo para todos».
Entre los presentes se encontraban también 500 peregrinos de las Islas Canarias, quienes vinieron junto al obispo de Tenerife, monseñor Felipe Fernández.
Entre ellos se contaba el «niño del milagro», Adalberto González, de 22 años, cuya curación de un linfoma canceroso en 1985, a los cinco años, se convirtió en el milagro atribuido a la intercesión del Hermano Pedro que le abrió las puertas de la canonización. En el momento de la proclamación de la santidad, las campanas de Tenerife tocaron a repique.
Al final de la eucaristía, el Papa demostraba el cansancio acumulado por las exigentes intervenciones en las Jornadas Mundiales de la Juventud de Toronto, pero quiso entonar todas la partes cantadas de la liturgia eucarística, y pronunció un mensaje que había preparado a última hora.
«Deseo deciros que me habéis conmovido una vez más», confesó y añadió: «Guatemala, te llevo en mi corazón».
Al concluir la canonización, el Papa regresó a la nunciatura apostólica, donde había dormido la noche anterior. Horas después, a inicios de la tarde, se despediá de los guatemaltecos en el aeropuerto internacional «La Aurora» para volar rumbo a México.
Este miércoles el pontífice canonizará en la Basílica de Guadalupe a Juan Diego, testigo de las apariciones de Guadalupe, y el jueves beatificará a dos mártires indígenas de Oaxaca. Ese mismo día concluirá su viaje internacional número 97 de estos casi 24 años de pontificado.