George Weigel: La tradición de la «guerra justa» y el terrorismo

Intervención del biógrafo del Papa y experto en el argumento

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WASHINGTON, D.C., 10 noviembre 2001 (ZENIT.org).- El biógrafo de Juan Pablo II George Weigel ha pasado gran parte de su carrera estudiando el pensamiento católico sobre las relaciones internacionales, la tradición de la guerra justa y la persecución de la paz, entendida en el sentido católico clásico de «orden público».

Zenit publica un artículo del autor de «Testigo de Esperanza» sobre la teoría de la guerra justa, escrito a la luz de los ataques del 11 de septiembre a los Estados Unidos. Tras el artículo, Zenit publica una entrevista en exclusiva con Weigel.

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El planteamiento católico sobre las graves cuestiones morales que rodean la respuesta al ataque a Estados Unidos del 11 de septiembre, y la toma de medidas para librar al mundo del terrorismo, se ha visto agravado por un cambio de postura en el concepto de guerra justa. El cambio comenzó hace décadas, pero su gran relevancia solamente ahora sale a la luz.

Es importante entender, para comenzar, que la tradición de la guerra justa existe y no existe. La tradición de la guerra justa no es una especie de álgebra que provee, hechas a medida, respuestas clarísimas en cualquier circunstancia. Más bien se trata de una especie de cálculo ético, en el que el razonamiento moral y el riguroso análisis empírico están llamados a trabajar juntos, para ser guía de las autoridades públicas sobre las que recae la responsabilidad de la toma de decisiones.

Desde sus comienzos con San Agustín, la teoría de la guerra justa se ha basado en la presunción – más bien, en el juicio moral clásico- de que las autoridades públicas legalmente constituidas tienen el deber moral de la persecución de la justicia –incluso con el riesgo de sí mismos y de aquellos de quienes son responsables. Esto explica, por ejemplo, que Santo Tomás de Aquino considere el tema de la guerra justa dentro del más amplio tema del sentido de la virtud de la «caridad», y el porqué el destacado teólogo protestante Paul Ramsey afirma que la tradición de la guerra justa es un intento de pensar en el mandamiento de amar al prójimo hasta su significado público. En el actual contexto internacional, la “justicia” incluye la defensa de la libertad (especialmente la libertad religiosa), y de un mínimo orden en los asuntos internacionales. Éstos son los componentes cruciales de la paz en cuanto ésta es posible en un mundo caído.

Esta presunción –de que la persecución de la justicia es una obligación moral de los poderes públicos- conforma el primer planteamiento de criterios morales en la tradición de la guerra justa, que los escolásticos llamaban “ius ad bellum” o “derecho de declaración de guerra”: ¿Es la causa justa? ¿la guerra será conducida por una autoridad pública responsable? ¿Existe una “recta intención” (que excluye, entre otras cosas, actos de venganza o represalia)? ¿La acción que se contempla es “proporcionada”? ¿Es apropiada a los objetivos (o a la causa justa)? ¿El bien que se busca será mayor que el mal que se sufriría en caso de no hacer nada? ¿El uso de la fuerza armada se evitaría con otro tipo de medidas? ¿Se han intentado otros remedios y se ha visto que no los había o los demás remedios a primera vista no serían probablemente efectivos? ¿Existe una posibilidad razonable de éxito?

Una vez que estas primeras preguntas morales han sido contestadas, entra en juego el segundo planteamiento de criterios de la guerra justa –lo que los escolásticos llamaban “ius in bello” o derecho de llevar a cabo la guerra-. Las respuestas positivas al primer planteamiento de preguntas, las cuestiones sobre la declaración de guerra, crean la estructura moral para las dos grandes cuestiones en la “conducción de la guerra”: “proporcionalidad”, que requiere el uso de una fuerza que no sea mayor de la necesaria para lograr la justa causa, y “discriminación” o lo que actualmente llamamos “inmunidad de los no combatientes”.

Bajo la presión moral creada con la amenaza de la guerra nuclear, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el pensamiento católico se dedicó casi exclusivamente a las cuestiones de cómo llevar a cabo la guerra. Esto, a su vez, condujo a lo que se puede describir como un trastocamiento de la tradición de la guerra justa: la reclamación, que se encuentra con frecuencia en los actuales comentarios católicos tanto oficiales como eruditos, de que la tradición de la guerra justa “comienza con una presunción contra la violencia”.

