Pautas del Papa ante el debate sobre la integración de los inmigrantes

El filósofo y sacerdote Jesús Villagrasa afronta en particular el caso europeo

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ROMA, domingo, 12 diciembre 2004 (ZENIT.org).- El Mensaje de Juan Pablo II con motivo de la próxima Jornada del Emigrante y del Refugiado que se celebrará el 16 de enero de 2005 con el tema «La integración intercultural» es de apremiante actualidad, particularmente en Europa.

En el viejo continente, la creciente inmigración parece crear dificultades para la convivencia pluricultural. Algunos temen por la identidad de una Europa que, además de no reconocer sus raíces cristianas, está siendo invadida por personas de otras culturas y religiones.

Sobre el argumento, Zenit ha entrevistado al filósofo y sacerdote Jesús Villagrasa, que ha participado en la mesa redonda «Identidad europea y convivencia pluricultural» del VI Congreso de católicos en la vida pública (Universidad San Pablo – CEU, Madrid 19-21 de noviembre) e intervendrá en el Convenio «Las raíces cristianas de Europa» organizado en Italia por Il Circolo di Novara (Arona, 13 de diciembre).

–¿Cuál es el núcleo central del Mensaje para la Jornada de los Migrantes?

–Villagrasa: La integración intercultural. La integración del inmigrante no significa la «asimilación» o la supresión de su identidad cultural. Ciertamente, la integración requiere esfuerzo para entrar en la vida social y establecer relaciones de convivencia, para aprender la lengua de la nación y adecuarse a las leyes y a las exigencias laborales. El Mensaje promueve un justo equilibrio entre el respeto de la propia identidad y el reconocimiento de la ajena y un diálogo intercultural que favorezca el mutuo enriquecimiento de las culturas. Para ello, es necesario conjugar el respeto de las diferencias culturales con la tutela de los valores comunes a toda persona humana. El mensaje invita a los cristianos a anunciar el Evangelio. Se trata de un mensaje breve pero de gran relevancia, sobre todo para una Europa que tiene raíces cristianas y una creciente inmigración de no cristianos.

–¿Puede decirse que Europa, hoy, es cristiana, cuando en su Constitución no se ha querido reconocer las raíces cristianas y buena parte de la población es no creyente o pertenece a otras religiones?

–Villagrasa: Habría que distinguir entre Europa y la Unión Europea. El título «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa» me parece impreciso. Debería decir «Tratado por el que se establece una Constitución para el Unión Europea». De hecho el artículo 1º dice que «la presente Constitución […] crea la Unión Europea». Podemos crear la Unión europea, no Europa. Se supone que los redactores tenían claro qué es Europa, porque se refieren a «los ciudadanos de los Estados de Europa». ¿Podrían trazar los límites de Europa o hacer una lista exhaustiva de los Estados europeos? Según el mismo artículo 1, «la Unión está abierta a todos los Estados europeos que respeten sus valores y se comprometan a promoverlos en común». Un país localizado en el corazón de Europa, Suiza, no parece interesado en formar parte de la Unión europea. Un país tan discutiblemente europeo como Turquía ya fue admitido, por motivos políticos y militares, al Consejo de Europa en 1949. Debería ser claro que Europa no es una organización política como la Unión Europea y que los «Estados europeos» no coinciden con los «Estados miembros de la Unión Europea». Europa es, más bien, una realidad histórica y cultural, con una fecha nacimiento imprecisa (porque demasiado lejana) y con un patrimonio de valores. Esta historia y este patrimonio tienen raíces cristianas.

–Entonces, ¿la Europa de hoy es cristiana?

–Villagrasa: Sí y no. Sí, por su historia y por su patrimonio, porque el cristianismo ha sido y es el alma de Europa. Como alma, el cristianismo ha vivificado su cultura, ha sido el factor primario de unidad entre naciones y culturas diversas, y ha dado forma e identidad a Europa.
No, porque las sociedades europeas están muy descristianizadas. El cristianismo es un patrimonio que se puede negar, con la vida y con las leyes, que se puede rechazar e, incluso, como de hecho sucede, despreciar. Juan Pablo II, refiriéndose a Europa, ha hablado de una perdida de la memoria y de la herencia cristiana, de un agnosticismo práctico y de una apostasía silenciosa. Cuando el Papa llama a los cristianos a una nueva evangelización los invita a anunciar el Evangelio en sociedades donde la cultura dominante ya no es cristiana. El rechazo de la mención de las raíces cristianas en el Preámbulo de la Constitución expresa ese rechazo del cristianismo como alma de la cultura europea por parte de la tendencia política dominante.

–Si las cosas están así, parece correcto que no se haga mención a las raíces cristianas en el Preámbulo

–Villagrasa: Las objeciones más serias que se pusieron a esa mención son la «laicista» y la «pluricultural». Ambas pretenden defender una Constitución que valga para todos los europeos. El laicista puede llegar a reconocer, como un hecho histórico, que los valores humanos mencionados en el artículo 2 de la Constitución y sobre los que «se fundamenta la Unión» – respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos – han sido descubiertos en plenitud y han madurado gracias al cristianismo, pero insiste en que son valores universales que también derivan de otras fuentes. El laicista, con el fin de resaltar su valor universal, separa estos valores de su raíz cristiana. Aleccionado por la misma historia europea, el laicista debería reconocer que cuando esos valores son separados de su fundamento último se «desnaturalizan» y fácilmente se vuelven contra el hombre. En la actualidad, en nombre de ciertos derechos humanos se legitima el asesinato de otros hombres, incluso del más indefenso e inocente, del no nacido. La situación resulta curiosa: mientras los laicistas quieren presentar valores humano-cristianos en versión laica para que tengan valor universal, los cristianos quieren el reconocimiento de una evidencia –las raíces cristianas de los valores que dan vida a Europa–, no por amor académico a una verdad histórica, sino para señalar el alma de aquellos valores sobre los cuales los pueblos de Europa quieren construir un futuro común. El cristiano cree que, de otro modo, sin alma, los mismos valores se desnaturalizan. Juan Pablo II, en Ecclesia in Europa, constata que, en la actualidad, «los grandes valores que tanto han inspirado la cultura europea han sido separados del Evangelio, perdiendo así su alma más profunda y dando lugar a no pocas desviaciones» (n. 47).

