El teólogo, según Benedicto XVI

Homilía a la Comisión Teológica Internacional

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 3 diciembre 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la misa que celebró con los miembros de la Comisión Teológica Internacional, en la Capilla Paulina del Vaticano, el martes 1 de diciembre.

* * *

Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras del Señor, que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, son un desafío para nosotros, teólogos, o más bien, siendo más precisos, una invitación a un examen de conciencia: ¿qué es la teología? ¿Qué somos nosotros, los teólogos? ¿Cómo hacer verdadera teología? Hemos escuchado que el Señor alaba al Padre porque ha ocultado el gran misterio del Hijo, el misterio trinitario, el misterio cristológico, a los sabios y a los doctos –no lo han conocido– y lo ha revelado a los pequeños, a los nepioi, a aquellos que no son doctos, que no tienen una gran cultura. A ellos se les ha revelado este gran misterio.

Con estas palabras, el Señor describe sencillamente un hecho de su vida; un hecho que comienza ya en tiempos de su nacimiento, cuando los Magos de Oriente preguntan a los expertos, a los escribas, a los exegetas, el lugar del nacimiento del Salvador, del Rey de Israel. Los escribas lo saben, porque son grandes especialistas; pueden decir inmediatamente dónde nace el Mesías: ¡en Belén! Pero no se sienten invitados a emprender el camino: para ellos, sigue siendo un conocimiento académico que no toca su vida, se quedan fuera. Pueden dar información pero la información no se convierte en formación para la propia vida.

Después, durante toda la vida pública del Señor, nos encontramos con lo mismo. Es inaccesible para los doctos comprender que este hombre, que no era un docto, galileo, pueda ser realmente el Hijo de Dios. Para ellos es inaceptable el que Dios, el grande, el único, el Dios del cielo y de la tierra, pueda estar presente en este hombre. Lo saben todo, conocen incluso Isaías 53, todas las grandes profecías, pero el misterio permanece escondido. Se revela, por el contrario, a los pequeños, desde la Virgen hasta los pescadores del lago de Galilea. Ellos saben, como lo sabe también el centurión romano bajo la cruz que éste es el Hijo de Dios.

Los hechos esenciales de la vida de Jesús no pertenecen sólo al pasado sino que están presentes, de maneras diferentes, en todas las generaciones. Y así también en nuestro tiempo, en los últimos doscientos años, observamos lo mismo. Hay grandes eruditos, grandes especialistas, grandes teólogos, maestros de la fe, que nos han enseñado muchas cosas. Han penetrado en los detalles de la Sagrada Escritura, de la historia de la salvación, pero no han podido ver el misterio mismo, el verdadero meollo: que Jesús era realmente Hijo de Dios, que el Dios trinitario entra en nuestra historia, en un determinado momento histórico, en un hombre como nosotros. ¡Lo esencial ha quedado oculto! Se podrían citar con facilidad grandes nombres de la historia de la teología de estos doscientos años, de los cuales hemos aprendido mucho, pero no han abierto los ojos de su corazón al misterio.

Y, sin embargo, también en nuestro tiempo hay «pequeños» que han conocido este misterio. Pensemos en santa Bernadette Soubirous, en Santa Teresa de Lisieux, con su nueva lectura de la Biblia, «no científica», pero que penetra en el corazón de la Sagrada Escritura; hasta llegar a los santos y beatos de nuestro tiempo: santa Josefina Bakhita, la beata Teresa de Calcuta, san Damián de Veuster. ¡Podríamos nombrar muchos!

Pero de todo esto surge la pregunta: ¿por qué es así? ¿El cristianismo es la religión de los necios, de las personas sin cultura, que no están formadas? ¿Se apaga la fe donde se despierta la razón? ¿Cómo se explica esto? Tal vez tenemos que volver a analizar la historia. Sigue siendo cierto lo que dijo Jesús, lo que se puede observar a través de todos los siglos. Y, sin embargo, hay un «tipo» de pequeños que son también sabios. A los pies de la cruz está la Virgen, la humilde esclava de Dios y gran mujer iluminada por Dios. Y está también Juan, pescador del lago de Galilea, ese Juan a quien la Iglesia llamará precisamente «el teólogo», porque realmente supo ver el misterio de Dios y anunciarlo: con ojos de águila penetró en la luz inaccesible del misterio divino. Así, también después de su resurrección, el Señor, en el camino hacia Damasco, toca el corazón de Saulo, que es uno de los sabios que no ven. Él mismo, en la primera carta a Timoteo, se define como «ignorante» en aquel tiempo, a pesar de su ciencia. Pero el Resucitado lo toca: se queda ciego y, al mismo tiempo, se convierte en alguien que ve, comienza a ver. El gran sabio se hace pequeño, y precisamente por eso ve la necedad de Dios que es sabiduría, sabiduría más grande que todas las sabidurías humanas.

Podríamos seguir leyendo toda la historia de esta manera. Sólo quisiera hacer una observación más. Estos eruditos sabios, sofoi y sinetoi, en la primera lectura, aparecen de otro modo. Aquí sofia</i> y sínesis son dones del Espíritu Santo que reposan en el Mesías, en Cristo. ¿Qué significa? Se puede ver un doble uso de la razón y un doble modo de ser sabios o pequeños. Hay una manera de usar la razón que es autónoma, que se pone por encima de Dios, en toda la gama de las ciencias, comenzando por las naturales donde un método apto para la investigación de la materia es universalizado: en éste método Dios no tiene sitio, por lo tanto, Dios no existe. Y así, finalmente, también sucede con la teología: se pesca en las aguas de la Sagrada Escritura con una red que sólo permite atrapar peces de una cierta medida, y todo aquello que está más allá de esta medida no entra en la red y, por lo tanto, no puede existir. De este modo, el gran misterio de Jesús, del Hijo hecho hombre, se reduce a un Jesús histórico: una figura trágica, un fantasma sin carne y hueso, un hombre que ha quedado en el sepulcro, se ha corrompido, y que realmente un muerto. El método sabe «atrapar» ciertos peces, pero excluye el gran misterio, porque el hombre adopta él mismo la medida: tiene esa soberbia que, al mismo tiempo, es una gran necedad, porque absolutiza ciertos métodos que no son adecuados para las grandes realidades; entra en este espíritu académico que hemos visto en los escribas, quienes responden a los Reyes Magos: no me toca el corazón; sigo cerrado en mi existencia, que no se conmueve. Es la especialización que ve todos los detalles pero deja de ver la totalidad.

Y hay otro modo de usar la razón, de ser sabios, que es el del hombre que reconoce quién es; reconoce la propia medida y la grandeza de Dios, abriéndose en la humildad a la novedad del actuar de Dios. De este modo, precisamente aceptando la propia pequeñez, haciéndose pequeño como es realmente, llega a la verdad. De este modo, también la razón puede expresar todas sus posibilidades, no se apaga, sino que se amplía, se hace más grande. Se trata de otra sofia o sínesis, que no excluye el misterio, sino que es precisamente comunión con el Señor en el cual reposan la prudencia y la sabiduría, y su verdad.

En este momento, queremos rezar para que el Señor nos conceda la humildad verdadera: que nos dé la gracia de ser pequeños para poder ser realmente sabios; que nos ilumine, nos haga ver su misterio del gozo del Espíritu Santo, nos ayude a ser verdaderos teólogos, que pueden anunciar su misterio, porque hemos quedado tocados en la profundidad de nuestro corazón y de nuestra existencia. Amén.

[Traducción del original italiano por Jesús Colina

© Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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