Eso no es así. Históricamente no comenzó con tal presunción y, teológicamente, no puede comenzarse con ella. Uno de los más importantes teóricos estadounidenses de la guerra justa, James Turner Johnson, lo ha planteado: hacer esto –reducir en la práctica la tradición a las cuestiones sobre cómo llevar a cabo la guerra- es poner todo el peso de la tradición sobre lo que son inevitablemente juicios contingentes. Este error, a su vez, distorsiona nuestra visión moral y política, lo que condujo a muchos pensadores católicos a concluir, en la década de los ochenta, que eran las armas nucleares, y no los regímenes comunistas, la primera amenaza contra la paz –una conclusión desmentida por la historia en 1989.

Que la guerra justa debe cumplir el principio moral de inmunidad de los no combatientes, no es necesario decirlo. Que éste sea el principio para comenzar un análisis moral es teológicamente confuso e inapropiado para guiar a un gobierno sensato. Si los juicios sobre cómo llevar a cabo la guerra conducen el análisis, las bases morales del edificio entero se ven eliminadas.

George Weigel en exclusiva para Zenit

Zenit: ¿Hasta qué punto es válido aplicar los principios de la guerra justa a la lucha contra el terrorismo? Existe un gran número de diferencias en comparación con una guerra entre Estados: un enemigo que involucra a la población civil, no hay una lucha de ejército contra ejército, un combate desarrollado durante años fundamentalmente lejos del campo de batalla, etc…

Weigel: La tradición de la guerra justa es una vía de pensamiento que tiene sus raíces en el realismo moral cristiano. Por eso, considerar, a la luz de la tradición de la guerra justa, la política mundial y la consecución de la justicia, el orden y la libertad (los ingredientes de la paz que es posible en este mundo) nos ayudará a ver las cosas de manera más diáfana.

Por ejemplo: Pensar con las categorías de la tradición de la guerra justa nos ayudará a ver que lo ocurrido el 11 de septiembre en Nueva York y Washington no se puede entender como algo a tratar por el sistema penal de justicia. Quienes han perpetrado estos asesinatos de masas piensan que están envueltos en una guerra –contra Estados Unidos y, en sentido amplio, contra Occidente. Si estos cuatro aviones hubieran destruido la Casa Blanca o el Capitolio, quedaría meridianamente claro que estos ataques buscaban la destrucción del gobierno de los Estados Unidos, al igual que los anteriores ataques a los cuarteles de Khobar en Arabia Saudita, al USS Cole y a las embajadas norteamericanas en África eran ataques a los Estados Unidos, tanto como el ataque sobre Pearl Harbor.

Que el enemigo no sea un ejército en el sentido estricto del término no cambia la realidad de la situación. La guerra de guerrillas se desarrolla, como usted dice, con un enemigo que deliberadamente involucra a la población civil, no hay una lucha de ejército contra ejército, una larga contienda, etc… Nadie piensa que la guerra de guerrillas no sea otra cosa que una guerra.
Es verdad que la tradición de la guerra justa acostumbra a pensar en los Estados como la única “unidad de medida” en el mundo de la política. La nueva situación pide un desarrollo de la tradición de la guerra justa, como muchos de nosotros hemos estado demandando desde hace más de una década.
Como método de razonamiento moral sobre la política, la tradición de la guerra justa surgió mucho antes de la creación del sistema de Estados. La tradición se desarrolló al tratar con la realidad de un mundo en el que los Estados eran los primeros actores, y ahora se debe desarrollar para tratar realidades de un mundo en el que los actores que no son Estados, como las organizaciones y redes terroristas (con frecuencia aliados a Estados), son actores cruciales, e intencionadamente letales.

Zenit: ¿Cómo podemos aplicar el principio de la respuesta proporcionada al terrorismo, evitando caer en una búsqueda de la venganza, dado lo horrendo de utilizar como objetivos a civiles?

