Juan Pablo II: Dios «Papá», la gran novedad del cristianismo

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El cristianismo no puede reducirse a «un genérico «sentido de lo divino»»

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CIUDAD DEL VATICANO, 20 sep (ZENIT.org).- «Papá», en estas cuatro letras se resume la gran novedad traída por el cristianismo. Lo explicó esta mañana Juan Pablo II al encontrarse con unos 40 mil peregrinos en la plaza de San Pedro durante la tradicional audiencia general del miércoles.

Lo que para otras religiones podría parecer una blasfemia, se convirtió con la venida de Cristo en la esencia misma de la vida cristiana. Las expresión preferida de Jesús, que no se atrevieron a traducir los evangelistas y apóstoles, era «Abbá», que en arameo significa precisamente «Papá». Al mismo tiempo explica el misterio de Cristo, que revela al hombre el rostro de Dios.

«Por este motivo, en la óptica cristiana, la experiencia de Dios no puede quedar reducida nunca en un genérico «sentido de lo divino»» –aclaró Juan Pablo II refiriéndose implícitamente a las nuevas espiritualidades de moda que se inspiran en la «Nueva Era» o en otras corrientes sincretistas–, ni puede considerarse la mediación de la humanidad de Cristo como algo superable». Para dar vida a sus palabras citó la experiencia de los grandes místicos de la historia del cristianismo: «san Bernardo, san Francisco de Asís, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila, y tantos enamorados de Cristo de nuestro tiempo, desde Charles de Foucauld hasta santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein)».

De este modo, «Quien hace verdaderamente la experiencia del amor de Dios –añadió el Santo Padre–, no puede dejar de repetir con una emoción nueva la exclamación de la primera carta de Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!». (1 Juan 3, 1). Desde esta perspectiva podemos dirigirnos a Dios con la invocación tierna, espontánea, íntima, «Abbá», Padre. Sale constantemente de los labios del fiel que se siente hijo».

«Cristo nos da la vida misma de Dios –aclaró–, una vida que supera el tiempo y nos introduce en el misterio del Padre, en su alegría y luz infinita».

Ahora bien, «esta participación en la vida de Cristo, que nos hace «hijos en el Hijo», se hace posible gracias al don del Espíritu». Un tremendo viento, húmedo y caliente azotaba precisamente en esos momentos la plaza de San Pedro del Vaticano. En ocasiones levantó los cabellos y la túnica del Papa, disturbando su voz que no era captada por el micrófono. El viento se convirtió así en una plástica imagen de la fuerza del Espíritu que al poner «en comunión de gracia con la Trinidad dilata el «área vital» del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive «según el Espíritu» y «desde lo espiritual»».

Ante esta perspectiva, surge la tentación de la desesperanza. Una unión tan íntima con Dios parece imposible para la vida cotidiana del hombre, caracterizada por el barro y la fragilidad. Ahora bien, la experiencia de ese amor de un Dios que es «Papá», da también la confianza al cristiano para dirigirse a él. Pocos los han explicado mejor que una muchacha francesa, Teresa de Lisieux (1873-1897), cuya experiencia fue mencionada por el Papa esta mañana. «El pajarillo quisiera volar hacia ese Sol radiante que encandila sus ojos; quisiera imitar a sus hermanas, las águilas, a las que ve elevarse hacia el foco divino de la Trinidad», escribía en sus «Manuscritos autobiográficos». Sin embargo, «lo más que puede hacer es alzar sus alitas, ¡pero eso de volar no está en su modesto poder!». ¿Qué hacer? ¿Desalentarse? Aquella chavala que murió a los 24 años no dudó en responder: «Con audaz abandono, [el pajarillo] quiere seguir con la mirada fija en su divino Sol. Nada podrá asustarlo, ni el viento ni la lluvia».

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ZENIT Staff

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