–¿Y la «objeción pluricultural»?

–Villagrasa: Aunque en Europa buena parte de la población sea de origen cristiano, es un hecho que muchos de sus habitantes y ciudadanos pertenecen a otras religiones o no son creyentes. Los Estados europeos laicos garantizan valores, principios e ideales en los que puedan reconocerse los creyentes de cualquier credo y los no creyentes. Esta objeción parte del hecho evidente – las sociedades europeas son multiétnicas y multiculturales – pero presupone, falsamente, que la mención de las raíces cristianas sea excluyente. Los cristianos, pidiendo esta mención, no quieren una situación de privilegio: desean el reconocimiento de una verdad histórica que tiene un gran significado para el futuro de Europa. Valores que garantizan la convivencia multicultural, como la genuina laicidad y la libertad de conciencia, se han reconocido y han madurado gracias al cristianismo.

–Pero, si esos valores universales pueden tener vigencia sin ser reconocidos como cristianos, ¿para que solicitar esa mención?

–Villagrasa: Volvemos siempre al mismo punto. El cristianismo, desde un punto de vista sociológico, es una religión particular, una entre otras. Sin embargo, es un anuncio dirigido a todos los hombres y tiene un valor univ
ersal. El cristianismo no es un mero humanismo, pero posee un genuino humanismo. Propone valores que, aunque hayan madurado a la luz de la Revelación cristiana, valen para todo hombre. Cristo revela el hombre al hombre mismo. Los laicistas no parecen reconocer este valor universal de la propuesta cristiana.

–¿Insinúa que la propuesta no cristiana de esos valores no tendría valor universal?

–Villagrasa: No. Los valores y derechos humanos, si son genuinamente humanos, son universales. El occidente secularizado no está haciendo un buen servicio al reconocimiento de esta universalidad, porque presenta al mundo una versión desfigurada de los «derechos humanos universales». Pienso, por ejemplo, en los «derechos reproductivos» que las delegaciones occidentales han promovido en las Cumbres sobre la mujer y la población de la ONU en Pekín y el Cairo. No debería sorprendernos que los países no occidentales vean en esa «versión» de los derechos humanos un nueva forma de imperialismo, la imposición de unos valores culturalmente condicionados y sin valor universal.

–¿Cómo unos valores universales que han madurado en el humus de una religión particular pueden garantizar el respeto a los valores particulares de cada cultura?

–Villagrasa: Entre las teorías de la organización política de la convivencia pluricultural ha estado muy vigente en las últimas décadas el multiculturalismo. Esta teoría tiene el mérito de buscar la defensa de la cultura de los grupos minoritarios, pero corre el peligro de crear guetos. Hoy se habla más de interculturalidad, es decir, del fomento de las relaciones entre los miembros de diversas culturas para favorecer intercambios enriquecedores. Para que puedan darse positivas relaciones interculturales es necesario reconocer una dimensión transcultural, algo que es común a todos los hombres y a todas las culturas y que permite esos intercambios. Transcultural es la existencia de una «gramática común» (la ley moral natural y los derechos humanos universales) que nos permite entendernos. Transcultural es el reconocimiento de la común humanidad, del género humano como una familia, de cada hombre como un hermano. Hay que insistir más en lo común que en las diferencias, más en la identidad que en la neutralidad. Desde la propia identidad, cada uno puede reconocer en la otra persona la común humanidad y el derecho a su alteridad (la identidad del otro). Las diferencias de identidad no se deberían esconder: sólo gracias a un profundo respeto por la propia identidad se puede tener un profundo respeto por la identidad ajena.

–¿Cómo compaginar el mandato del anuncio evangélico, con el que concluye el Papa su Mensaje para la Jornada del Emigrante y del Refugiado, y el respeto de la diversidad?

–Villagrasa: Un buen cristiano no puede renunciar a predicar el Evangelio a todas las gentes y lo hará «cristianamente», es decir, respetando la conciencia de los demás y con caridad. La Iglesia, o mejor, el cristiano, no impone nada; anuncia, propone, ofrece el Evangelio; reconoce el derecho a la libertad religiosa, el derecho que el otro tiene a decir «no, gracias». Esta «disciplina de la tolerancia» del cristianismo, como la llama un hebreo ortodoxo, J.H.H. Weiler, este respeto sagrado es la mejor garantía para la convivencia. El cristiano europeo no puede desentenderse de una Europa que necesita, por el futuro que quiere construir, una nueva evangelización. Europa tampoco puede pretender la indiferencia ante Cristo; o lo acepta o lo rechaza. La vida de Europa, también en su dimensión de convivencia multicultural va a depender de la presencia y de la vitalidad del cristianismo en su suelo, del testimonio evangélico de los discípulos de Cristo, de la presencia de Cristo en esta tierra de nueva evangelización.

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ZENIT Staff

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