CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 4 diciembre 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la primera meditación de Adviento que dirigió en la mañana de este viernes el padre Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., a Benedicto XVI y a sus colaboradores de la Curia Romana en la capilla «Redemptoris Mater» del Vaticano.
«Siervos y amigos de Jesucristo»
1. Al manantial de todo sacerdocio
En la elección del tema de estas predicaciones a la Casa Pontificia siempre trato de dejarme guiar por la gracia particular que está viviendo la Iglesia. El año pasado era la gracia del año paulino, este año es la gracia del año sacerdotal, cuya proclamación, Santo Pare, le agradecemos profundamente.
El Concilio Vaticano II ha dedicado al tema del sacerdocio todo un documento, el Presbyterorum ordinis; Juan Pablo II, en 1992, dirigió a toda la Iglesia la exhortación postsinodal Pastores dabo vobis, sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual; el actual sumo pontífice, al convocar este año sacerdotal, trazó un breve pero intenso perfil del sacerdote a la luz de la vida del santo cura de Ars. Son innumerables las intervenciones de los obispos sobre este tema, por no hablar de los libros escritos sobre la figura y la misión del sacerdote en el siglo que ha concluido recientemente, algunos de los cuales son obras literarias de primer orden.
¿Qué puede añadirse a todo esto en el breve tiempo de una meditación? Me alienta el dicho con el que un predicador comenzaba su curso de ejercicios: «Non nova ut sciatis, sed vetera ut faciatis»; lo importante no es conocer cosas nuevas, sino aplicar las conocidas. Renuncio, por tanto, a todo intento de síntesis doctrinal, de presentaciones globales o de perfiles ideales del sacerdote (no tendría ni el tiempo ni la capacidad) y trataré de hacer vibrar nuestro corazón sacerdotal con el contacto de la Palabra de Dios.
La Palabra de la Escritura, que nos servirá como hilo conductor, se encuentra en I Corintios 4,1, que muchos de nosotros recordamos en la traducción latina de la Vulgata: «Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei»: «Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios». Podemos complementarla, en ciertos aspectos, con la definición de la carta a los Hebreos: «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hebreos 5,1).
Estas frases tienen la ventaja de replantearnos la raíz del sacerdocio, es decir, ese estadio de la revelación en el que el ministerio apostólico todavía no se ha diversificado, dando lugar a los tres grados canónicos de obispos, presbíteros y diáconos, que, al menos en lo que se refiere a las respectivas funciones, llegarán a aclararse con san Ignacio de Antioquía, a inicios del siglo II. Esta raíz común es subrayada por el Catecismo de la Iglesia Católica que define el orden sagrado como «el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico» (n. 1536).
En nuestras meditaciones trataremos de referirnos lo más posible a ese estadio inicial con el objetivo de comprender la esencial del ministerio sacerdotal. En este Adviento, sólo tomaremos en consideración la primera parte de la frase del apóstol: «Servidores de Cristo». Si Dios quiere, continuaremos en Cuaresma nuestra reflexión, meditando en lo que significa para un sacerdote ser «administrador de los misterios de Dios» y cuáles son los misterios que debe administrar.
«¡Siervos de Cristo!» (con signos de exclamación, para indicar la grandeza, dignidad y belleza de este título): es la frase que debería tocar nuestro corazón en la presente meditación y hacer que vibre de santo orgullo. Aquí no hablamos de los servicios prácticos o ministeriales, como administrar la palabra y los sacramentos (de esto, como decía, hablaremos en Cuaresma); en otras palabras, no hablamos del servicio como «acto», sino del servicio como «estado», como vocación fundamental y como identidad del sacerdote; hablamos en el mismo sentido y con el mismo espíritu con que lo hacía Pablo, que al inicio de sus cartas siempre se presenta así: «Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación».
En el pasaporte invisible del sacerdote, con el que se presenta cada día ante la presencia de Dios y de su pueblo, en el apartado «profesión» debería decir: «Siervo de Jesucristo». Todos los cristianos son obviamente siervos de Cristo, pero el sacerdote lo es con un título y un sentido totalmente particular, como todos los bautizados son sacerdotes, pero el ministro ordenado lo es con un título y un sentido diferente y superior.
