Relación general antes de la discusión

Del relator general, el cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec (Canadá)

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CIUDAD DEL VATICANO, martes, 7 de octubre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la relación antes de la discusión del relator general, el cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec (Canadá).

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INTRODUCCIÓN

«Al Ángel de la Iglesia de Esmirna escribe: «Esto dice el Primero y el Último, el que estuvo muerto y revivió, ‘… Manténte fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida’. «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap. 2, 8.10-11).
Estamos reunidos en la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos para escuchar lo que el Espíritu dice en nuestros días a las Iglesias sobre «la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia». Nosotros compartimos la idea de los Padres de la Iglesia, expresada por San Césareo de Arlés que dice «la luz del alma y su sustento eterno no son sino la palabra de Dios, sin la cual el alma no puede disfrutar de la vista, ni tampoco de la vida: nuestro cuerpo muere, si le faltan los alimentos; de la misma manera, nuestra alma perece, si no recibe la Palabra de Dios [1].
El objetivo del Sínodo es especialmente pastoral y misionero. Consiste en la escucha conjunta de la Palabra de Dios con el fin de distinguir cómo el Espíritu y la Iglesia aspiran a dar una respuesta al don del Verbo encarnado por el amor de las Sagradas Escrituras y el anuncio del Reino de Dios a la humanidad entera. Hagamos nuestra la oración de San Pablo que introduce nuestros corazones en el misterio de la Revelación:
Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender bien con todos los santos cuás es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios. A aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén (Ef.</i> 3, 14-21).
El Sínodo propondrá las orientaciones pastorales para «reforzar la práctica del reencuentro con la Palabra de Dios como fuente de vida» [2], analizando lo recibido del Concilio Vaticano II sobre la Palabra de Dios en relación a la renovación eclesiológica, al ecumenismo y al diálogo con las naciones y las religiones.
Más allá de las discusiones teóricas, estamos invitados a adoptar la posición del Concilio: «El santo Concilio, escuchando religiosamente la Palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace suya la frase de San Juan, cuando dice: ‘Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra, sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo’ (1 Jn. 1, 2-3)» (DV 1).
Gracias a la visión trinitaria y cristocéntrica del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha renovado la conciencia de su propio misterio y de su misión. La Constitución dogmática Lumen Gentium y la Constitución pastoral Gaudium et Spes desarrollan una eclesiología de comunión que se apoya en una concepción innovadora de la Revelación. En efecto, la Constitución dogmática Dei Verbum ha supuesto un auténtico cambio en el modo de tratar la Revelación divina. En vez de haber dado mayor importancia, como antes, a la dimensión noética de las verdades del credo, los Padres conciliares subrayaron la dimensión dinámica y dialogal [3] de la Revelación como comunicación personal con Dios. Ellos también han sentado las bases para el reencuentro y un diálogo más vivo entre Dios que llama y su pueblo que responde.
Este cambio fue entendido como un hecho decisivo por los teólogos, los exégetas y los pastores [4]. Mientras tanto, se afirma generalmente que la Constitución Dei Verbum no ha sido plenamente recibida ya que el cambio que ésta inauguró, todavía no ha dado todos los frutos deseados y esperados en la vida y en la misión de la Iglesia.[5]. Teniendo en cuenta los progresos alcanzados, habría que preguntarse por qué el modelo de comunicación personal [6] no ha podido penetrar más en la consciencia de la Iglesia, su oración, y sus prácticas pastorales de la misma manera que en los métodos teológicos y exegéticos. El Sínodo debe proponer soluciones concretas para colmar las lagunas y poner remedio a la ignorancia de las Escrituras que se añade a las dificultades actuales de la evangelización.
En efecto, reconocemos que la vida de fe y el ímpetu misionario de los cristianos se han visto profundamente afectados por diferentes fenómenos socioculturales como son la secularización, el pluralismo religioso, la globalización y la expansión de los medios de comunicación, fenómenos de innumerables consecuencias, como las diferencias cada vez mayores entre ricos y pobres, el aumento de sectas esotéricas, las amenazas a la paz, sin olvidar los ataques actuales contra la vida humana y la familia [7].
A estos fenómenos socioculturales deben añadirse las dificultades internas de la Iglesia concernientes a la transmisión de la fe dentro de la familia, las deficiencias de la formación catequística, las tensiones entre el Magisterio eclesial y la teología universitaria, la crisis interna de la exégesis y su relación con la teología y, de manera más general, «una cierta separación de los estudiosos con respecto a los Pastores y a la gente simple de las comunidades cristianas » (IL 7a).
El Sínodo debe hacer frente al grande desafío de la transmisión de la fe en la Palabra de Dios en la actualidad. En un mundo pluralista, marcado por el relativismo y el esoterismo [8], la propia noción de Revelación es cuestionable [9] y tiene que ser aclarada.
Convocatio, communio, missio. Alrededor de estas tres palabras claves que traducen la triple dimensión, dinámica, personal y dialogal de la Revelación cristiana, expondremos la organización temática del Instrumentum Laboris. La Palabra de Dios nos convoca y nos acomuna en el designio de Dios por medio de la obediencia de la fe y envía al pueblo elegido hacia las naciones. Esta Palabra de la Alianza culmina en María que acoge en la fe al Verbo encarnado, al Deseo de las naciones. Retomaremos las tres dimensiones de la Palabra de la Alianza, como el Espíritu Santo las ha encarnado en la historia de la salvación, las Santas Escrituras y la Tradición eclesial.
Pedimos al Espíritu Santo que aumente este deseo de redescubrir la Palabra de Dios, siempre actual y jamás superado. Esta Palabra tiene el poder de «hacer renacer al mundo», de rejuvenecer a la Iglesia y de suscitar una renovada esperanza en el camino de la misión. Benedicto XVI nos ha recordado que esta grande esperanza se funda en la certeza de que «Dios es Amor» [10] y que, «en Cristo, Dios se manifestó» [11] por el bien de todos.

I. CONVOCATIO : IDENTIDAD DE LA PALABRA DE DIOS

A. DIOS HABLA

«In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum» (Jn.1, 1s). Desde el principio, tenemos que partir del misterio de Dios tal como éste nos ha sido revelado a través de las Sagradas Escrituras. El Dios de la Revelación es un Dios que habla, un Dios que es Él mismo la Palabra y que se da a conocer a la humanidad de muchas maneras (He. 1, 1). Gracias a la Biblia, la humanidad puede ser interpelada por Dios; el Espíritu le concede escuchar y acoger la Palabra de Dios, volviéndose
de esta manera Ecclesia, la comunidad reunida por la Palabra. Esta comunidad de creyentes recibe su identidad y su misión de la Palabra de Dios que la funde, la alimenta y la compromete para el servicio del Reino de Dios [12].
Desde el principio deben aclararse las diferentes significaciones de la Palabra de Dios. El prólogo de Juan ofrece la perspectiva más elevada y completa para ofrecer estas clarificaciones. Con el término Logos, el evangelista designa una realidad trascendente que estaba con Dios y que también es Dios mismo. Este Logos «estaba con Dios y la Palabra era Dios » ( ) (Jn. 1, 1) al principio, es decir, antes de todas las cosas, en Dios mismo ( ). El final de este prólogo precisa la divina naturaleza personal del Logos por medio de estas palabras: «A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn. 1, 18).
En las cartas a los Colosenses y a los Efesios, san Pablo expresa de manera relativamente similar el misterio de Cristo, Palabra de Dios: «Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, visibles e invisibles… Todo fue creado por él y para él» (Col</i>. 1, 15-16). En el diseño de su proyecto de salvación, Dios ha querido «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. En él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza conforme a la decisión de su voluntad, para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo» (Ef. 1, 10-12).

