CIUDAD DEL VATICANO, 5 septiembre (ZENIT.org).- En el agitado debate contemporáneo sobre la relación entre cristianismo y otras religiones, no faltan entre los teólogos católicos quienes afirman que las religiones son caminos igualmente válidos de salvación. En este contexto, la Congregación para la doctrina de la fe, cuyo prefecto es el cardenal Joseph Ratzinger, publica hoy la declaración «Dominus Iesus» sobre el carácter único y universal de la salvación en Cristo y la Iglesia.
El documento, afronta particularmente las teorías relativistas que niegan o consideran superables algunas verdades fundamentales de la fe católica acerca el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesús, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad y universalidad salvífica del misterio de la encarnación, pasión y muerte de Cristo y la mediación salvífica universal de la Iglesia.
Estas teorías se fundan sobre algunos presupuestos de naturaleza filosófica y teológica bastante difundidos. Entre estos, la declaración señala, por ejemplo, la convicción de la imposibilidad de comprender la verdad divina –ni siquiera por parte de la revelación cristiana–; la actitud relativista con relación a la verdad, por la cual, aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición radical que habría entre la mentalidad lógica occidental y la mentalidad simbólica oriental; el subjetivismo exasperado de quien considera a la razón como única fuente de conocimiento; el vaciamiento metafísico del misterio de la encarnación; el eclecticismo de quien, en la investigación teológica, asume ideas derivadas de diferentes contextos filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y compatibilidad con la verdad cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.
Teniendo en cuenta este debate, la Comisión Teológica Internacional ya había publicado en 1997 un documento, «El Cristianismo y las religiones», que con amplitud de referencias bíblicas y motivaciones teológicas mostraba la falta de fundamento de una teología pluralista de las religiones, afirmando en cambio la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Cristo y de la Iglesia, fuente de toda salvación, dentro y fuera del cristianismo. Sin embargo, dada la enorme y rápida difusión de la mentalidad relativista y pluralista, la Congregación para la Doctrina de la Fe interviene ahora con la presente declaración para reproponer y clarificar algunas verdades de fe.
En concreto, la declaración se articula en seis puntos, que resumen los datos esenciales de la doctrina de la fe católica sobre el significado y el valor salvífico de las otras religiones.
Plenitud y carácter definitivo de la revelación de Jesucristo
Contra la tesis que sostiene el carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesús, la cual sería una complemento de la revelación presente en otras religiones, la declaración reafirma la fe católica acerca la plena y completa revelación en Jesucristo del misterio salvífico de Dios. Siendo Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, sus palabras y sus acciones manifiestan en modo total y definitivo la revelación del misterio de Dios, aun cuando la profundidad de tal misterio permanece en si mismo trascendente e inagotable. En consecuencia, aunque las demás religiones en ocasiones reflejan un rayo de aquella Verdad que ilumina a todos los hombre (cf. «Nostra aetate», 2), se afirma nuevamente que la calificación de libros inspirados se reserva solamente a los libros canónicos del Antiguo y el Nuevo Testamento, que, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo, tienen a Dios por Autor y enseñan con firmeza, fidelidad y sin error la verdad sobre Dios y la salvación de la humanidad. La declaración enseña además que debe ser firmemente retenida la distinción entre fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela.
El Logos encarnado y el Espíritu Santo en la obra de la salvación
Contra la tesis de la así llamada doble salvación: la del Verbo eterno, que sería universal y, por lo tanto, válida también fuera de la Iglesia, y aquella del Verbo encarnado, que estaría limitada solamente a los cristianos, la declaración afirma la unicidad de la salvación traída por el único Verbo encarnado, Jesucristo. Su misterio de encarnación, muerte y resurrección es la fuente única y universal de salvación para toda la humanidad. El misterio de Cristo tiene en efecto una intrínseca unidad, que se extiende desde la elección eterna de Dios hasta la parusía. Jesús es el mediador y redentor universal. Por esto, es asimismo errónea la hipótesis de una economía salvífica del Espíritu Santo investida de un carácter más universal de la economía del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. El Espíritu Santo es de hecho el Espíritu de Cristo resucitado, y su acción no se pone fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata, en efecto, de una única economía trinitaria, querida por el Padre y realizada en el misterio de Cristo con la cooperación del Espíritu Santo.