2. Continuadores de la obra de Cristo
El servicio esencial que el sacerdote está llamado a ofrecer a Cristo consiste en continuar su obra en el mundo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Juan 20, 21). El papa san Clemente, en su famosa Carta a los Corintios, comenta: «Cristo es enviado por Dios y los apóstoles por Cristo… Éstos, predicando por doquier, en el campo y en la ciudad, nombraron a sus primeros sucesores, habiendo sido puestos a prueba por el Espíritu para ser obispos y diáconos». Cristo es enviado por el Padre, los apóstoles por Cristo, y los obispos por los apóstoles: es la primera formulación clara del principio de la sucesión apostólica.
Pero esa palabra de Jesús no tiene sólo un significado jurídico y formal. Es decir, no sólo fundamenta el derecho de los ministros ordenados a hablar como «enviados» por Cristo; indica también el motivo y el contenido de este mandato, que es el mismo por el que el Padre envió al Hijo al mundo. Y, ¿por qué envió Dios a su Hijo al mundo? También en este caso renunciamos a respuestas globales, completas, para las que haría falta leer todo el Evangelio; nos limitamos alguna de las declaraciones programáticas de Jesús.
Ante Pilato, afirma solemnemente: «para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Juan 18, 37). Continuar con la obra de Cristo comporta, por tanto, que el sacerdote dé testimonio de la verdad, hacer que brille la luz de lo verdadero. Basta tener en cuenta el doble significado de la palabra verdad, aletheia, en Juan. Oscila entre la «realidad» divina y el «conocimiento» de la realidad divina, entre un significado ontológico u objetivo y uno gnoseológico o subjetivo. Verdad es «la realidad eterna en cuanto revelada a los hombres, que hace referencia tanto a la misma realidad como a su revelación» (H. Dodd, L’interpretazione del Quarto Vangelo, Paideia, Brescia 1974, p. 227).
La interpretación tradicional ha entendido «verdad» sobre todo en el sentido de revelación y conocimiento de la verdad; en otras palabras, como verdad dogmática. Esta es ciertamente una tarea esencial. La Iglesia, en su conjunto, la desempeña por medio del magisterio, de los concilios, de los teólogos, y de cada sacerdote, predicando al pueblo la «sana doctrina».
Pero no hay que olvidar el otro significado que Juan da a la verdad: el de realidad conocida, más que conocimiento de la realidad. Desde esta perspectiva, la tarea de la Iglesia y de cada sacerdote no se limita a proclamar las verdades de fe, sino que debe ayudar a experimentarlas, a entrar en contacto íntimo y personal con la realidad de Dios, a través del Espíritu Santo.
«La fe –escribió santo
Tomás de Aquino– no termina con la enunciación, sino con la realidad» («Fides non terminatur ad enuntiabile sed ad rem«). Del mismo modo, los maestros de la fe no pueden contentarse con enseñar las verdades de fe, tienen que ayudar a las personas a alcanzar el objetivo, a no tener sólo una «idea» de Dios, sino a hacer la experiencia de Él, según el sentido bíblico de conocer, diferente, como se sabe, del griego y filosófico.
Otra declaración programática de intenciones es la que Jesús pronuncia ante Nicodemo: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Gv 3, 17). Esta frase hay que leerla a la luz de la precedente: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Jesús vino a revelar a los hombres la voluntad salvífica y el amor misericordioso del Padre. Toda su predicación se resume en la palabra que dirige a los discípulos en la Última Cena: «¡El Padre os quiere!» (Juan 16, 27).
Ser continuador en el mundo de la obra de Cristo significa asumir esta actitud de fondo ante la gente, incluidos los más alejados. No juzgar, sino salvar. No debería descuidarse el trato humano, sobre el que la Carta a los Hebreros, insiste particularmente a la hora de presentar la figura de Cristo Sumo Sacerdote y de cada sacerdote: la simpatía, el sentido de solidaridad, la compasión con el pueblo.
Se ha dicho de Cristo: «No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino que fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado». Del sacerdote humano afirma que «es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo» (Hebreos 4,15-5, 3).
Es verdad que Jesús, en los Evangelios, también se muestra severo, juzga y condena, pero ¿con quién lo hace? No lo hace con la gente sencilla, que venía a escucharle, sino con los hipócritas, los autosuficientes, los maestros y los guías del pueblo. Jesús no era, como se dice de algunos políticos: «fuerte con los débiles y débil con los fuertes». ¡Todo lo contrario!
3. Continuadores, no sucesores
Pero, ¿cómo es posible hablar de los sacerdotes como continuadores de la obra de Cristo? En toda institución humana, como sucedía en tiempos del Imperio Romano y como sucede hoy con las órdenes religiosas y todas las empresas, los sucesores continúan la «obra», pero no continúan con la «persona» del fundador. Éste, en ocasiones, es corregido, superado e incluso repudiado. Esto no sucede con la Iglesia. Jesús no tiene sucesores, pues no ha muerto, sino que está vivo; «resucitado de la muerte, la muerte ya no tiene poder sobre Él».