B. EL VERBO DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA, JESUCRISTO

La Palabra de Dios significa antes que nada Dios mismo que habla, que expresa en sí mismo el Verbo divino que pertenece a su misterio íntimo. Esta Palabra divina es el principio generador de todas las cosas, ya que «sin ella no se hizo nada de cuanto existe» (Jn. 1, 3). Habla múltiples lenguas, especialmente la de la creación material, la de la vida y el ser humano. «En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn. 1, 4). También habla de una manera particular y al mismo tiempo dramática en la historia de los hombres, en especial de la elección de un pueblo, de la ley de Moisés y de los profetas.
Por último, después de haber hablado de muchas maneras (cf. He. 1, 1), resume y corona todo de una manera única, perfecta y definitiva en Jesucristo. «Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis» (Jn. 1, 14). El misterio del Verbo divino encarnado ocupa el centro del prólogo y de todo el Nuevo Testamento. «Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre (cfr. Jn. 14, 9) – con toda su presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive Dios con nosotros…» (DV 4).
La Palabra de Dios de la que es testimonio la Escritura asume, por tanto, diversas formas y contiene diferentes niveles de significación. Esta Palabra designa a Dios mismo que habla, a su Verbo divino, a su Verbo creador y salvador y, finalmente, a su Verbo encarnado en Jesucristo, al mismo tiempo «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2). Para Lucas, la Palabra de Dios se identifica justo con la enseñanza oral de Jesús (Lc. 5, 1-3), guiando el mensaje pascual, el kérygme, que a través de la predicación de los apóstoles «crecía y se multiplicaba» como un organismo viviente (Hch. 12, 24). Dicha Palabra de Dios, una y múltiple, dinámica y escatológica, personal y filial, habita y vivifica la Iglesia por medio de la fe; ella se entrega en las Sagradas Escrituras como un testigo histórico y literario, como un depósito sagrado destinado a la humanidad entera. De aquí surge esta nueva y decisiva modalidad de la Palabra de Dios, el texto sagrado, la forma escrita que consideró al pueblo de Israel como testigo de la primera Alianza. De aquí también surgen las Escrituras del Nuevo Testamento que la Iglesia ha recibido a su vez del Espíritu Santo y de la tradición apostólica, Escrituras que ella considera fuentes normativas y definitivas para su vida y su misión.
En resumen, la Palabra de Dios escrita o transmitida es una palabra dialogal además de trinitaria. Se le ofrece al hombre a través de Jesucristo para introducirlo en la comunión trinitaria y hacerlo encontrar su identidad plena. Según el prólogo de san Juan, esa Palabra personal de Dios interpela a la humanidad y plantea inmediatamente la cuestión de su acogida: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron», pero «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn. 1, 12).
Dios habla y, por este hecho, el hombre se configura como un ser interpelado. Esta dimensión antropológica de la Revelación se expresa lacónicamente en la constitución del Dei Verbum 2: «Por medio de Cristo, Verbo encarnado, los hombres tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina». Sobre este tema antropológico, los Padres de la Iglesia han explicado la doctrina Tradicional del Imago Dei. San Irineo de Lyon, por ejemplo, comentando a san Pablo, habla del Hijo y del Espíritu como de las «manos del Padre» que dan forma al hombre a «imagen y semejanza de Dios» [13].
Hay que tener presente esta dimensión antropológica de la Revelación, ya que ésta juega un papel muy importante hoy en día en la hermenéutica de los textos bíblicos. El Concilio Vaticano II ha redefinido la identidad dialogal del hombre a partir de la Palabra de Dios en Cristo. «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación » (GS 22 § 1). De esta manera resulta, bajo la luz cristológica, que al recibir esta vocación sublime por la fe y el amor, el hombre accede a su plena identidad personal dentro de la Iglesia, misterio de comunión, «pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [14].
A nivel pastoral, ¿no habría que comprobar si esta teo-antropología dialogal y filial, fundada en Cristo, ocupa el lugar que merece en la Liturgia, en la catequesis y en la formación teológica? «Porque en los sagrados libros el Padre, recuerda la DV, que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV 21).
La vocación divina de la humanidad, como hemos visto, se ilumina en el misterio del Verbo encarnado, el nuevo Adán. Dicha vocación le confiere su dinamismo trascendental bajo la forma de un deseo profundo de Dios, inscrito en su mismo ser. El hombre es un ser de deseo que aspira al infinito, pero es también un ser de servicio que obedece a la Palabra de Dios: «He aquí la esclava del Señor» (Lc. 1, 38). Toda la antropología interviene en este pasaje del deseo por el servicio que hace del hombre un ser eclesial, un anima ecclesiastica.

C. LA ESPOSA DEL VERBO ENCARNADO

1.La Hija de Sión y la Ecclesia

«En la comunión de toda la Iglesia, quisiéramos mencionar, en primer lugar, a la bienaventurada María siempre Virgen, Madre
de nuestro Dios y Señor, Jesucristo»
(Canon romano).
Una mujer, María, cumple perfectamente la vocación divina de la humanidad a través de su «sí» a la Palabra de la Alianza y a su misión. Con su maternidad divina y su maternidad espiritual, María se presenta como el modelo y la forma permanente de la Iglesia, como la primera Iglesia. Nos detenemos frente a la figura enlace de María entre la antigua y la nueva Alianza que acompaña el pasaje de la fe de Israel a la fe de la Iglesia. Contemplemos el pasaje de la Anunciación que es el origen y el modelo insuperable de la auto-comunicación de Dios y de la experiencia de fe de la Iglesia. Éste nos servirá como paradigma para comprender la identidad dialogal de la Palabra de Dios en la Iglesia.
Junto a Dios que habla aparece con toda claridad la dimensión trinitaria de la Revelación. El ángel de la Anunciación habla en nombre de Dios Padre que toma la iniciativa de dirigirse a su criatura para manifestarle su vocación y su misión. Se trata de un evento de la gracia cuyo contenido es comunicado a pesar del temor y del asombro de su criatura: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo». En el vivaz diálogo que sigue, María pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc. 1, 35).
Además de esta dimensión trinitaria del relato del evento, el diálogo de María con el ángel nos instruye al mismo tiempo sobre la reacción vital de quien es interpelada, de su temor, de su perplejidad y de su necesidad de una explicación. Dios respeta la libertad de su criatura, por esto añade el símbolo de la fecundidad de Isabel que le permite a María donar su aprobación de una manera que es, a la vez, sobrenatural y plenamente humana. «He aquí la esclava del Señor; Hágase en mi según tu palabra » (Lc. 1, 38). Esposa del Dios vivo, María se convierte en madre del Hijo por la gracia del Espíritu.
Desde que María ofrece su aprobación incondicional al anuncio del ángel, la vida trinitaria entra en su alma, su corazón y su seno, inaugurando el misterio de la Iglesia. Pues la Iglesia del Nuevo Testamento comienza a existir allá donde la Palabra encarnada es acogida, querida y ofrecida con toda la disponibilidad al Espíritu Santo. Este camino de comunión hacia la Palabra en el Espíritu empieza con la anunciación del ángel y se extiende a toda la existencia de María. Esta vía incluye todas las etapas del crecimiento y de la misión del Verbo encarnado, en particular, la escena escatológica de la cruz donde María recibe del mismo Jesús el anuncio de la plenitud de su maternidad espiritual: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn. 19, 26). En todas estas etapas, a través de «su SÍ inicial y permanente» [15], María se une a la vida de Dios porque se ofrece y colabora enteramente en el plan de salvación de la humanidad entera. Ella es la nueva Eva cantada por san Irineo, ya que participa como la esposa del Cordero en la fecundidad universal del Verbo encarnado.
La escena de la Anunciación y la vida de María ilustran y resumen la estructura de la Alianza de la Palabra de Dios y la actitud responsorial de la fe. Éstas hacen resaltar la naturaleza personal y trinitaria de la fe que consiste en un don de la persona hacia Dios que se da a través de su revelación [16]. «Dicha actitud es la actitud de los santos. Ella es como la misma Iglesia que no cesa de convertirse a su Señor como respuesta a la voz que él le dirige» [17]. Por eso el interés por la figura de María como modelo, así como de arquetipo [18] de la fe de la Iglesia, nos parece central para efectuar de manera concreta un cambio de paradigma en relación con la Palabra de Dios. Este cambio de paradigma no obedece a un modo de pensar actual, sino al redescubrimiento del lugar original de la Palabra, el diálogo vital de Dios –Uno y Trino– con la Iglesia su Esposa, que se lleva a cabo en la celebración de la Liturgia. «Efectivamente, para la realización de esta grande obra a través de la cual Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo se asocia siempre a la Iglesia, su Esposa bien amada, que lo invoca como su Señor y que pasa por medio de él para ofrecerle su culto al Padre eterno» [19].

