CIUDAD DEL VATICANO, 13 mayo 2001 (ZENIT.org).- La visita de Juan Pablo II a Atenas quedó marcada por la histórica petición de perdón que el pontífice presentó por los pecados y ofensas cometidos por cristianos católicos contra ortodoxos a través de la historia.
El texto, que fue leído por el Papa en la sede del arzobispado ortodoxo de Atenas, ante Su Beatitud Christodoulos, el 4 de mayo, pasará a la historia de las relaciones entre el catolicismo y la Ortodoxia.
Ofrecemos a continuación la traducción del texto que presenta «L´Osservatore Romano» en lengua española en su última edición (11 de mayo de 2001).
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Beatitud; venerables miembros del Santo Sínodo;
reverendísimos obispos de la Iglesia ortodoxa de Grecia:
Christós anésti! 1. En la alegría de la Pascua, os saludo con las palabras del apóstol san Pablo a la Iglesia de Tesalónica: "el Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todos los órdenes" (2 Ts 3, 16).
Me complace mucho encontrarme con usted, Beatitud, en esta sede primada de la Iglesia ortodoxa de Grecia. Saludo con afecto a los miembros del Santo Sínodo y a toda la jerarquía. Saludo al clero, a las comunidades monásticas y a los fieles laicos de esta noble tierra. ¡La paz esté con todos vosotros!
Una herencia común 2. Ante todo deseo expresaros el afecto y la estima de la Iglesia de Roma. Compartimos la fe apostólica en Jesucristo, Señor y Salvador. Tenemos en común la herencia apostólica y el vínculo sacramental del bautismo y, por consiguiente, todos somos miembros de la familia de Dios, llamados a servir al único Señor y a anunciar su Evangelio al mundo. El concilio Vaticano II exhortó a los católicos a considerar a los miembros de las demás Iglesias "como hermanos en el Señor" (
Unitatis redintegratio, 3), y este vínculo sobrenatural de fraternidad entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Grecia es fuerte y permanente.
Ciertamente, llevamos el peso de controversias pasadas y actuales, y de incomprensiones persistentes. Sin embargo, con espíritu de caridad recíproca, podemos y debemos superarlas porque eso es lo que el Señor nos pide. Obviamente hace falta un proceso liberador de purificación de la memoria. Por las ocasiones pasadas y presentes, en las que los hijos e hijas de la Iglesia católica han pecado de obra u omisión contra sus hermanos ortodoxos, ¡que el Señor nos conceda el perdón que le suplicamos!
Algunos recuerdos son particularmente dolorosos, y algunos acontecimientos del pasado lejano han dejado profundas heridas en la mente y en el corazón de las personas hasta hoy. Pienso en el desastroso saqueo de la ciudad imperial de Constantinopla, que fue durante mucho tiempo bastión de la cristiandad en Oriente. Es trágico que los asaltantes, que habían prometido garantizar el libre acceso de los cristianos a Tierra Santa, luego se volvieran contra sus hermanos en la fe. El hecho de que fueran cristianos latinos llena a los católicos de profundo pesar. No podemos por menos de ver allí el
mysterium iniquitatis actuando en el corazón humano. Sólo a Dios toca juzgar y, por eso, encomendamos la pesada carga del pasado a su misericordia infinita, suplicándole que cure las heridas que aún causan sufrimiento al espíritu del pueblo griego. Debemos colaborar en esta curación si queremos que la Europa que está surgiendo sea fiel a su identidad, que es inseparable del humanismo cristiano compartido por Oriente y Occidente.
Un gran patrimonio de la Iglesia entera 3. En este encuentro, deseo garantizarle, Beatitud, que la Iglesia de Roma contempla con sincera admiración a la Iglesia ortodoxa de Grecia por el modo como ha conservado su patrimonio de fe y vida cristiana. El nombre de Grecia resuena dondequiera que se anuncia el Evangelio. Los nombres de sus ciudades son conocidos por los cristianos en todas partes, puesto que los leen en los
Hechos de los Apóstoles y en las Cartas de san Pablo. Desde la época apostólica hasta hoy, la Iglesia ortodoxa de Grecia ha sido una fuente rica de la que también la Iglesia de Occidente ha bebido para su liturgia, su espiritualidad y su jurisprudencia (cf.
