Juan Pablo II evoca su peregrinación apostólica a Guatemala y México

Audiencia general del miércoles 7 de agosto

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CASTEL GANDOLFO, 16 agosto 2002 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general del 7 de agosto que consagró a recordar su viaje apostólico a Guatemala y México.

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1. El domingo pasado, en el «Ángelus», quise volver idealmente a Toronto, donde se celebró la XVII Jornada mundial de la juventud. Hoy quisiera referirme a las etapas sucesivas de mi viaje apostólico, Guatemala y México, donde el Señor me dio la alegría de proclamar santos y beatos a ilustres hijos del continente americano.

Ante todo, siento la necesidad de renovar mi profunda gratitud a las autoridades políticas, administrativas y militares, y a todos los organismos institucionales de los respectivos países por la acogida y la hospitalidad que me brindaron a mí y a mis colaboradores.

Mi gratitud se extiende a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, así como a los voluntarios y a las familias que, con generosa disponibilidad, se esmeraron por acoger a los peregrinos y por hacer que todo se desarrollara del mejor modo posible. El esfuerzo común contribuyó a que cada etapa de mi peregrinación se caracterizara por un clima espiritual de alegría y fiesta. Pero mi agradecimiento más sincero y afectuoso va al pueblo cristiano, que acudió en gran número a encontrarse conmigo tanto en Guatemala como en México. En la participación intensa de esos hermanos y hermanas pude vis lumbrar la fe que los anima, la devoción filial al Sucesor de Pedro y el entusiasmo de su pertenencia a la Iglesia católica.

2. La ocasión de mi visita a la ciudad de Guatemala fue la canonización del hermano Pedro de San José de Betancur, el cual, originario de Tenerife, cruzó el océano para ir a evangelizar a los pobres y a los indígenas primero en Cuba, después en Honduras y, por último, en Guatemala, a la que solía llamar su «tierra prometida». Fue hombre de intensa oración y apóstol intrépido de la misericordia divina. De la contemplación de los misterios de Belén y del Calvario sacó fuerzas para su ministerio. La oración se transformó en manantial de su celo y su valentía apostólica. Humilde y austero, supo reconocer en los hermanos, especialmente en los más abandonados, el rostro de Cristo, y para todo aquel que tenía necesidades fue «hombre que se hizo caridad». Su ejemplo es invitación a practicar el amor misericordioso a los hermanos, especialmente a los más abandonados. Ojalá que su intercesión inspire e impulse a los creyentes de Guatemala y de todo el mundo a abrir el corazón a Cristo y a los hermanos.

3. La última etapa de mi peregrinación fue la ciudad de México, donde, en la basílica de Guadalupe, en dos citas distintas, tuve la alegría de elevar al honor de los altares a tres hijos de aquella querida tierra: san Juan Diego, el indígena al que se apareció la Virgen en el cerro del Tepeyac; y los beatos Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, quienes, en el año 1700, derramaron su sangre por permanecer fieles al bautismo y a la Iglesia católica.

Juan Diego, el primer indio canonizado, fue hombre de gran sencillez, humilde y generoso. Está unido íntimamente a la Virgen de Guadalupe, cuyo rostro mestizo manifiesta un tierno amor materno hacia todos los mexicanos. El acontecimiento guadalupano constituyó el comienzo de la evangelización en México, un modelo de evangelización perfectamente inculturada, que muestra cómo puede acogerse el mensaje cristiano sin tener que renunciar a la propia cultura.

Los beatos Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles son fruto de la santidad de la primera evangelización entre los indios zapotecas. Padres de familia integérrimos, supieron cumplir sus deberes inspirándose siempre en las enseñanzas del Evangelio, sin abandonar la cultura indígena tradicional. Su existencia constituye un modelo ejemplar de cómo se puede alcanzar la cumbre de la santidad, conservando la fidelidad a la cultura ancestral, iluminada por la gracia renovadora de Cristo.

Que estos fieles discípulos de Cristo, hijos devotos de María, la Virgen de Guadalupe, Madre y Reina de América, cuyo recuerdo acompañó constantemente mi visita pastoral, sostengan el impulso misionero de los creyentes en América al servicio de la nueva evangelización. Ojalá que sean para todo el pueblo de Dios un estímulo a construir una nueva humanidad, que se inspire en los valores perennes del Evangelio.

[Traducción realizada por «L’Osservatore Romano»]

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ZENIT Staff

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