2.Tradición, Escritura y Magisterio

Hablar de la Liturgia como diálogo vital de la Iglesia con Dios, es hablar de la tradición en su acepción primera, es decir, de la transmisión viva del misterio de la nueva Alianza. La Tradición se configura a través de la predicación apostólica, ella precede a las Escrituras, las elabora y las acompaña siempre. La Palabra de Dios predicada genera la fe que se expresa a su más alto nivel por medio del bautismo y de la Eucaristía. En efecto, es allí donde Dios en Cristo ofrece su vida a los hombres «para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). Es allí también donde la Iglesia, en nombre de toda la humanidad responde al Dios de la Alianza ofreciéndose a sí misma junto a Cristo para su gloria y para la salvación del mundo.
En la Tradición viva de la Iglesia, la Palabra de Dios ocupa el primer lugar: es el Cristo viviente. La Palabra escrita es testimonio de ello. La Escritura, en efecto, es una prueba histórica y una referencia canónica indispensable para la oración, la vida y la doctrina de la Iglesia. No obstante, la Escritura no es toda la Palabra, no se identifica totalmente con ella, debido a la importancia de la distinción entre la Palabra y el Libro, así como entre la letra y el Espíritu. San Pablo afirma con énfasis que nosotros somos los ministros «de un nuevo Pacto, no de la letra, sino del Espíritu. Porque la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Co. 3, 6). Es evidente que la letra de la Escritura juega un papel primordial y normativo dentro de la Iglesia, no obstante, «el cristianismo no es propiamente una ‹religión del libro›: es la religión de la Palabra pero no única ni principalmente de la Palabra en su forma escrita. Es la religión del Verbo y no ‘no de un verbo escrito y mudo, sino más bien de un Verbo encarnado y viviente‘» [20]. En cualquier caso, esta religión de la Palabra no puede separarse del Verbo escrito, manteniendo con él una relación compleja pero esencial.
La unidad de la Tradición viva y de las Sagradas Escrituras se basa en la asistencia del Santo Espíritu a los que ejercen el ministerio pastoral. «Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, en cuanto que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios que se ha de creer » (DV 10).
La asistencia que el Santo Espíritu ofrece al Magisterio (cf. 2 Ti. 1, 14) completa la acción que éste ejerce en la creación y en la historia de la salvación. En efecto, el Espíritu Santo actúa en la historia, suscitando «acciones» y «palabras» que han interpretado los eventos y que han sido entregados por escritos a través de los Libros sagrados (DV I, 2). La exégesis histórico-crítica nos ha vuelto más conscientes de las complejas mediaciones humanas que intervinieron en la elaboración de los textos sagrados, sin embargo sigue siendo el Espíritu Santo el que guía toda la historia de la salvación, él ha inspirado su int
erpretación verbal y escrita y él ha trazado su culminación en Cristo y en la Iglesia. San Pablo describe poéticamente «la Palabra de Dios» como «la espada del Espíritu» (Ep. 6, 17). Insiste en enfatizar el papel del Espíritu en el designio de Dios, en particular, en la síntesis magistral de la Epístola a los Efesios (cf. 1,13; 2,22; 3,5). En cualquier caso, observamos que la acción del Espíritu Santo no se opone ni a la dimensión dialogal, ni a la dimensión doctrinal, como el Magisterio de la Iglesia se esfuerza por recordarnos, si bien en la DV se subraya la dimensión personal-dialogal, a partir de la auto-comunicación de Dios en Cristo.
«Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin los otros, y que juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (DV 10). A pesar de este equilibrio delicado que posee muchas implicaciones ecuménicas, las tensiones persisten y hay que insistir en la reflexión sobre estos asuntos fundamentales que determinan el modo de leer las Escrituras, de interpretarlas y de hacer un uso fructuoso para la vida y la misión de la Iglesia.
Convocatio: Dios invita a sus criaturas a la existencia a través de su Palabra. Invita al hombre al diálogo en su Hijo e invita a la Iglesia a compartir su vida divina en el Espíritu. Hemos deseado concluir esta parte sobre la identidad de la Palabra de Dios con una parte sobre la Iglesia, Esposa del Verbo encarnado. A pesar de la complejidad de las relaciones entre Escritura, Tradición y Magisterio, el Espíritu Santo garantiza sin embargo la unidad del conjunto, sobre todo si se considera la dinámica responsorial e incluso nupcial de la Alianza. Al situar las funciones eclesiásticas de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio dentro de una eclesiología mariana, estamos invitando a cambiar de paradigma, un paradigma en el que el acento pase de la dimensión ética a la dimensión personal de la Revelación. La figura arquetípica de María permite destacar la dimensión dinámica de la Palabra y de la naturaleza personal de la fe como un don de sí misma, invitando también a la Iglesia a permanecer bajo la Palabra y a estar disponible a la acción del Espíritu Santo.

II. COMMUNIO: LA PALABRA DE DIOS EN LA VIDA DE LA IGLESIA

En esta segunda parte trataremos sobre la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, empezando por el diálogo de la Iglesia con Dios en la santa Liturgia que es la cuna de la Palabra, su asiento en la vida (sitz im leben) [21]. A continuación trataremos de la Lectio divina y de la interpretación eclesial de la Santa Escritura, subrayando la búsqueda del sentido espiritual, invitándoles a reanudar la exégesis de los Padres de la Iglesia.

A. EL DIÁLOGO DE LA IGLESIA CON DIOS QUE HABLA

1. La Santa Liturgia

La Liturgia es considerada como un ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, un ejercicio en el cual el culto público integral es ejercitado por el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, por la Cabeza y sus miembros (cf. SC 7). Por este motivo la Constitución Sacrosanctum concilium insiste en las diferentes modalidades de la presencia de Dios en la Liturgia. «Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas». El Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla» (SC 7).
«Es él quien habla mientras se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura». No se puede insistir demasiado en las implicaciones pastorales de esta solemne afirmación conciliar. Ésta nos recuerda que el protagonista de la santa Liturgia es Cristo mismo que se dirige a su pueblo y se ofrece a su Padre por un sacrificio de amor para la salvación del mundo. Aunque parezca que la Iglesia tiene un papel preponderante en la observancia de los ritos litúrgicos, en realidad cumple una función subordinada al servicio de la Palabra y de Él que es quien habla. El eclesio-centrismo es ajeno a la reforma del Concilio. Cuando la Palabra es proclamada, es Cristo quien habla en nombre de su Padre, y el Espíritu Santo nos hace acoger su Palabra en comunión con su vida. La asamblea litúrgica existe en cuanto se centra en la Palabra y no en sí misma. De otra manera, ésta degenera en un grupo social de cualquier tipo.
Insistiendo de esta forma la Iglesia nos enseña que la Palabra de Dios es, ante todo, Dios que habla. Ya en la Primer Alianza, Dios habla a su pueblo a través de Moisés quien le refiere luego la respuesta del Pueblo a las palabras de Yahvé: «haremos todo lo que el Señor ha dicho» (Ex. 19, 8) [22]. Dios habla no tanto para instruirnos, sino más bien para comunicarse él mismo e «introducirnos en su comunión» (DV 2). El Espíritu Santo realiza esta comunión reuniendo a la comunidad en torno a la Palabra, así como actualizando el misterio pascual de Cristo donde él mismo se entrega en la comunión. De este modo, según las Escrituras, la misión del Verbo encarnado culmina en la comunicación del Espíritu divino [23]. Bajo esta luz trinitaria y pneumatológica aparece más claramente que la santa Liturgia es el diálogo vivo entre Dios que habla y la comunidad que le escucha y le responde mediante las alabanzas, la acción de gracias y el compromiso por la vida y la misión. ¿Cómo se debería cultivar entre los fieles la consciencia de que la Liturgia es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo a la cual la Iglesia se une como una Esposa bien amada? ¿Cuáles consecuencias deberían tener el redescubrimiento de este lugar original de la Palabra sobre la hermenéutica bíblica, sobre la celebración eucarística y, especialmente, sobre el lugar y la función de la Liturgia de la Palabra, incluyendo la homilía?

a) Palabra y Eucaristía

La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia. (DV 21)
Comparando la Liturgia de la Palabra y la Eucaristía de las dos «tablas», la DV quería subrayar precisamente la importancia de la Palabra. Dicha expresión retoma un dato tradicional que se encuentra expresado enfáticamente en Orígenes, por ejemplo, cuando exhorta al respeto de la Palabra y del cuerpo de Cristo: «que, en el caso se tratara de su cuerpo, sea hecho con las suficientes precauciones, ¿por qué, entonces, queréis que la negligencia de la Palabra de Dios merezca un menor castigo que el de su cuerpo?» [24].
Si queremos conservar la metáfora de las dos tablas, ¿deberíamos matizar el modo de venerarlas? [25] ¿Del mismo modo deberíamos destacar su unidad ya que sirven al mismo «Pan de vida» (Jn. 6, 35-58) para los fieles? Que sea bajo forma de la Palabra que hay que creer o de la Carne que hay que comer, la Palabra proclamada y la Palabra pronunciada sobre las hostias participan en un mismo evento sacramental. La Liturgia de la Palabra lleva en sí misma una fuerza espiritual que, sin embargo, se multiplica por su vínculo intrínseco con la actualización del misterio pascual: la Palabra de Dios que se hace Carne sacramental a través del poder del Espíritu. Este misterio sacramental se cumple por medio de las palabras, como lo recuerda el Concilio de Trento [26], y también por medio de la acción del Espíritu Santo a través del ministro ordenado y que es explícitamente invocado en la epiclesis.
El Espíritu confiere a la Palabra proclamada en la Lit
urgia una virtud performativa, es decir, «viva y eficaz» (Hb. 4, 12). Esto significa que la Palabra litúrgica, así como el Evangelio «no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida» [27]. Dicha virtud performativa de la Palabra litúrgica depende del hecho de que Aquél que habla no quiere, en primer término, instruir por medio de su Palabra, sino comunicarse a sí mismo. Aquél que escucha y responde no adhiere solamente a las verdades abstractas; se compromete personalmente con toda su vida, manifestando así su identidad de miembro del Cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo es la clave de esta comunicación vital. Es él quien da forma al Cuerpo sacramental y eclesial de Cristo, como ha dado forma en María a su Cuerpo de carne y, según la palabra de Orígenes, el «Cuerpo de la Escritura» [28]. Así, con el Hijo y el Espíritu, «el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos » (DV 21). ¿Cómo se deberían formar discípulos y ministros capaces de valorizar la dimensión trinitaria y responsorial de la Liturgia? Estas dificultades pastorales no comportan sólo una reforma de los estudios, sino también una revalorización de la contemplación de las Escrituras.

b) La homilía

A pesar de la renovación de que fue objeto la homilía en el Concilio, sentimos aún la insatisfacción de numerosos fieles con respecto al ministerio de la predicación. Esta insatisfacción explica en parte la salida de muchos católicos hacia otros grupos religiosos. Para poner remedio a algunas lagunas de la predicación, sabemos que no es suficiente dar prioridad a la Palabra de Dios, puesto que es necesario que se interprete correctamente en el contexto mistagógico de la Liturgia. No basta recurrir a la exégesis ni utilizar nuevos medios pedagógicos o tecnológicos; ni siquiera sirve que la vida personal del ministro esté en profunda armonía con la Palabra anunciada. Todo esto es muy importante, pero puede seguir siendo extrínseco a la realización del misterio pascual de Cristo. ¿Cómo ayudar a los homilistas a poner la vida y la Palabra al servicio de este acontecimiento escatológico que hace irrupción en el corazón de la asamblea? La homilía debe llegar a la profundidad espiritual, es decir, cristológica de la Sagrada Escritura. [29] ¿Cómo evitar la tendencia al moralismo y cultivar la llamada a la fe?
El Instrumentum laboris ha puesto de relieve el pasaje de Lucas 4, 21, que habla de la «primera homilía» de Jesús en la sinagoga de Nazaret: «Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy»». El Evangelio de Lucas introduce esta secuencia de modo solemne, haciendo como un resumen de la predicación y del destino de Jesús. En cierto sentido, la escena en la sinagoga de Nazaret fue un símbolo de su vida. La gente estaba admirada del mensaje de gracia que salía de su boca, pero al final estaba dispuesta a arrojarlo al precipicio. El comienzo de su predicación fue el prólogo al misterio pascual.

«Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Entre el hoy del Resucitado y el hoy de la asamblea, está la mediación de la Escritura puesta por el Espíritu en los labios del homilista. «Todos estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4, 22). Iluminado por el Espíritu Santo, el texto explicado de manera sencilla y familiar sirve como meditación para el encuentro entre Cristo y la comunidad. Así, el cumplimiento de la Escritura se lleva a cabo en la fe de la comunidad que acoge a Cristo como Palabra de Dios. El hoy que interesa al predicador es el hoy de la fe, la decisión de creer y abandonarse a Cristo y obedecerle incluso en las exigencias morales del Evangelio.

El sacerdote, en su condición de ministro de la Palabra, completa lo que falta a la predicación de Jesús a través de su cuerpo, que es la Iglesia. Comparte los sufrimientos de la preparación, las dificultades de la comunión, pero, sobre todo, la alegría de ser instrumento del Espíritu Santo al servicio de un acontecimiento más que radical: «la acogida del hombre a la ofrenda de amor de Dios que se le presenta en Cristo». [30]

c) El Oficio divino

Dios sigue hablando a su pueblo mediante su Hijo, en el Espíritu, «no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino» (SC 83). Cristo Jesús «introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia consigo al canto de este divino himno de alabanza». «Así -escribe san Agustín-, nuestro Señor Jesucristo, único Salvador de su Cuerpo místico, ruega por nosotros, ruega en nosotros, y recibe nuestras oraciones. Ruega por nosotros como nuestro sacerdote, ruega en nosotros como nuestro jefe, recibe nuestras oraciones como nuestro Dios. Reconocemos, pues, que nosotros hablamos en él y él habla en nosotros». [31]

El Oficio divino forma parte del ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, a la que la Iglesia está asociada íntimamente como Esposa del Verbo encarnado. La renovación del Oficio divino, realizada por el Concilio, ha producido grandes frutos en la Iglesia gracias al desarrollo de una práctica muy difundida en formas simplificadas que permiten un contacto frecuente y orante con la Palabra de Dios. Esta práctica monástica y conventual, enriquecida con lecturas patrísticas, sigue siendo un elemento constitutivo de la tradición eclesiástica y, por tanto, es una referencia importante para la interpretación de la Escritura en la Iglesia.

Esta práctica eclesial encarna la finalidad espiritual de las Sagradas Escrituras y valoriza la oración insuperable de los salmos. «Ciertamente, toda la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, está inspirada por Dios y es útil para la enseñanza, tal como está escrita; sin embargo, el libro de los Salmos -escribe san Atanasio-, como un paraíso que contiene todos los frutos de los demás libros, propone sus cantos y añade sus propios frutos a los demás en la salmodia». [32] El que canta los salmos está como ante un «espejo», donde puede reencontrar sus propios sentimientos, como Agustín, que confiesa que de tal manera «la verdad se introducía en mi corazón que el fervor transportaba, mis lágrimas fluían y esto me hacía bien». [33]

El Sínodo debería subrayar que en la práctica ferviente del Oficio divino, según la regla propia de cada comunidad, se encuentra un valioso fermento de vida comunitaria y de alegría. [34] Encarna la sequela Christi, la unión de la Esposa con el Esposo en la alabanza de amor y de intercesión para la gloria de Dios y la salvación del mundo.

2. Lectio divina

La tradición de la Iglesia transmite también la práctica de la lectio divina como una contemplación deleitosa de la Sagrada Escritura, a la manera de María, que meditaba en su corazón todos los misterios de Jesús. «María buscaba el sentido espiritual de las Escrituras y lo encontraba relacionándolo (symballousa) con las palabras, con la vida de Jesús y con los acontecimientos que ella iba descubriendo en la historia personal». En esto, «María se transforma en un símbolo para nosotros, para la fe de las personas simples y la de los doctores de la Iglesia, que buscan, sopesan y definen cómo profesar el Evangelio». [35]

«Quisiera, sobre todo, evocar y recomendar la antigua tradición de la lectio divina», escribe el Papa Benedicto XVI. «La lectura asidua de la sagrada Escritura acompañada por la oración realiza el coloquio íntimo en el que, leyendo, se escucha a Dios que habla y, orando, se le responde con confiada apertura del corazón (cfr. DV, 25). Estoy convencido de que, si esta práctica se promueve eficazmente, producirá
en la Iglesia una nueva primavera espiritual». [36]

Para que las prácticas de la lectio divina se vivan con más provecho, el texto de la DV 23 nos sitúa en la justa perspectiva, evocando a la Iglesia, Esposa del Verbo encarnado, que está animada e instruida por el Espíritu Santo. Esta eclesiología nupcial introduce por sí misma el clima de amor y de reciprocidad que favorece la contemplación de la Escritura. Esta valiosa indicación nos ayuda a tomar conciencia de los presupuestos eclesiológicos, que desempeñan un papel más importante de lo que parece en el diálogo con Dios en el mismo texto sagrado. Puesto que la Iglesia, en sus miembros, se percibe como una esposa amada, objeto de un amor de elección, también será natural dirigirse amorosamente a la Sagrada Escritura como a la fuente que brota sin cesar del amor divino. [37]

«En esta perspectiva han de ser consideradas, rectamente comprendidas y recuperadas la extraordinaria exégesis de los Padres y la gran intuición medieval de los «cuatro sentidos de la Escritura», puesto que no han perdido interés». [38] La práctica de la lectio divina producirá frutos en la medida en que esté sumergida en una atmósfera de confianza con respecto a la Escritura, lo que supone una exégesis del texto «con el mismo Espíritu con que se escribió» (DV 12). En este contexto, no se fomentará nunca demasiado «el estudio de los Santos Padres, así del Oriente como del Occidente, y de la Sagradas Liturgias» (DV 23).

En síntesis, la lectio divina puede dar una gran aportación al diálogo de la Iglesia con Dios, a la formación de los discípulos y las comunidades cristianas y también al acercamiento de las Iglesias y comunidades eclesiales mediante la «lectura espiritual común de la Palabra de Dios». [39]

Es de desear que el Sínodo aliente la búsqueda de estrategias nuevas, sencillas y atractivas, adaptadas al conjunto del pueblo cristiano o a grupos particulares de fieles, para desarrollar el gusto y la práctica de una lectura continua, tanto comunitaria como personal, de la Palabra de Dios.

B. La interpretación eclesial de la Palabra de Dios

1. Elementos problemáticos

La interpretación de las Escrituras en la Iglesia dio lugar, desde los orígenes apostólicos, a conflictos y tensiones recurrentes. A los cismas y separaciones se añadieron otros obstáculos. Paralelamente a estos acontecimientos desdichados, la exégesis y la teología no sólo se separaron la una de la otra, sino también de la interpretación espiritual de la Escritura, que era común en la época patrística. [40] El modelo contemplativo de la teología monástica y patrística cedió su lugar a un modelo especulativo y a menudo polémico, bajo la influencia de errores que había que combatir y de descubrimientos históricos, filosóficos y científicos. Añadamos también el giro antropocéntrico del pensamiento moderno, que separó la metafísica del ser en beneficio de una epistemología inmanentista. Prisionero del recinto encantado del cogito (Ricoeur), el hombre se siente fascinado por sus propias proezas especulativas (Hegel), pero pierde la capacidad de admirarse ante el misterio del ser y de la Revelación. [41]

En este contexto de separación y de conflicto entre la fe y la razón, se asiste al planteamiento de la unidad de la Escritura y a una fragmentación excesiva de las interpretaciones. Desde este momento, la relación interna de la exégesis con la fe ya no es unánime y las tensiones aumentan entre los exégetas, pastores y teólogos. [42] Ciertamente, la exégesis histórico-crítica se completa cada vez más con otros métodos, algunos de los cuales se reconcilian con la tradición y la historia de la exégesis. [43]. Pero, de modo general, después de muchos decenios de concentración en las mediaciones humanas de la Escritura, ¿no habría que reencontrar la profundidad divina del texto inspirado sin perder las valiosas adquisiciones de las nuevas metodologías?