¿Cuál es entonces la tarea de sus ministros? La de representarle, es decir, hacerle presente, dar forma visible a su presencia invisible. En esto consiste la dimensión profética del sacerdocio. Antes de Cristo, la profecía consistía esencialmente en anunciar una salvación futura, «en los últimos días», después de Él consiste en revelar al mundo la presencia escondida de Cristo, en gritar como Juan Bautista: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis». Un día unos griegos se dirigieron al apóstol Felipe con esta pregunta: «Señor, queremos ver a Jesús» (Juan 12, 21); la misma pregunta, más o menos explícita, lleva en el corazón quien se acerca hoy al sacerdote.
San Gregorio de Nisa acuñó una famosa expresión, que normalmente se aplica a la experiencia de los místicos: «Sentimiento de presencia» (Sobre el Cántico, XI, 5, 2 –PG 44, 1001–, aisthesis parousias). El sentimiento de presencia es algo más que la sencilla fe en la presencia de Cristo; es tener el sentimiento vivo, la percepción casi física de su presencia como Resucitado. Si esto es propio de la mística, entonces quiere decir que todo sacerdote tiene que ser un místico, o por lo menos un «mistagogo», quien introduce a las personas en el misterio de Dios y de Cristo, como llevándolas de la mano.
La tarea del sacerdote no es diferente, aunque esté subordinada, a la que el Santo Padre presentaba como prioridad absoluta del sucesor de Pedro y de toda la Iglesia en la carta dirigida a los obispos, el 10 de marzo pasado: «En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en Jesucristo crucificado y resucitado… Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia: Ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo».
4. Siervos y amigos
Pero ahora tenemos que dar un paso adelante en nuestra reflexión. «¡Siervos de Jesucristo!»: este título nunca debería ir solo; le debe acompañar siempre, al menos en lo profundo del corazón, otro título: ¡el de amigos!
La raíz común de todos los ministerios ordenados que se perfilarán posteriormente es la elección que un día hizo Jesús de los Doce; esto es lo que de la institución sacerdotal se remonta hasta el Jesús histórico. La liturgia presenta, es verdad, la institución del sacerdocio el Jueves Santo, a causa de la palabra que Jesús pronunció después de la institución de la Eucaristía: «Haced esto en memoria mía». Pero esta frase también presupone la elección de los Doce, sin contar que, si se toma aislada, justificaría el papel de sacrificador y de liturgo del sacerdote, pero no el de anunciador del Evangelio, que es asimismo fundamental.
¿Qué dijo en aquella ocasión Jesús? ¿Por qué escogió a los Doce, después de haber rezado durante toda la noche? «Instituyó Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Marcos 3,14-15). Estar con Jesús e ir a predicar: estar e ir, recibir y dar: en pocas palabras se presenta lo esencial de la tarea de los colaboradores de Cristo.
Estar «con» Jesús no significa sólo una cercanía física; en embrión implica ya toda la riqueza que Pablo encerrará en la fórmula «en Cristo» o «con Cristo». Significa compartir todo de Jesús: su vida itinerante, ciertamente, pero también sus pensamientos, su objetivos, su espíritu. La palabra compañero procede del latín medieval y significa quien tiene en común (con-) el pan (panis), que come el mismo pan.
En los discursos de adiós, Jesús da un paso adelante, completando el título de compañeros con el de amigos: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Juan 15.15).
Hay algo conmovedor en esta declaración de amor de Jesús. Siempre recordaré el momento en el que recibí la gracia, por un instante, de experimentar algo de esta conmoción. En un encuentro de oración, alguien había abierto la Biblia y había leído ese pasaje de Juan. La palabra «amigos» me tocó con una profundidad nunca antes experimentada; removió algo en lo profundo de mí mismo, hasta el punto de que durante todo el resto del día me repetía a mí mismo, lleno de maravilla e incredulidad: «¡Me ha llamado amigo! ¡Jesús de Nazaret, el Señor, mi Dios! ¡Me ha llamado amigo! ¡Soy su amigo! Y me parecía que con esa certeza era posible volar
por los aires y atravesar el fuego.
