Para ser testigo de Dios hay que experimentar su perdón; asegura el Papa

Al meditar en un conmovedor pasaje del Salmo 50 («Miserere»)

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CIUDAD DEL VATICANO, 4 diciembre 2002 (ZENIT.org).- La alegría provocada por la experiencia del perdón de Dios hace del creyente su testigo en el mundo, aseguró Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles.

Al comentar los versículos 12 a 16 del famoso Salmo 50, «Miserere» («Misericordia, Dios mío, por tu bondad»), el pontífice ilustró el gozo que sólo puede sentir quien es consciente de la gravedad de su pecado y de la grandeza del amor divino.

«Quien ha experimentado el amor misericordioso de Dios se convierte en su testigo ardiente, sobre todo para quienes están todavía atrapados en las redes del pecado», recalcó el obispo de Roma dirigiéndose a algo más de 5.000 peregrinos.

La meditación del Santo Padre, ofrecida en la sala de las audiencias generales del Vaticano, profundizó en esa historia de amor entre Dios y el ser humano (en la que también está presente la traición del pecador). En ella, tiene lugar la obra de transformación interior realizada por el Espíritu Santo.

De hecho, el cambio del pecador arrepentido, según el Papa, es «comparable al de una nueva creación».

«Al igual que en los orígenes Dios había insuflado su espíritu en la materia y había dado origen a la persona humana, de este modo ahora el mismo Espíritu divino recrea, renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar, le hace partícipe de la alegría de la salvación», constató.

«De este modo, el hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina por la senda de la justicia y del amor», añadió.

«Una vez experimentado este renacimiento interior, el orante se transforma en testigo», del amor de Dios, aseguró el Papa. En el Salmo «Miserere», por ejemplo, el creyente promete a Dios: «enseñaré a los malvados tus caminos», de modo –subrayó Juan Pablo II– «que puedan, como el hijo pródigo, regresar a la casa del Padre».

Consciente de su fragilidad, sin embargo, el salmista lanza un grito dramático: «Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío». Es una «invocación», aclaró el Papa, que expresa «el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica».

El pasaje del Salmo 50 concluye con el compromiso de proclamar la «justicia» de Dios. El término «justicia», aclaró Juan Pablo II, «no designa propiamente la acción de castigo de Dios ante el mal, sino que indica más bien la rehabilitación del pecador, pues Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores. Dios no busca la muerte del malvado, sino que desista de su conducta y viva».

El Papa continuó así la serie de meditaciones que viene dedicando desde hace más de un año a los salmos y cánticos del Antiguo Testamento, que se han convertido en motivo de oración diaria para los cristianos. Pueden consultarse en la página web de «Zenit» en la sección dedicada a la «Audiencia del miércoles» (http://www.zenit.org/spanish/audiencia/).

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ZENIT Staff

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