Nunca se insistirá demasiado en este punto, puesto que la crisis de la exégesis y de la hermenéutica teológica afecta profundamente a la vida espiritual del pueblo de Dios y su confianza en las Escrituras. Afecta también a la comunión eclesial, a causa del clima de tensión, con frecuencia malsano, entre la teología universitaria y el Magisterio eclesial. Ante esta delicada situación, y sin entrar en los debates de las escuelas, el Sínodo debe dar una orientación para purificar las relaciones y favorecer la integración de los conocimientos de las ciencias bíblicas y hermenéuticas en la interpretación eclesial de las Sagradas Escrituras.[44]

Los diálogos en este sentido, promovidos por la Congregación para la doctrina de la fe, deberían intensificarse con el fin de analizar en profundizar, de forma interdisciplinar y respetuosa de las competencias, los puntos en litigio y preparar así el juicio de la Iglesia, que debe cumplir «el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios» (DV 12). La Pontificia Comisión Bíblica y la Comisión teológica internacional desempeñan un papel importante y muy apreciado en este sentido. El Sínodo podría reconocer la valiosa contribución de estos organismos e incentivar sesiones conjuntas, [45] para intensificar el diálogo entre pastores, teólogos y exégetas. De igual modo, podría sugerir encuentros regionales del mismo tipo, que ayudarían a cultivar un sano clima de comunión y de servicio a la palabra de Dios. Además, el Sínodo podría proponer que fuera considerado como eje de integración de esta búsqueda de unidad el sentido espiritual de la Escritura. [46]

2. El sentido espiritual de la Escritura

«El teólogo sagaz reconoce sin más -escribe el padre de Lubac- que la existencia de un doble sentido literal y espiritual es un dato inalienable de la tradición. Esto forma parte del patrimonio cristiano. [El sentido espiritual] es, repitámoslo con los Padres, el Nuevo Testamento mismo, con toda su fecundidad, «revelándosenos como cumplimiento y transfiguración del Antiguo»». [47] Según santo Tomás de Aquino, el sentido espiritual supone el sentido literal y se apoya en él. [48] No obstante, toda interpretación simbólica o espiritual debe conservar una homogeneidad con el sentido literal. Ya que «admitir sentidos heterogéneos equivaldría a cortar el mensaje bíblico de su raíz, que es la palabra de Dios comunicada históricamente, y abrir la puerta a un subjetivismo incontrolable». [49]

Este temor del subjetivismo y la falta de reflexión contemporánea sobre la inspiración de las escrituras explican la lentitud de la exégesis católica contemporánea a la hora de interesarse realmente por el sentido espiritual de la Escritura. [50] Con todo, una evolución significativa se perfila en este sentido: «Por regla general -escribe la PCB-, se puede definir el sentido espiritual, entendido según la fe cristiana, como el sentido expresado por los textos bíblicos cuando se leen bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que de él deriva». [51] Esta definición entronca bien con la orientación de la DV 12, que exige interpretar los textos bíblicos con el mismo Espíritu con que fueron escritos.

En efecto, el Espíritu prepara los acontecimientos del Antiguo y del Nuevo Testamento según una progresión que va de la promesa al cumplimiento; por el Espíritu fueron interpretados esos acontecimientos mediante palabras proféticas y nuevas lecturas simbólicas o sapienciales, a fin de guiar al pueblo de Dios, a través de purificaciones y profundizaciones sucesivas, al encuentro con Jesucristo, plenitud de la Revelación. En el fondo, el sentido espiritual de la Escritura, «el sentido verdadero, sigue siendo el del Espíritu Santo». [52] «En cuanto a mí -escribe san Bernardo-, así como el Señor me lo ha enseñado, buscaré en los rincones profundos de la palabra sagrada su Espíritu y su sen
tido vivo; esto por mi parte, puesto que creo en Jesucristo. ¿Cómo no trataré de sacar de la letra muerta e insípida un alimento espiritual sabroso y saludable, como se separa el grano de la cascarilla, la nuez de su cáscara o como se extrae la médula de un hueso? No tengo nada que ver con esta letra muerta que sabe a carne y da la muerte a quien la come. Pero lo que se encuentra oculto bajo su envoltura, viene del Espíritu Santo». [53]

La práctica de la exégesis espiritual de la Escritura requiere también aquí una profundización pneumatológica. No basta solamente con leer «bajo la influencia del Espíritu Santo»; es necesario tratar de percibir en la letra al Espíritu que está contenido en ella. Así, el Espíritu Santo no es simplemente un agente extrínseco de la producción de la Sagrada Escritura; es él quien, en la Biblia, se expresa de acuerdo con la Palabra del Padre, que es Jesucristo. En la prolongación de esta búsqueda, sería oportuno que el Sínodo se interrogase sobre la pertinencia de una eventual encíclica sobre la interpretación de la Escritura en la Iglesia.

3. La exégesis y la teología

La exégesis y la teología se ocupan del mismo objeto, la palabra de Dios, pero desde perspectivas diferentes y complementarias. El exégeta estudia la «letra» de la Escritura «con el mismo Espíritu con que se escribió, [54] para sacar el sentido exacto de los textos sagrados» (DV 12). Está atento a la génesis histórica de los textos, a su género literario, a su estructuración, pero también a la relación entre los diferentes libros de la Biblia y entre uno y otro Testamento. El Sínodo debería elogiar el renovado interés por el enfoque canónico de la Escritura y los esfuerzos para proponer síntesis de teología bíblica como interesantes pasos adelante en el sentido de una inteligencia global de la Escritura. También el teólogo se esfuerza por interpretar la «letra» en función de «la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia» (DV 12), de los lenguajes filosóficos y de otros que marcan la cultura de su época y respetando, en la medida de lo posible, las sensibilidades particulares de sus contemporáneos.

Exégetas y teólogos saben que «las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios; por consiguiente, el estudio del texto sagrado ha de ser como el alma de la Sagrada Teología» (DV 24). Esta palabra de Dios es, siempre y simultáneamente, Palabra de fe, testimonio de un pueblo y de sus autores inspirados. En consecuencia, los métodos exegéticos y teológicos deben reflejar la interdependencia de la «letra», del Espíritu y de la fe en el trabajo de interpretación. La relación de Alianza entre Dios y su pueblo se encuentra en el texto mismo y exige una interpretación que no sólo sea noética, sino también dinámica y dialogística. En pocas palabras, o bien los exégetas y los teólogos interpretan rigurosamente la Biblia en la fe y la escucha del Espíritu, o bien se atienen a las características superficiales del texto limitándose a consideraciones históricas, lingüísticas o literarias.
Entre las tareas urgentes de la investigación, es importante profundizar en la epistemología teológica con la ayuda de los Padres de la Iglesia y de los santos. Por su actitud personal y metódica de fe contemplativa, estos se abren a la profundidad del texto, es decir, a la presencia de Dios que habla ahora por él y se dirige al que escucha. De ahí su testimonio de una «ciencia del amor» [55] que sigue siendo la vía de acceso por excelencia al conocimiento de Dios. «La precisión inspirada con la que los santos menos especulativos insisten en ciertos aspectos de la vida cristiana puede tener efectos imprevisibles para la teología viva de la Iglesia. Pensad en la regla de san Benito, en el testamento de san Francisco de Asís, en los Ejercicios de san Ignacio». [56] Aunque los santos en cuestión no son teólogos de profesión, las características propias de su vida sirven como «cánones» y reglas de interpretación de la Revelación, puesto que «los que aman son los que más saben sobre Dios. A ellos deben escuchar los teólogos». [57] Santa Teresa del Niño Jesús sabía que su camino de infancia espiritual era un ejemplo para imitar, y san Pablo, en la Biblia cristiana, se pone a sí mismo como ejemplo.
«Mediante una ética antropológica cerrada, la franqueza con la que san Pablo demuestra en sí mismo la santidad cristiana -para demostrar la verdad dogmática- y presenta el análisis de su propia existencia ante toda la Iglesia y ante el mundo, tendrá siempre algo de chocante. Pero no es más que el reflejo exacto y dócil, en el plano eclesial, de la extraordinaria afirmación de Cristo de ser él mismo en su existencia viva la verdad de Dios». [58] «El modo en el que san Francisco comprende la Escritura se distingue en los puntos esenciales de la de sus biógrafos. Éstos están familiarizados con los métodos científicos de entonces y se abocan a una exégesis simbólica donde no se pone ningún límite a la imaginación. Es todo lo contrario en Francisco: no tiene ninguna idea de los principios hermenéuticos aceptados en su tiempo. Su exégesis es realista, concreta; su imaginación está ligada a la letra de la Escritura». [59] En una palabra, los santos contemplan con los ojos del Espíritu las profundidades de Dios que emergen de la Sagrada Escritura. [60] «Los santos son para el Evangelio lo que una partitura cantada es respecto a una partitura anotada», escribe san Francisco de Sales. [61]

III. MISSIO: LA PALABRA DE DIOS EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Hemos situado la palabra de Dios en la vida de la Iglesia bajo el signo de la communio, ya que la Palabra acogida en la fe nos introduce en la comunión trinitaria. La experiencia de esta comunión entraña una conversión cada vez más profunda con el Amor y una participación en el dinamismo misionero y escatológico de la palabra de Dios. Animado por el Espíritu de Pentecostés, este Sínodo quiere hacerse eco de este dinamismo.
«La palabra de Dios crecía y se multiplicaba», nos dicen los Hechos de los Apóstoles (Hch 12, 24). Conquistaba adeptos entre los judíos y los paganos, como testimonia Pedro ante la comunidad de Jerusalén hablando de la efusión del Espíritu Santo sobre los paganos. De esta forma, «la Palabra del Señor crecía y se robustecía poderosamente» (Hch 19, 20), acrecentando la Iglesia y comunicándole la paz del Reino (cf. Hch 9, 31).