Unitatis redintegratio, 14). Los santos Padres, intérpretes privilegiados de la tradición apostólica, y los concilios, cuyas enseñanzas son un elemento vinculante de toda la fe cristiana, constituyen un patrimonio de la Iglesia entera. La Iglesia universal no podrá olvidar nunca lo que el cristianismo griego le ha dado, ni deja de dar gracias por la influencia duradera de la tradición griega.
El concilio Vaticano II recordó a los católicos el amor que la Iglesia ortodoxa tiene por la liturgia, a través de la cual los fieles «entran en comunión con la santísima Trinidad, y se hacen "partícipes de la naturaleza divina"» (ib., 15). La Iglesia ortodoxa de Grecia, en el culto litúrgico tributado a Dios a lo largo de los siglos, en el anuncio del Evangelio incluso en tiempos oscuros y difíciles, y en la presentación de una inquebrantable
didascalia , inspirada en las Escrituras y en la gran Tradición de la Iglesia, ha engendrado multitud de santos que interceden por todo el pueblo de Dios ante el trono de Gracia. En los santos vemos realizado el ecumenismo de la santidad que, con la ayuda de Dios, nos llevará a la comunión plena, que no es ni absorción ni fusión, sino encuentro en la verdad y en el amor (cf.
Slavorum apostoli, 27).
Búsqueda de la unidad 4. Por último, Beatitud, deseo expresar la esperanza de que podamos avanzar juntos por las sendas del reino de Dios. En 1965, el patriarca ecuménico Atenágoras y el Papa Pablo VI, con un acto conjunto, cancelaron y borraron de la memoria y de la vida de la Iglesia la sentencia de excomunión entre Roma y Constantinopla. Ese gesto histórico es una invitación a trabajar cada vez con mayor empeño con vistas a la unidad, que es la voluntad de Cristo. La división entre los cristianos es un pecado ante Dios y un escándalo ante el mundo. Es un obstáculo a la difusión del Evangelio, puesto que hace menos creíble nuestro anuncio. La Iglesia católica está convencida de que debe hacer todo lo posible para «preparar el camino del Señor» y «enderezar sus sendas» (Mt 3, 3) y comprende que es preciso hacerlo juntamente con los demás cristianos, en diálogo fraterno, en cooperación y en oración. Si algunos modelos de reunión del pasado no corresponden ya al impulso hacia la unidad que el Espíritu Santo ha suscitado recientemente por doquier en los cristianos, todos debemos estar más abiertos y atentos a lo que el Espíritu dice ahora a las Iglesias (cf. Ap 2, 11).
En este tiempo pascual, pienso en el encuentro que se produjo en el camino a Emaús. Sin saberlo, los dos discípulos estaban caminando con el Señor resucitado, el cual se convirtió en su maestro al interpretarles las Escrituras, «empezando por Moisés y continuando por todos los profetas» (Lc 24, 27). Sin embargo, al inicio no captaron su enseñanza. Sólo comprendieron cuando se abrieron sus ojos y lo reconocieron. Luego reconocieron la fuerza de sus palabras, diciéndose mutuamente: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). La búsqueda de reconciliación y comunión plena significa que también nosotros debemos escrutar las Escrituras para ser instruidos por Dios (cf. 1 Ts 4, 9).
Beatitud, con fe en Jesucristo, «el primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18) y con espíritu de caridad fraterna y viva esperanza, deseo asegurarle que la Iglesia católica está irrevocablemente comprometida en el camino de unidad con todas las Iglesias. Sólo así el único pueblo de Dios resplandecerá en el mundo como signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf.
Lumen gentium, 1)
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