El Papa recibe al obispo que el Gobierno ruandés quiso condenar a muerte

Monseñor Misago agradece el apoyo recibido por el pontífice

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CIUDAD DEL VATICANO, 8 sep (ZENIT.org).- Juan Pablo II recibió esta mañana en audiencia al obispo Augustin Misago, obispo de Gikongoro (Ruanda), a quien el régimen de ese país le denunció en los tribunales por complicidad con el genocidio de 1994. En el proceso, el fiscal llego a pedir contra él la pena de muerte. El 15 de junio pasado un veredicto del tribunal de Kigali le absolvió de todas las acusaciones.

El obispo, que pasó más de un año en la cárcel, al ser liberado fue internado en una clínica de Bélgica, pues sufría serios problemas de corazón. Ahora, que ya se encuentra mejor, una de las primeras cosas que ha querido hacer ha sido precisamente visitar a Juan Pablo II, quien le envió varios mensajes personales a la cárcel en los momentos más difíciles y siempre le manifestó su apoyo.

Monseñor Misago fue arrestado el 14 de abril de 1999, en la capital de Ruanda, Kigali, después de que el presidente Pasteur Bizimungu lo acusara de ser uno de los responsables del genocidio de 1994. La próxima semana debería regresar a su diócesis para retomar su actividad pastoral ordinaria.

Un regreso peligroso
En una entrevista concedida a la agencia «Fides», monseñor Misago, reconoce que el regreso a su país «comporta riesgos». «Me esperan nuevas dificultades –explica–, pero las acepto. El arresto, el encarcelamiento de un año, la petición de condena a muerte testimonian la voluntad de eliminarme. Muchos amigos de Europa me han aconsejado que no regrese a Ruanda, porque es peligroso. Pero tengo que regresar. No huí cuando fui acusado, ¿cómo podría permanecer en el destierro ahora que me han reconocido inocente? Si no regresara, alguno podría dudar de mi inocencia. Además, en Ruanda está mi gente. Los fieles de Gikongoro me esperan y siempre estuvieron de mi parte».

Lucha por el poder
Por lo que se refiere a la situación de Ruanda, el prelado explica que los trágicos hechos que se han vivido en los últimos años (con el exterminio de miles de personas) se deben a «la lucha por el poder». «La paz y la justicia serán posibles si se tiene la voluntad política de compartir el poder –aclara–. Si se continúa con un grupo que quiere mantener el poder y otro que quiere conquistarlo, ambos de manera exclusiva, no se llegará a nada. Hay que derribar la lógica de exclusión: entonces será posible vivir en paz. La paz nacerá el día en que todos los ruandeses, de cualquier etnia, aprenden a convivir, a administrar juntos el poder y los recursos del país».

Los momentos más difíciles
«Mi prisión fue bastante humana –dice el obispo recordando los largos meses que pasó en la cárcel–. Nunca me maltrataron; podía recibir visitas y alimentos de fuera. Al principio tenía una celda única. Tenía libertad para rezar, leer (me dejaron muchos libros), dormir, descansar. Me hicieron compañía el rosario, el breviario y la misa diaria, celebrada privadamente. El domingo me concedían ir a misa con los otros detenidos, pero no podía concelebrarla. Asistía a la eucaristía celebrada por el capellán». El momento más duro fue quizá al inicio de Semana Santa de 1999: «tuve una grave crisis cardíaca y respiratoria. No podía respirar. Tenía miedo porque no podía consultar fácilmente al médico. Tuve miedo de morir abandonado en la cárcel».

Los mejores momentos
Los momentos más bellos, por el contrario, tuvieron lugar para el obispo ruandés cuando «algunos testigos de parte civil –llamados para acusarme— testimoniaron en mi favor. Comenzaron a hablar bien de mí y me sentí orgulloso de esos conciudadanos míos. Pero la alegría más grande la probé cuando vino a testimoniar Jerome Rugema. Es un muchacho que tuvo la valentía de presentarse en el aula para decir que estaba vivo. Los que me acusaban, por el contrario, afirmaban que había sido asesinado por mi culpa. Naturalmente, cuando se leyó la sentencia que me declaraba inocente, se me quitó un gran peso del corazón».

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ZENIT Staff

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