A. ANUNCIAR EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS

1. La Iglesia, servidora de la Palabra

La Iglesia «tiene plena conciencia de que las palabras del Salvador: «Es preciso que anuncie también el reino de Dios», se aplican justamente a ella misma. Y por su parte ella añade de buen grado, siguiendo a san Pablo: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16)». El corazón de la misión de la Iglesia es evangelizar. Evangelizar significa: «predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa» (EN 14). «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5)» (EN 18).
En el cumplimiento de su misión evangelizadora, la Iglesia acoge y sirve a la palabra de Dios. Mediante la profecía, la liturgia y la diaconía, testimonia el dinamismo personal de la Palabra encarnada. Obispos, sacerdotes, diáconos, laicos y personas consagradas, todos permanecen bajo la Palabra y actúan de acuerdo con ella, según el carisma que han recibido del Espíritu. Así, colaborando con la palabra
de Dios, la Iglesia participa en la misión del Espíritu, que reúne a «los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52), para hacer que todo tenga a «Cristo por Cabeza» (Ef 1, 10).

2. El Jesús histórico de los evangelios

Como en los tiempos apostólicos, la Iglesia anuncia el reino de Dios, es decir, a Jesús, el Cristo, tal como está presente en los evangelios. Ahora bien, esta tarea ha sido puesta en peligro por la influencia de corrientes de exégesis que han abierto una brecha entre el «Jesús de la historia» y el «Cristo de la fe». Estas corrientes exegéticas han puesto en tela de juicio el valor histórico de los evangelios, minando así la credibilidad del texto. «Semejante situación es dramática para la fe -declara Benedicto XVI-, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende». [62] Es verdad que desde algunos decenios la investigación bíblica ha restablecido el valor histórico de los evangelios [63] y ha reafirmado incluso su carácter biográfico. [64] Esos resultados aún no están suficientemente conocidos y no han corregido el impacto negativo de la exégesis racionalista en la vida espiritual y el testimonio misionero de los cristianos.
En este contexto, la publicación del libro Jesús de Nazaret del Papa Benedicto XVI constituye un gran acontecimiento, que libera el acceso a la figura auténtica de Jesús. Muestra que la identidad divina de Jesús, testimoniada históricamente por los evangelios, emerge de los textos mismos y del testimonio coherente y creíble del Nuevo Testamento. Valorando los resultados positivos de la exégesis histórico-crítica, el Papa señala sus límites metodológicos y desea el desarrollo de «la exégesis canónica» para completar la interpretación teológica. La actitud liberadora de Benedicto XVI consiste en «confiar en los evangelios», presentando al «Jesús de los evangelios como el Jesús real», como el «Jesús histórico», en el sentido propio del término. [65]Este libro «no es en modo alguno un acto magisterial», [66], pero no por ello deja de ser un faro que protege de los escollos y de los naufragios. Su testimonio acerca la teología y la exégesis mediante la unión armoniosa de la competencia científica y del testimonio personal de una autoridad eclesial. Ni que decir tiene que esta obra ayuda a disipar la confusión sembrada por ciertos fenómenos mediáticos [67] y a relanzar el diálogo de la Iglesia con la cultura contemporánea. El Sínodo podría reconocer en este libro un lugar importante para la refundación de una cultura contemplativa de los evangelios.

B. ENCARNAR EL TESTIMONIO DE DIOS-AMOR

1. El primado del amor

Cuando el Espíritu habla a la Iglesia hoy recordándole las Escrituras, la está invitando a un nuevo testimonio de amor y de unidad, para que realce la credibilidad del Evangelio ante un mundo que es más sensible a los testigos que a los doctores. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Este signo del amor mutuo prolonga el testimonio de Dios, ya que encarna el amor mismo de Jesús, que dijo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34). Este «como» significa: amaos con el mismo amor con el que yo os amo. Toda la oración sacerdotal de Jesús, síntesis de su ofrenda pascual, tiende a asociar a la humanidad al testimonio de unidad de la Trinidad: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17, 22-23). Gregorio de Niza identifica la gloria con el Espíritu, [68], que también ora con Cristo para que sus discípulos sean consagrados en la verdad, o sea, consumados en la unidad. Esta oración solemne muestra bien que la fidelidad al mandamiento del amor no sólo implica la salvación del creyente, sino también y sobre todo la credibilidad de la Trinidad en el mundo. «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
En consecuencia, el testimonio de la palabra de Dios exige discípulos misioneros [69] que sean auténticos testigos del primado del amor sobre la ciencia. San Pablo lo afirma sin ambages, tanto en el himno al amor de la prima carta a los Corintios (1 Co 13, 1-13) como en su exhortación a los Filipenses: «Con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos» (Flp 2, 2) a ejemplo de Cristo en su kénosis. «No son los manuales áridos, aunque estén llenos de verdades indudables, los que pueden expresar al mundo la verdad del Evangelio y hacerlo plausible, sino la existencia de los santos que han sido conquistados por el Espíritu Santo de Cristo. Cristo no previó otra apologética (Jn 13, 35)». [70]

2. El testimonio ecuménico

Desde la entrada oficial de la Iglesia católica en el movimiento ecuménico, los Papas han hecho de la causa de la unidad cristiana una prioridad. Por otra parte, el acercamiento ecuménico ha permitido a las Iglesias y a las comunidades eclesiales interrogarse juntas sobre su propia fidelidad a la palabra de Dios. Aunque los encuentros y diálogos ecuménicos hayan producido frutos de fraternidad, de reconciliación y entendimiento, la situación presente se caracteriza por un cierto malestar que llama a una conversión más profunda al «ecumenismo espiritual». [71] «Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual» (UR 8).
Esta orientación del Concilio conserva toda su actualidad, como recuerda el santo Padre: «Escuchar juntos la palabra de Dios; practicar la lectio divina de la Biblia, es decir, la lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los creyentes de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso recorrer para alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra». [72]Entre los numerosos testimonios ecuménicos de nuestra época citamos, a modo de ejemplo, el Movimiento de los Focolares, fundado por Chiara Lubich, cuya espiritualidad hace hincapié en «el amor mutuo» y la obediencia a la «Palabra de vida». La pedagogía de este Movimiento atribuye, con razón, la prioridad al elemento dinámico del amor en relación con el elemento noético de la Palabra. Esta prioridad requiere de todos los interlocutores una conversión cada vez más profunda al designio de amor del Dios trino, que el Espíritu Santo se esfuerza por llevar a su plenitud con «gemidos inefables» (Rm 8, 26).
Es significativo que este Movimiento católico y ecuménico -¿no se debería decir solamente «católico», es decir, ecuménico?- lleve el nombre canónico de «Obra de María». En él se ve confluir feliz y armoniosamente -como, por lo demás, en otros Movimientos- [73] el movimiento bíblico, el movimiento ecuménico y el movimiento mariano, gracias a una práctica decidida de la palabra de Dios, encarnada y compartida. [74] Este testimonio recuerda que la unidad de los cristianos y su impacto misionero no son ante todo «nuestra obra», sino la del Espíritu y María. [75]

C. DIALOGAR CON LAS NACIONES Y LAS RELIGIONES

1. Al servicio del hombre

Como hemos dicho, la actividad misionera de la Iglesia está arraigada en la misión de Cristo y del Espíritu, que revela y expande la comunión trinitaria en todas las culturas del mundo. El alcance
salvífico universal del misterio pascual de Cristo exige el anuncio de la buena nueva a todas las naciones y también a todas las religiones. La palabra de Dios invita a todos los hombres al diálogo con Dios, que quiere salvar a todos los hombres en Jesucristo, el único mediador (1 Tm 2, 5; Hb 8, 6; 9, 5; 12, 24). La actividad misionera de la Iglesia testimonia su amor al Cristo total, que incluye toda cultura. En sus esfuerzos de evangelización de las culturas, esta actividad apunta a la unidad de la humanidad en Jesucristo, pero en el respeto y la integración de todos los valores humanos. [76] «Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8).
En su diálogo litúrgico con Dios, la Iglesia intercede por todos los hombres y, sobre todo, por los más pobres. Su pasión por la palabra de Dios la impulsa tras los pasos de Jesús pobre, casto y obediente para llevar la esperanza, la reconciliación y la paz a todas las situaciones de injusticia, opresión y guerra. Como en el «buen samaritano», este cuidado del hombre, cualquiera que sea, expresa la compasión de la Iglesia por todos los sufrimientos humanos y su disponibilidad para socorrer a los pobres y a los afligidos. Consciente de la presencia de Jesús a su lado, como en el camino de Emaús, interpreta la Escritura como él, «partiendo de Moisés y de todos los profetas», y explicando a todos los hombres el misterio de Jesús salvador: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24, 26).
Esta exégesis de Jesús, retomada sin cesar por la Iglesia, autentica la interpretación cristológica del primer Testamento, que los Padres, desde Orígenes e Ireneo, desarrollaron ampliamente. En nuestros días, teniendo en cuenta la historia trágica de las relaciones entre Israel y la Iglesia, estamos invitados no sólo a reparar la injusticia cometida con los judíos, sino también a «un nuevo respeto por la interpretación judía del Antiguo Testamento». [77] Además, un diálogo respetuoso y constructivo con el judaísmo puede servir para profundizar, por ambas partes, la interpretación de las Sagradas Escrituras. [78]

2. El diálogo interreligioso

Entre los interlocutores de los diferentes diálogos de la Iglesia con las naciones, el pueblo judío ocupa un lugar singular como heredero de la primera Alianza, con el que compartimos las Sagradas Escrituras. Esta herencia común nos invita a la esperanza, «puesto que los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29), como testimonia apasionadamente san Pablo en la carta a los Romanos: «Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, -los israelitas -, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén» (Rm 9, 1-5); «No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea que presumáis de sabios: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo, como dice la Escritura» (Rm 11, 25-26).