Weigel: La tradición de la guerra justa comienza con la asunción –mejor, con el juicio moral clásico- de que las autoridades públicas constituidas de acuerdo a derecho tienen la obligación moral de buscar la justicia, el orden y la libertad, que componen la paz, incluso cuando ello requiera que las autoridades públicas arriesguen sus propias vidas. Esto es lo que llevó a Santo Tomás de Aquino a colocar la discusión del «bellum iustum», de la guerra justa, dentro de su más amplio análisis de la virtud de la caridad.

Así, las primeras cuestiones que esta tradición nos pide que respondamos son aquellas que los escolásticos llamaban cuestiones “ad bellum” o cuestiones de “decisión de guerra”: ¿la causa es justa? ¿El uso de la fuerza militar estará autorizado y controlado por los poderes públicos legítimos? ¿Esta autoridad actuará con “rectitud de intención” (es decir, no por pura venganza, sino intentando restaurar la justicia, el orden y la defensa de la libertad)? ¿Hay una oportunidad razonable de lograr los objetivos? ¿Tendrá más peso el bien que se obtenga del uso de la fuerza militar que el mal que resultará si no se hiciera nada? ¿Se ha intentado buscar otros medios para resolver el conflicto y se ha visto que no los había, o tales otros medios simplemente no se podían utilizar?

Una vez que estas preguntas han encontrado respuesta, la tradición de la guerra justa se vuelve hacia las cuestiones “in bello” o cuestiones “para llevar a cabo la guerra”: ¿Qué uso de la fuerza resulta proporcionado para el objetivo que se busca? ¿Se han tomado medidas para proteger a los no combatientes? La tradición de la guerra justa, en otras palabras, no comienza (y lógicamente no puede comenzar) con “una presunción contra la violencia” que asuma que todo uso de la fuerza armada en el mundo es en sí mismo desproporcionado e indiscriminado. Comenzar así es vaciar a la tradición de la guerra justa de su poder moral.

Las preguntas sobre la proporción y la discriminación a la hora de llevar a cabo la guerra entran más claramente bajo un enfoque moral una vez que los interrogantes sobre “la decisión de guerra” se han respondido, y se vuelve más claro que las autoridades públicas tienen el deber moral de usar la fuerza armada para alcanzar la justicia, defender la libertad y establecer un mínimo orden en el mundo. Esto es lo que, en un lenguaje teológico, propuso el Presidente Bush que deberían hacer los Estados Unidos, en su mensaje al Congreso el 20 de septiembre.

Permítame decirle, como ciudadano americano, que me he quedado atónito y me he sentido insultado por la que parece ser la postura de la prensa europea, e incluso de muchos líderes religiosos europeos, que Estados Unidos querría deliberadamente convertir a civiles en objetivos de su represalia contra el terrorismo.

Personalmente tengo contacto con importantes cargos del Departamento de Defensa, y estoy convencido de que son hombres y mujeres de honor y prudentes.

Zenit: Se han corrido muchas habladurías sobre el permiso dado a la CIA para cometer asesinatos. ¿Este tipo de acciones son moralmente legítimas? ¿Y si lo son en qué circunstancias se pueden convertir en objetivos los terroristas, o también las cabezas de sus organizaciones? ¿Serían también legítimos los asesinatos preventivos, para evitar ataques terroristas futuros?

Weigel: Estoy completamente convencido de que las acciones militares preventivas contra los terroristas son moralmente legítimas bajo los principios de la tradición de la guerra justa. No tiene sentido decir, como algunos teólogos y moralistas han sugerido, que sólo existe “causa justa” cuando está ocurriendo el ataque.

En un mundo de armas de destrucción masiva y misiles balísticos, no pienso que tenga muchas más razones morales defender que tenemos que esperar hasta que el misil nuclear o el arma biológica o química sea lanzada para que podamos hacer algo. Precisamente, la naturaleza de ciertos regímenes hace que la mera posesión de armas de destrucción masiva (o el intento de adquirir dichas armas y los medios para lanzarlas) se vuelva un peligro inminente que convierte la respuesta militar no sólo en posible sino en imperativa moralmente, para proteger a los inocentes y defender el orden mundial. Éste es también otro ejemplo de un tema en el que la tradición de la guerra justa necesita ampliarse y desarrollarse para enfrentarse a estas nuevas realidades.