Cuando habla del amor de Jesucristo, san Pablo siempre da la impresión de que se conmueve: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Romanos 8, 35), «¡me amó y se entregó a sí mismo por mí!» (Gálatas 2, 20). Tendemos a desconfiar de la conmoción e incluso a avergonzarnos de ella. No sabemos la riqueza que nos perdemos. Jesús «se conmovió profundamente» y lloró ante la viuda de Naím (cf Lucas 7, 13) y ante las hermanas de Lázaro (cf Juan 11, 33.35). Un sacerdote capaz de conmoverse cuando habla del amor de Dios y del sufrimiento de Cristo o cuando recibe la confidencia de un gran dolor, convence más que con agudos razonamientos. Conmoverse no significa necesariamente echarse a llorar; es algo que se percibe en los ojos, en la voz. La Biblia está llena del pathos de Dios.
5. El alma de todo sacerdocio
Una relación personal, llena de confianza y de amistad con la persona de Jesús, es el alma de todo sacerdocio. De cara al año sacerdote, he vuelto a leer el libro del abad Jean–Baptiste Chautard, «El alma de todo apostolado», que hizo tanto bien y sacudió a tantas conciencias en los años anteriores al Concilio. En un momento en el que se daba un gran entusiasmo por las «obras parroquiales»: cine, juegos, iniciativas sociales, círculos culturales, el autor volvía a centrar bruscamente la atención sobre el problema, denunciando el peligro de un activismo vacío. «Dios –escribía– quiere que Jesús sea la vida de las obras».
No reducía la importancia de las actividades pastorales, todo lo contrario, sin embargo, afirmaba que sin una vida de unión con Cristo, no eran más que «muletas» o, como las definía san Bernardo, «malditas ocupaciones». Jesús le dijo a Pedro: «Simón, ¿me amas? Apacienta mis ovejas». La acción pastoral de todo ministro de la Iglesia, desde el Papa hasta el último sacerdote, no es más que la expresión concreta del amor por Cristo. «¿Me amas? Entonces, ¡apacienta!». El amor por Jesús marca la diferencia entre el sacerdote funcionario o ejecutivo y el sacerdote siervo de Cristo y dispensador de los misterios de Dios.
El libro del abad Chautard podría llevar por título «El alma de todo sacerdocio», pues en toda la obra habla de él como agente y responsable en primera línea de la pastoral de la Iglesia. En aquella época, el peligro ante el que se trataba de reaccionar era el llamado «americanismo». El abad se remonta con frecuencia, de hecho, a la carta de León XIII «Testem benevolentiae», que había condenado esa «herejía».
Hoy esta herejía, si de herejía se puede hablar, ya no sólo es «americana», sino una amenaza que, incluso a causa de la disminución de la proporción de sacerdotes, afecta al clero de toda la Iglesia: se llama activismo frenético. (Por otra parte, muchas de las instancias que procedían en aquel tiempo de los cristianos de los Estados Unidos, y en particular del movimiento creado por el siervo de Dios Isaac Hecker, fundador de los Paulist Fathers, tachadas de «americanismo», por ejemplo, la libertad de conciencia y la necesidad de un diálogo con el mundo moderno, no eran herejías, sino instancias proféticas que el Concilio Vaticano II hará en parte suyas).
El primer paso para hacer de Jesús el alma del propio sacerdocio consiste en pasar del personaje Jesús al Jesús persona. El personaje es uno «de» quien se puede hablar con gusto, pero «a» quien nadie puede dirigirse y «con» quien nadie puede hablar. Se puede hablar de Alejandro Magno, de Julio César, de Napoleón todo lo que se quiera, pero si uno dijera que habla con algunos de ellos, le mandarían inmediatamente con un psiquiatra. La persona, por el contrario, es alguien con quien se puede hablar y a quien se puede hablar. Cuando Jesús no es más que un conjunto de noticias, de dogmas o de herejías, alguien del pasado, una memoria, no una presencia, se queda en un personaje. Es necesario convencerse de que está vivo y presente. Es más importante hablar con él que hablar de Él.
Uno de los aspectos más hermosos de la figura de don Camilo de Giovanni Guareschi, teniendo obviamente en cuenta el género literario, se aprecia cuando habla en voz alta con el Crucifijo sobre todo lo que le sucede en la parroquia. Si nos acostumbráramos a hacerlo, con tanta espontaneidad, con nuestras palabras, ¡cuánto cambiaría en nuestra vida sacerdotal! Nos daremos cuenta de que no hablamos al vacío, sino a alguien que está presente, que escucha y responde, quizá no en voz alta como a don Camilo.