Siguen inmediatamente los fieles de fe musulmana, arraigados también ellos en la tradición bíblica, confesores del único Dios. Ante la secularización y el liberalismo, son aliados en la defensa de la vida humana y en la afirmación de la importancia social de la religión. El diálogo con ellos es más importante que nunca en las circunstancias actuales, para «promover juntos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres» (NA 3). El testimonio de los mártires de Tibhirine en Argelia, en 1996, eleva este diálogo a un nivel quizá jamás alcanzado en la historia en lo que se refiere al servicio del hombre y la reconciliación de los pueblos. Las iniciativas audaces del Papa Benedicto XVI declaran a favor de la prosecución perseverante del diálogo con el islam.
Por último, siguen los hombres «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5, 9) que están bajo el cielo, ya que el Cordero inmolado derramó su sangre por todos. La palabra de Dios está destinada especialmente a los que jamás han oído hablar de ella, puesto que en el corazón de Dios y en la conciencia misionera de la Iglesia, los últimos tienen la gracia de ser los primeros. [79]En un mundo en vías de globalización, con los nuevos medios de comunicación, el campo de la misión está abierto a nuevas iniciativas de evangelización con un espíritu de auténtica inculturación. Estamos en la era de Internet, y las posibilidades de acceso a la Sagrada Escritura se han multiplicado. [80] El Sínodo debe escuchar, discernir y alentar los proyectos de transmisión y transposición de las Sagradas Escrituras a todos estos nuevos lenguajes que esperan servir a la palabra de Dios.

CONCLUSIÓN

«¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la Verdad. Pues tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres convienen en lo mismo. Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios» (1 Jn 5, 5-9).
Jesús viene siempre, en la Iglesia, a «dar testimonio de la Verdad» y a comunicar a los que creen en su nombre el conocimiento del Padre, que él posee en plenitud. Este mensaje de Juan tiene que ser el primer objetivo y la primera preocupación del Sínodo: escuchar y acoger de nuevo a Dios que habla e implorar la gracia de una fe renovada en su Verbo encarnado. Conscientes de la renovación eclesiológica ligada a la concepción dinámica y dialogística de la Revelación, hemos sugerido algunas pistas de profundización de la palabra de Dios a partir de la fe de María tal como se prolonga en la vida de la Iglesia, la liturgia, la predicación, la lectio divina, la exégesis y la teología.
La aplicación de este paradigma mariano supone una profundización pneumatológica de la tradición eclesial y de la exégesis de las Escrituras, que dan cuenta de la virtud performativa de la palabra de Dios, distinguiéndola cuidadosamente de la presencia eucarística. Más que una biblioteca para eruditos, la Biblia es un templo donde la Esposa del Cantar de los Cantares escucha las declaraciones del Amado y celebra sus besos (cfr. Ct 1, 1). «Quien está instruido por el Espíritu Santo comprende todo -escribe san Siluan-; su alma se siente como en el cielo, puesto que el Espíritu Santo mismo está en el cielo y en la tierra, en la Sagrada Escritura y en las almas de todos los que aman a Dios». [81]Esta perspectiva más dinámica que noética requiere una teología más contemplativa, radicada en la liturgia, en los Padres y en la vida de los santos, una exégesis practicada en la fe conforme a su objeto, y también una filosofía del ser y del amor.
Nos abre a una lectura espiritual de la Biblia más fructuosa, a una interpretación eclesial de la Escritura y a una revitalización del diálogo misionero de la Iglesia bajo todas sus formas. La frecuentación más asidua de las Escrituras reavivará la conciencia misionera de la Iglesia y su amor al hombre, imagen de Dios con deseos de semejanza divina.
San Cesáreo de Arlés exhortaba frecuentemente a sus diocesanos a no descuidar jamás lo que calificaba como «alimento del alma para la eternidad»: «Os ruego, amados hermanos, que os apliquéis a consagrar a la lectura de los textos sagrados tantas horas como podáis» [82] Frecuentemente, al final de la jornada, le gustaba preguntarles a sus sacerdotes a propósito de la meditación de la palabra de Dios: «¿Qué habéis comido hoy?». Ojalá que tengamos la misma disponibilidad, el mismo gusto por la p
alabra de Dios y por nuestra parte nos hagamos la misma pregunta: «¿Qué hemos comido hoy?».

