ROMA, 14 nov 2001 (ZENIT.org).- El cardenal Joseph Ratzinger ha reconocido el derecho de una persona o Gobierno a la defensa armada en caso de agresión, y al mismo tiempo ha dejado claro que este recurso debe hacerse respetando los derechos fundamentales.
El prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe se explica con un ejemplo: «Un padre de familia que ve agredidos a los suyos tiene el deber de hacer lo posible por defender a la familia, la vida de las personas a él confiadas, incluso eventualmente con una violencia proporcional».
El purpurado bávaro, en una entrevista concedida este martes a «Radio Vaticano», ofreció otro ejemplo histórico: «el de Polonia que se defendió de Hitler».
«No se puede excluir, según la tradición cristiana –consideró el cardenal– que, en un mundo marcado por el pecado, pueda haber una agresión del mal que amenace con destruir no sólo valores y personas, sino incluso la imagen del hombre como tal. En este caso, defenderse para defender al otro puede ser un deber».
Pero según el purpurado existen precisas condiciones. Sobre todo hay que ver «si se trata realmente de la única posibilidad de defender vidas humanas, defender valores humanos».
Luego hay que estar atentos para que «se apliquen sólo los medios encaminados a esta defensa, respetando siempre el derecho. En una guerra así –afirma– el enemigo debe ser respetado como hombre, así como todos los derechos fundamentales».
Por último, «todo debe ser ponderado realmente en conciencia, considerando también todas las otras alternativas».
El cardenal admitió, a la luz de la experiencia de los últimos años, que «la tradición cristiana sobre este punto» debe actualizarse, teniendo en cuenta también «las nuevas posibilidades de destrucción, de los nuevos peligros».
Por ejemplo, el uso de un artilugio atómico «puede quizá excluir todo derecho a la defensa».
Al afrontar la cuestión del fundamentalismo, el cardenal opinó que deriva de «un abuso del nombre de Dios».
De esta manera la religión viene «politizada y sometida al poder y se convierte en un factor del poder».
Por el contrario, el rostro de Cristo es «el rostro de un Dios que sufre por nosotros y no usa su omnipotencia para regular con un golpe de poder las realidades del mundo, sino que nos sale al paso de nuestro corazón con un amor que incluso se deja matar por nosotros. Aquí tenemos la visión de un Dios que excluye todo tipo de violencia».