6. En primer lugar, las «piedras grandes»
Al igual que en Dios toda la obra exterior de la creación mana de su vida íntima, «del incesante flujo de su amor», y así como toda la actividad de Cristo mana de su diálogo ininterrumpido don el Padre, del mismo modo todas las obras del sacerdote deben ser la prolongación de su unión con Cristo. «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo», también significa esto: «Yo he venido al mundo sin separarme del Padre, vosotros id al mundo sin separaros de mí».
Cuando se interrumpe este contacto, sucede como en una casa, cuando se va la electricidad y todo se detiene y queda a oscuras, o, en el caso del agua corriente, cuando los grifos dejan de dar agua. A veces se escucha: ¿cómo quedarnos tranquilos rezando cuando tantos necesitados reclaman nuestra presencia? ¿Cómo no correr cuando se está quemando la casa? Es verdad, pero imaginemos lo que le sucedería a un equipo de bomberos que acudiera, con las sirenas encendidas, a apagar un incendio y, al llegar al lugar, se diera cuenta de que no tiene ni una gota de agua. Es lo que nos sucede cuando corremos a predicar o a ejercer otros ministerios vacíos de oración y de Espíritu Santo.
He leído una historia que me parece que se aplica de manera ejemplar a los sacerdotes. Un día, un anciano profesor fue invitado como experto para hablar sobre la planificación más eficaz del propio tiempo a los ejecutivos de grandes compañías estadounidenses. Decidió hacer un experimento. De pie, sacó de debajo de la mesa un gran jarrón de cristal vacío. Tomó después una docena de piedras del tamaño de pelotas de tenis que depositó con cuidado, una por una, en el jarrón hasta llenarlo. Cuando ya no había espacio para otras piedras, preguntó a los alumnos: «Creéis que el jarrón está lleno?», y todos respondieron: «¡sí!».
Se agachó de nuevo y sacó de debajo de la mesa una caja llena de grava que derramó encima de las grandes piedras, moviendo el jarrón para que la grava pudiera penetrar entre las piedras grandes hasta llegar al fondo. «Ahora, ¿se ha llenado?», preguntó. Con más prudencia, los alumnos comenzaron a comprender y respondieron: «Quizá no todavía». El anciano profesor se agachó de nuevo y esta vez sacó un saco de arena, que derramó en el jarrón. La arena llenó los espacios entre las piedras y la grava. Preguntó nuevamente: «Ahora, ¿está lleno el jarrón?». Y todos, sin pensarlo dos veces, respondieron: «¡No!». El anciano tomó una garrafa que se encontraba en la mesa y derramó el agua hasta llenar el jarrón.
Entonces, pregunta: «¿Cuál es la gran verdad que nos muestra este experimento?». El más atrevido respondió: «Demuestra que, aunque nuestra agenda esté totalmente llena, con algo de buena voluntad siempre se puede añadir algún compromiso, algo más por hacer». «No», respondió el profesor. «Lo que demuestra el experimento es que si no se meten en primer lugar las piedras gruesas en el jarrón después no podrán entrar». «¿Cuáles son las grandes piedras, las prioridades de nuestra vida? Lo importante es poner estas grandes piedras en el primer lugar de nuestra agenda?».
San Pedro indicó de una vez por todas cuáles son las grandes piedras, las prioridades absolutas, de los apóstoles y de sus sucesores, obispos y sacerdotes: «nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Pal
abra» (Hechos 6, 4).
Nosotros, sacerdotes, más que cualquier otro, estamos expuestos al peligro de sacrificar lo importante por lo urgente. La oración, la preparación de la homilía o de la misa, el estudio y la formación, son cosas importantes, pero no urgentes; si se aplazan, en apariencia, no se hunde el mundo, mientras que hay muchas cosas pequeñas –un encuentro, una llamada por teléfono, un trabajito material– que son urgentes. De este modo, se acaba aplazando sistemáticamente lo importante a un «después» que nunca llega.
Para un sacerdote, poner en primer lugar en el vaso las grandes piedras puede significar concretamente comenzar la jornada con un tiempo de oración y de diálogo con Dios, de manera que las actividades y los diferentes compromisos no acaben ocupando todo el espacio.
Concluyo con una oración del abad Chautard que se encuentra en el programa de estas meditaciones: «Oh Dios, dad a la Iglesia muchos apóstoles, pero suscitad en su corazón una sed ardiente de intimidad con Vos y, al mismo tiempo, un deseo de trabajar por el bien del prójimo. Dad a todos una actividad contemplativa y una contemplación activa». ¡Así sea!
[Traducción del original italiano por Jesús Colina]