Notas

[1] San CESÁREO de Arlés, sermón VI.[2] Instrumentum laboris, 4.[3] El adjetivo «dialogal» es un neologismo. Aquí se utiliza para expresar la dimensión personal y responsorial de la fe como diálogo con Dios. Corresponde, en un cierto modo, a la diferencia entre «teológica» y «teologal», ya que la primera significa el aspecto noético y la segunda, el aspecto personal.[4] Ver J. Ratzinger, Comentarios de Dei Verbum en LThK, 1967; A. Grillmeier en LThK Vat. II, vol. 2, Freiburg i. Br., 1967; H. de Lubac, La Révélation divine, París, Cerf, 1983, 190 p.; A. Vanhoye, «La réception dans l’Église de la constitution Dei Verbum. Du Concile Vatican II à nos jours», en Esprit et Vie, n° 107, junio 2004, 1ra quincena, pp. 3-13; H. Hoping: «Theologischer Kommentar zur Dogmatischen Konstitution über die göttliche Offenbarung. Dei Verbum», en P. Hünermann, B. J. Hilberath (Hrsg), Herders theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil. Freiburg-Basel-Wien: Herder, 2005, pp. 695-831; C. Théobald, «La Révélation. Quarante ans après Dei Verbum», en Revue théologique de Louvain 36 (2005), pp. 145-165.[5] Instrumentum laboris, 6.[6] M. Seckler, «Der Begriff der Offenbarung», en Handbuch der Fundamentaltheologie, Ed. W. Kern et al., vol. 2, Freiburg i. Br., 1985, pp. 64-67. [7] Ibid.
[8] J. Rigal, «Le phénomène gnostique», en Esprit et Vie, no 192, abril 2008 – 2da quincena, pp. 1-10.[9] P. Bordeyne y L. Villemin (edit.), L’herméneutique théologique de Vatican II, Paris, Cerf (coll. «Cogitatio Fidei»), 2006, 268 p.[10] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est.[11] Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, no 9.[12] Jn. 19, 25-27; Jn. 20, 21-22 ; 1 P. 2, 9-10.[13] San Irineo de Lyon, Traité contre les hérésies, I, 3.[14] San Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 553.[15] Instrumentum laboris, 25.[16] «Nosotros no creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y que la fe nos hace ‘tocar’. ‘El acto (de fe) del creyente no se detiene delante del anunciado sino de la realidad (enunciada)’ (Santo Tomás de Aquino, S. th. 2-2, 1, 2, ad 2) » (CEC 170). El objeto formal de la fe, es la persona que anuncia y que se dona en el enunciado supremo de Jesucristo, que el Santo Espíritu nos autoriza para confesar. La fe es esencialmente trinitaria, ésta es un acto de don personal en respuesta a los dones Tri-Personales de Dios. Se siente en el texto Dei Verbum el equilibrio que aún se halla entre el aspecto personal o el dinamismo y el aspecto noético de la fe.[17] H. de Lubac, L’Écriture dans la tradition, Aubier, 1966, p. 100.[18] Es decir, que la vida de fe de María es más que un ejemplo para la Iglesia, ya que ella es madre, o sea, fuente de vida para la Iglesia.[19] Véase Concilio de Trento, sesión XXII, 17 sept. 1562, Decr. De Ss. Eucharist., c. 1. «él quiso dejar a la Iglesia, su Esposa bien amada, un sacrificio que fuese visible»; Lumen Gentium 4; Dei Verbum 8, 23; Sacrosanctum Concilium, 7. Ver también: Ef. 5, 21-32; Ap. 22, 17; Jn. 2; Jn. 19, 25-27).[20] H. de Lubac, L’Écriture dans la tradition, Aubier, 1966, p. 246; el autor refiere a san Bernardo, Sup. Missus est, h. 4, n. 11, haciéndole hablar a María: «Nec fiat mihi verbum scriptum et mutum, sed incarnatum et vivum» (PL, 183, 86 B).[21] Sobre esta expresión, ver W. Rordorf, «La confession de foi et son «Sitz im Leben» dans l’Église ancienne» en Novum Testamentum, Vol. 9, Fasc. 3 (Jul., 1967), pp. 225-238; A. Vanhoye, «La réception dans l’Église de la constitution dogmatique Dei Verbum. Du Concile Vatican II à aujourd’hui», Esprit et Vie, n° 107, junio 2004, p. 9.[22] Ya esta dimensión responsorial se encuentra expresada con énfasis en la descripción del rito fundador de la alianza del Sinaí (Ex. 24, 3.7) e igualmente en la narración de la fase preparatoria (Ex. 19, 8).[23] Jn. 19, 30; Jn. 20, 22; He. 2, 1-13; Ro. 8, 15-17; Gál. 4, 6.[24] Orígenes, Homilías sobre el Éxodo, 13, 3.[25] La historia de la redacción de este pasaje muestra que se ha aportado un cierto matiz en la versión final: se utiliza la expresión sicut et en vez de velut para evitar forzar la comparación en el sentido de una devoción equivalente. Véase H. Hoping, op. cit., 2005; p. 791.[26] «El Cuerpo se encuentra bajo una especie de pan, y la Sangre bajo una especie de vino por la virtud de las palabras » Denz. 1640.[27] Benedicto XVI, Spe salvi, 2.[28] Origène, Traité des principes, IV, 2.8.; cf. Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 12-13.[29] Véase en Lumière de la Parole, Culture et Vérité, 1990, el comentario de las lecturas dominicales de los años A, B y C de H. U. v. BALTHASAR, que destaca la unidad de las tres lecturas desde el punto de vista teológico. Este comentario, publicado en muchas lenguas, responde a una necesidad expresada a menudo por los homilistas. El original en alemán Licht des Wortes. Skizzen zu allen Sonntagslesungen fue publicado por Paulinus Verlag, Trier 1987.[30] J. RATZINGER, Dogma y predicación, op. cit., p. 50; cf. Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 46.[31] San AGUSTÍN, Comentario al salmo 85.[32] San PÍO X, Constitución apostólica Divino afflatu, 1911, Liturgia de las Horas, vol. 3, p. 1254.[33] Ibid.
[34] Mencionamos de paso la feliz renovación bíblica de muchas prácticas y devociones, que son también lugares importantes de meditación de la Sagrada Escritura: la adoración eucarística fuera de la misa, el santo rosario, el camino de la cruz, etc.[35] Instrumentum laboris, 25.[36] BENEDICTO XVI, «Ad Conventum Internationalem La Sacra Scrittura nella vita della Chiesa» (16.09.2005) : AAS 97 (2005) 957. Véase también C.M. MARTINI, « La place centrale de la Parole de Dieu dans la vie de l’Église – L’animation biblique de toute la pastorale », en Catholic Biblical Federation, no 76/77, 2005, p.33.[37] Cf. H. U. v. BALTHASAR, Sponsa Verbi. Skizzen zur Theologie II, Johannes Verlag, 1961 ; La Dramatique divine. II. Les personnes du drame. 2. Les personnes dans le Christ, p. 209-367 ; H. RAHNER, «Die Gott Geburt. Die Lehre der Kirchenväter von der Geburt Christi Aus dem Herzen der Kirche und der Gläubigen», dans Symbole der Kirche (O. Müller, Salzburgo 1964, 13-87) ; L. A. SCHÖKEL, Símbolos matrimoniales en la Biblia, Estella, Verbo Divino, 1997.[38] Instrumentum laboris, 22.[39] W. KASPER, «Dei Verbum Audiens et Proclamans» en Catholic Biblical Federation, no 76/77, 2005, p.11. Véase también Groupe des Dombes, Pour la conversion des Églises, París 1991.[40] H. U. v. BALTHASAR, Retour au Centre, Desclée de Brouwer, 1998, p. 25-57[41] H. U. v. BALTHASAR, Theologik 1. Wahrheit der Welt, Johannes Verlag, 1985, p. 11-23; Phénoménologie de la Vérité. La Vérité du monde, Beauchesne, 1952.[42] Véase a este propósito I. DE LA POTTERIE, L’exégèse chrétienne aujourd’hui, Fayard, 2000, 220 p., en particular J. RATZINGER, «L’interprétation de la Bible en conflit. Problèmes des fondements et de l’orientation de l’exégèse contemporaine», pp. 65-109.[43] PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA , La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 1.[44] J. RATZINGER, «L’interprétation de la Bible en
conflit
», en L’exégèse chrétienne aujourd’hui, Fayard, p. 65-109; I. DE LA POTTERIE, «L’exégèse biblique, science de la foi», en ibid., p. 111-160.[45] L’interpretazione della Bibbia nella Chiesa. Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Settembre 1999, Libreria Editrice Vaticana, 2001. [46] W. KASPER, op. cit., p. 11. «La lectura espiritual de la Escritura y la exégesis escriturística son respuestas al malestar ecuménico y exegético».
[47] H. DE LUBAC, L’Écriture dans la tradition, Aubier, 1966, p. 201. Para el estudio de conjunto de la contribución magistral del padre DE LUBAC, cf. R.VODERHOLZER, Die Einheit Der Schrift Und Ihr Geistiger Sinn, Johannes, 1998, 564 p.[48] Santo TOMÁS DE AQUINO, S. th. I, q. 1, a. 10, ad 1.[49] PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 2.B.1.[50] A. VANHOYE, op. cit., p. 3-13.[51] PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, op. cit., 2.B.2.[52] H. U. v. BALTHASAR, «Le sens spirituel de l’Écriture» en L’exégèse chrétienne aujourd’hui, op. cit., p. 184.[53] San BERNARDO DE CLARAVAL, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 73, 2.[54] BENEDICTO XV, Encíclica Spiritus Paraclitus, 15 de septiembre de 1920, E. B., 469; San JERÓNIMO, Sobre la epístola a los Gálatas, 5, 19-21, PL 26, 417 A.[55] Santa TERESA DE LISIEUX, Manuscrits autobiographiques, B 1r°-v°; F.-M. LÉTHEL, Connaître l’amour du Christ qui surpasse toute connaissance, Carmel, 1989, 593p. (La théologie des saints comme science de l’amour, p. 3-7).[56] H. U. v. BALTHASAR, «Actualité de Lisieux», conférence à Notre-Dame de Paris, en Thérèse de Lisieux, Conférence du centenaire 1873-1973, número especial de Nouvelles de l’Institut catholique, p. 112.[57] H. U. v. BALTHASAR, «L’amour seul est digne de foi», Aubier, 1966, p. 11.[58] H. U. v. BALTHASAR, «La Gloire et la Croix», t. 1, Aubier, 1961, p. 194.[59] A. ROTZETTER, «Mystique et observation littérale de l’Évangile chez François d’Assise», en Concilium 169, 1981, p. 86.[60] Cf. M. OUELLET, «Adrienne von Speyr et le samedi saint de la théologie» en Hans Urs von BALTHASAR – Stiftung Adrienne von Speyr und ihre spirituelle Theologie, Johannes, 2002, 145 p., p. 31-56. [61] San FRANCISCO DE SALES, Lettre CCXXIX [6 de octobre de 1604]: Œuvres XII, Annecy, Dom Henry Benedict Mackey, o.s.b., 1892-1932, p. 299-325.[62] J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, p. 8.[63] A. SCHWEITZER, Storia della ricerca sulla vita di Gesù, Paideia, 1986 ; J. JEREMIAS, Il problema del Gesù storico, Paideia, 1973.[64] R. BURRIDGE, What are the Gospels? A Comparaison with Greco-Roman Biography. Cambridge, University press, 1992.[65] J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, op. cit., p.18.[66] Ibid., p. 20.[67] Cf. D. BROWN, Da Vinci Code, Jean-Claude Lattès, 2004, 574 p.[68] San GREGORIO DE NIZA, XV Homilía sobre el Cantar de los Cantares.
[69] CELAM, «Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en él tengan vida» (Documento de Aparecida), V Conferencia general de Aparecida (Brasil), del 13 al 31 de mayo de 2007.[70] H. U. v. BALTHASAR, «La Gloire et la Croix», op. cit., p. 418.[71] UR Y UUS ; véase también W. KASPER, Manuel d’œcuménisme spirituel, Nouvelle Cité, 2007, 96 p.[72] BENEDICTO XVI, Discurso El mundo espera el testimonio común de los cristianos (25.01.2007): L´Osservatore Romano, E.H.L.F. 5 (30.01.2007) p. 3.[73] Especialmente Comunidades y Movimientos como San Egidio, Taizé, etc.[74] C. LUBICH, Pensée et spiritualité, Nouvelle Cité, 2003, 510 p.[75] M. OUELLET, Marie et l’avenir de l’œcuménisme, Communio XXVIII, 1- Janvier-Février 2003, pp. 113-125 ; D.-I CIOBOTEA; B. SESBOUE ; J.-N. PERES ; «Marie: L’oecuménisme à l’épreuve», L’actualité Religieuse dans le Monde, 1987, no46, pp. 17-24. [76] AG 11; EN 20; RM 3.[77] PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 2001 : J. RATZINGER, Presentación, p. 12.[78] Ibid., nn. 9, 11, 21-22,85-86.[79] AG 10.[80] A modo de ejemplo, la Biblia Clerus de la Congregación para el clero proporciona instrumentos de consulta muy valiosos provenientes, entre otros, de la Bible chrétienne escrita por dom Claude-Jean NESMY y por la madre Élisabeth DE SOLMS, benedictinos de La Pierre-qui-Vire et Solesmes, publicada por Éditions Anne Sigier.[81] San SILUAN DEL MONTE ATHOS, Écrits spirituels, Spiritualité orientale nº 5, Abbaye de Bellefontaine, 1976/1994, p. 30.[82] San CESÁREO DE ARLÉS, Sermones VIII, 1 (cf. SC 175, p. 349-351).

Traducción distribuida por la Secretaría General del Sínodo de los Obispos

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ZENIT Staff

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