NUEVA YORK, 15 sep (ZENIT.org-AVVENIRE).- 21:05 del 14 de septiembre, hora
local en Virigina: una inyección paraliza para siempre el corazón de Derek
Rocco Barnabei. Los tres llamamientos de Juan Pablo II pidiendo clemencia,
la oración de muchas personas, los recursos de sus abogados y la polémica
suscitada por los medios de comunicación no han podido salvar su vida.
Minutos antes había recitado un versículo de la Biblia, había dicho adiós a
sus familiares, y había proclamado una vez más su inocencia.
James Gallagher es el sacerdote que ha acompañado a Barnabei, de 33 años,
condenado por el asesinato de su novia en 1993, durante su estancia en la
cárcel y también en sus últimos momentos antes de morir.
–¿Con qué estado de ánimo se ha acercado Barnabei en el momento de la
ejecución?
–Diría que con gran valentía. Rocco es una persona con profundos intereses
espirituales, que ha cultivado durante los años que ha pasado en la cárcel.
Ayer por la mañana fui pronto a la cárcel para estar a su disposición todo
el día. Hemos rezado y hacia las cuatro de la tarde se esperaba también al
obispo de Richmond, Walter Sullivan obispo, para darle los sacramentos.
En las últimas horas, Rocco se ha preocupado sobre todo de los demás.
Ha tratado de preparar a su madre y a su hermano para el drama emotivo
de la separación. Al mismo tiempo, sin embargo, ha seguido viendo su muerte
como algo más grande que él mismo: una denuncia contra la inmoralidad de
la pena de muerte que ya puede alcanzar a todos.
–¿Cómo ha tratado de prepararlo?
–Le he dicho que también Jesús, en el patíbulo, tuvo un momento de miedo
cuando invocó al Padre. Le he explicado que no había nada de extraño en tener
miedo y que si quería podía hablar de sus temores. Le he ofrecido un
hombro en el que apoyarse hasta el último momento, tratando de convencerlo
de que ninguna muerte sucede en vano en los planes de Dios. Y le he dicho
que veces nuestras debilidades son también nuestra fuerza, si tenemos el
coraje de seguir el ejemplo de Jesús.
–Como imputado, Barnabei podía elegir la defensa que quería, profesando
su inocencia. Pero como creyente, ante la muerte, estaba llamado a confesar
la verdad.
–Naturalmente no violaré jamás el secreto de confesión. Puedo decir que
estoy convencido de su honestidad.
–¿Qué piensa, en general, de su caso?
–Hay muchas dudas. Incluso quien es favorable a la pena de muerte, no
debería ajusticiar a un hombre en estas condiciones. El test del ADN no
ha encontrado sangre de Rocco bajo las uñas de Sarah, y faltan muchas
otras piezas, como el reloj desaparecido de la chica, que podía aclarar los
tiempos del delito o los exámenes nunca realizados sobre una toalla
ensangrentada y sobre los tampones.
–Rocco ha acusado a tres compañeros de universidad que las autoridades
de Virginia querrían encubrir.
–Sobre esto no puedo pronunciarme. Pero creo que el gobernador y todos
los que apoyan la pena de muerte querían ajusticiarlo a toda costa porque
temen al movimiento a favor de la moratoria. Un movimiento que está adquiriendo
fuerza, y la admisión de un error judicial semejante habría obligado a Gilmore a
escucharlo. Hace poco tiempo, a otro condenado a muerte en Virginia, Earl
Washington, le fue conmutada la pena por cadena perpetua debido a la
incertidumbre de las pruebas. Y sin embargo el gobernador ha frenado el
test del DNA que podría absolverlo completamente para no tener que admitir
un error clamoroso.
–¿Por tanto Gilmore autorizó sólo el examen de las uñas de Sarah porque ya
sabía que no habría confirmado la existencia de otro agresor?
–No lo sé pero seguramente teme la moratoria.
–¿Qué sentimientos experimenta como sacerdote que acompaña a otro hombre
a morir?
–Debo admitir que siento rabia porque la pena capital es el máximo abuso que
se puede imponer. Pero experimento también una profunda tristeza por Rocco,
por su madre que se ha convertido en una víctima y por nosotros los que
todavía creemos resolver nuestros problemas descargando toda la culpa
sobre un chivo expiatorio. Por tanto quiero agradecer a Juan Pablo II porque
con su apoyo en favor de la vida, sin componendas, ha dado credibilidad a
todos los que tratamos de parar esta máquina.