Carácter único y universal de la salvación de Jesús
En consecuencia la declaración reafirma el carácter único y universal del misterio de Cristo, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, la cual tiene en él su plenitud, su centro y su fuente. Ciertamente, la única mediación de Cristo no excluye mediaciones participadas de distintos tipos y orden; estos, sin embargo, obtienen su significado y su valor únicamente de la mediación de Cristo y no pueden entenderse como paralelas o complementarias. Las propuestas de un obrar salvífico de Dios fuera de la única mediación de Cristo resultan contrarias a la fe católica.
Unicidad y unidad de la Iglesia
Jesús continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia, que es su cuerpo. Así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo a pesar de no identificarse entre sí son inseparables, Cristo y la Iglesia non pueden confundirse ni tampoco separarse.
Por ello, en conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, se debe creer firmemente como verdad de fe católica la unidad de la Iglesia por él fundada. Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia Católica. En efecto, la única Iglesia de Cristo «subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él» («Lumen gentium», 8). En relación a la existencia de numerosos elementos de santificación y de verdad fuera de su estructura visible (cf. ibid), o en las Iglesias y Comunidades eclesiales que no están todavía en plena comunión con la Iglesia Católica, es necesario afirmar que su eficacia «deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica» («Unitatis et redintegratio», 3).
Las Iglesias que no aceptan la doctrina católica del primado del Obispo de Roma permanecen unidas a la Iglesia católica por medio de estrechísimos vínculos, como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada. Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia católica. Por el contrario, las comunidades eclesiales que no han conservado el episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas comunidades han sido incorporados por el Bautismo a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión,
si bien imperfecta, con la Iglesia católica. «Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación» («Unitatis redintegratio», 3).
Iglesia, Reino de Dios y Reino de Cristo
La misión de la Iglesia es «anunciar el Reino de Cristo y de Dios, y establecerlo en medio de todas las gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino» («Lumen gentium», 5). Por un lado la Iglesia es «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (ibid, 1), y por lo tanto es signo e instrumento del Reino: llamada a anunciarlo e instaurarlo. Por otro lado, la Iglesia es el «pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (ibid, 4): ella es así el «reino de Cristo presente ya en el misterio» (ibid, 3), constituyendo de ese modo su germen e inicio. Pueden darse distintas explicaciones teológicas sobre estos temas. Sin embargo, no se puede en ningún modo negar o vaciar de significado la íntima conexión que existe entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto, «el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia» («Redemptoris missio», 18).
El Reino de Dios no se identifica, sin embargo, con la realidad visible y social de la Iglesia. En efecto, no se debe excluir «la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia» (ibid). Al considerar las relaciones entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, se hace necesario evitar acentuaciones unilaterales, como ocurre cuando se habla del Reino de Dios sin mencionar a Cristo, o se privilegia el misterio de la creación callando sobre el misterio de la redención. En tales casos, se aduce que Cristo no puede ser comprendido por quién no posee la fe cristiana, mientras pueblos, culturas y religiones diversas pueden reencontrarse en la única realidad divina, cualquiera sea su nombre. Así entendido, el Reino termina incluso por marginar y subestimar a la Iglesia. En la práctica se niega la unicidad de la relación que tienen Cristo y la Iglesia con el Reino de Dios.
La Iglesia y las religiones en relación con la salvación
De cuanto se acaba de recordar, derivan también algunos puntos necesarios e irrenunciables para la profundización teológica de la relación que tienen la Iglesia y las religiones con la salvación. Ante todo, debe ser firmemente creído que la «Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia» («Lumen gentium», 14). Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios; por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» («Redemptoris missio», 9). Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo» (ibid, 10).
Sobre el modo en que la gracia salvífica de Dios llega a los individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por caminos que Él sabe» («Ad gentes», 7). La teología está tratando de profundizar este argumento. Sin embargo, queda claro que sería contrario a la fe católica considerar a la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones.
Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad, que forman parte de «todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones» («Redemptoris missio», 29). A ellas, sin embargo, no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1 Co 10, 20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.
Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido a la Iglesia para la salvación de todos los hombres. Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que «una religión es tan buena como otra»» («Redemptoris missio», 36). Como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» («Nostra aetate», 2).
Conclusión
La presente declaración ha querido reproponer y aclarar algunas verdades de fe frente a propuestas problemáticas o incluso erróneas.
Al tratar el tema de la verdadera religión, los Padres del Concilio Vaticano II han afirmado: «Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28, 19-20).» Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla» («Dignitatis humanae», 1).