El problema de los asesinatos quizá parezca un tanto confuso por la terminología. Si los terroristas llevan a cabo lo que tanto ellos como nosotros reconocemos como una guerra – el uso de la violencia de masas para alcanzar fines políticos-, entonces dejan de ser civiles, en el sentido clásico del término, para convertirse en combatientes. En consecuencia, cambia el análisis moral.

Los cerebros de las organizaciones terroristas parecen ser también combatientes. Y aquí trazaría probablemente la línea de división, no incluyendo, por ejemplo, a los banqueros de los terroristas como combatientes – aunque yo les trataría con todos los medios de lucha anticriminal al alcance, como habría tratado a los “mercaderes de la muerte” a través del sistema de justicia, durante la guerras mundiales del siglo XX-.

Zenit: ¿Qué principios se pueden aplicar contra un Estado que respalda a un grupo terrorista como, por ejemplo, ocurre en Afganistán?

Weigel: Su responsabilidad en los ataques va tan lejos como su respaldo y cobijo a los terroristas, aunque ellos no hayan cometido los ataques.

Proveer de asistencia directa, en forma de santuario, a un grupo terrorista es implicarse moralmente en sus acciones, sobre las cuales el gobierno “que hospeda” no puede tener la menor duda (al menos en cuanto a sus intenciones). Si el gobierno “que hospeda” rehúsa reconocer esta complicidad y ponerle fin, entonces me parece que se convierte en un aliado del terrorismo y otro combatiente, si bien de otro naturaleza.

Si se puede convencer a un régimen que ha escondido e instigado a terroristas de que deje de hacerlo, el cálculo cambia. Esto ayudaría, en el futuro, a trazar un plan de acción con relación a los talibanes y el actual régimen de Irak, por un lado, y Siria, por otro. Ningún entendido en política mundial puede dudar de que Siria ha ayudado e instigado el terrorismo. Pero el régimen sirio no es irracional y puede cambiar, bajo la suficiente presión o miedo. Esto parece poco probable tanto para el caso del régimen talibán, como para el caso del régimen de Saddam Hussein.

Si se llevan a cabo acciones contra los talibanes, la coalición liderada por Estados Unidos debería llevar a cabo una campaña masiva de asistencia humanitaria. La guerra no es contra la población afgana, también ellos son víctimas de los talibanes. Me parece que esta situación, a la luz del análisis de la guerra justa, requiere una vigorosa acción contra los terroristas y quienes les apoyan, combinado con una esfuerzo de ayuda humanitaria a gran escala.

Zenit: Algunos han pedido que los Estados Unidos reclamen sus derechos a través de las Naciones Unidas, o de un tribunal internacional, antes que emprender acciones unilaterales o limitarse a un sel
ecto grupo de aliados. El sistema de las Naciones Unidas tiene muchos defectos, pero existe una tendencia creciente hacia la creación de organismos de tribunales internacionales para resolver los conflictos entre Estados. ¿Hasta dónde se extiende la soberanía de una nación, limitada hoy en día por la necesidad de someter sus actos a la aprobación internacional?

Weigel: La cuestión de la soberanía es otro de los temas en los que la tradición de la guerra justa necesita desarrollarse o “estirarse”. El sistema de las Naciones Unidas no ha obtenido, en conjunto, resultados al tratar el orden y la seguridad mundiales. Y un país no necesita la aprobación de las Naciones Unidas para su autodefensa, que es reconocida como un derecho básico de los Estados en la carta de las Naciones Unidas.

En esta situación, el principio de la guerra justa de la “autoridad apropiada” no requiere la sanción de las Naciones Unidas para usar la fuerza militar, aunque la prudencia, una de la principales virtudes políticas, dicte que se debe buscar dicho respaldo.

La cuestión de los tribunales internacionales es bastante compleja. Me preocupa la tendencia de algunos grupos internacionales de juristas que proponen una jurisdicción preferencial que esté por encima de las leyes, la legislación y las cortes nacionales. Algunas de estas reclamaciones pueden ser defendibles con argumentos, otras no dejan de ser ejercicios de corrección en política internacional. Todas estas medidas necesitan una mayor y cuidadosa reflexión de la que han tenido hasta la fecha. No todo paso hacia un mayor nivel de integración política en el mundo promueve los fines políticos clásicos de la justicia, el orden y la libertad como componentes de la paz.

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ZENIT Staff

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