NUEVA YORK, 10 mayo 2002 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la intervención del cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo Pontificio para la Familia, en la sesión especial de la Asamblea General sobre los Niños, que pronunció este jueves en Nueva York.
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Señor Presidente:
La Santa Sede quiere ser siempre fiel al amor de especial predilección y ternura del Señor por los niños, en el reconocimiento y respeto pleno que les es debido. Son don maravilloso de Dios.
A lo largo de los siglos han surgido, en el seno de las comunidades cristianas, incontables instituciones y obras en favor de la niñez, y han brindado, en las más diversas dimensiones un servicio generoso: en la familia, en la educación, salud, con especial énfasis en los más pobres y necesitados. La lucha contra la pobreza, que flagela a la infancia cruelmente y cobra tantas víctimas, es una exigencia fundamental.
Su Santidad Juan Pablo II ha escrito durante el Año Internacional de la Familia (1994) una significativa Carta a los Niños. Estos son fuente de alegría y esperanza para los padres y para la sociedad, y son amados por Dios en Jesús Niño que se presenta en Belén como un recién nacido. En ella denuncia los sufrimientos, amenazas y atentados de que son víctimas los niños: «padecen hambre y miseria, mueren a causa de las enfermedades y la desnutrición, perecen víctimas de las guerras, son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas de violencia y abuso por parte de los adultos» (Carta a los Niños). No se puede permanecer indiferentes, advierte el Papa, ante el sufrimiento de tantos niños.
Además de las múltiples formas de violencia indicadas hay otras que proliferan, con drásticos efectos. Como es la polución moral del ambiente que les impide respirar espiritualmente un oxigeno puro. Las Familias y los Estados no pueden evadir las exigencias de una «Ecología humana» («Centesimus annus», n. 30). Cuando los valores morales son impunemente conculcados, cuando la atmósfera es cargada artificiosamente de erotismo, y se vacía y se banaliza el significado de la sexualidad humana, e incluso se les induce a «estilos de vida», de comportamientos incalificables, en un clima de alarmante permisivismo, los riesgos de la violencia crecen. Aunque con notable retardo, porque son ya muy numerosas las víctimas, muchos parece que comienzan a reaccionar y a revisar actitudes y a fortalecer las normas legales para evitar sus consecuencias devastadoras.
En diversas ocasiones el Pontificio Consejo para la Familia ha celebrado Congresos Internacionales sobre la Niñez:
— La dignidad del Niño y sus derechos (Roma, 18-20 de junio de 1992)
— La explotación sexual del Niño en la prostitución y la pornografía (Bangkok, 9-11 de septiembre de 1992)
— La Familia y el trabajo de los menores (Manila, 1-3 de julio de 1993)
— Los Niños de la calle (Río de Janeiro, 27-29 julio de 1994)
— La adopción internacional (Sevilla, 25-27 febrero de 1994).
Más recientemente en ocasión del Gran Jubileo, llevamos a cabo un Congreso Mundial con el título «Los Niños, primavera de la Familia y de la Sociedad» (Roma, 11-13 de octubre del 2000), y, el 5 de Junio del año pasado, aquí en las Naciones Unidas, se efectuó un Simposio sobre «Los Niños en los conflictos armados: responsabilidad de cada uno», organizado por la Misión Permanente de Observación de la Santa Sede, en unión con la Oficina del Representante del Secretario General de las Naciones Unidas para los niños en situación de conflicto. Sería una información demasiado amplia la que requeriría recordar los Congresos, Encuentros y otras actividades llevadas a cabo por la Iglesia a lo largo y ancho del mundo.
El reconocimiento pleno de la dignidad humana del niño, de todos los niños, imágenes de Dios, desde el momento de su concepción, parece que se ha perdido y tiene que ser renovado. La verdadera medida de grandeza de una sociedad es aquella con la que reconoce y protege la dignidad y los derechos humanos y asegura el bienestar de todos sus miembros, especialmente los niños. Una sociedad sana, de genuino rostro humano, es aquella en la cual los individuos reconocen a la familia como la célula básica de la sociedad y la más importante proveedora y educadora del niño, así como está proclamado en la Convención internacional sobre los derechos del niño (1989).
Es muy importante observar el criterio central, varias veces subrayado en la misma Convención, según el cual debe prevalecer «el bien superior del niño». Este criterio iluminador no debe ser sofocado o burlado por leyes injustas. «El bien superior del niño» es un precioso criterio que hunde sus raíces en su dignidad personal: el niño es fin, no instrumento, medio, objeto (Cf. «Gaudium et spes», n. 24); es sujeto de derechos, comenzando por el derecho fundamental a la vida, desde su concepción, que nada ni nadie puede negar, así como lo afirma el párrafo 9 del preámbulo de la Convención.
El proceso del desarrollo humano en todos sus aspectos, físico, emocional, espiritual, intelectual y social es el resultado de una sinergia entre la familia y la sociedad. Sólo por medio de una colaboración eficaz el niño podrá ser protegido de toda injuria, abuso y opresión y ser capacitado para compartir y contribuir al bien común de la Humanidad. Lograr este desarrollo es una gran empresa, siempre en construcción, que a la vez pone de manifiesto el genuino espíritu y el estado de salud de las sociedades y aportará remedios oportunos contra las injurias y las necesidades.
«El bien superior del niño» exige su adecuada relación con la familia, fundada sobre el matrimonio, cuna y santuario de la vida, lugar del crecimiento personal, de afectos, de solidariedad, lugar del derecho y de la transmisión intergeneracional de la cultura. Al servicio del niño la comunidad internacional debe «defender el valor de la familia y el respeto a la vida humana, desde el momento de la concepción. Se trata de valores que pertenecen a la ´gramática´ fundamental del diálogo y de la convivencia humana entre los pueblos» («Discurso de Juan Pablo II en el Jubileo de las Familias», 14 de octubre de 2000).
La Santa Sede por tanto mantiene que deben ser articulados los Derechos del Niño con los Derechos de la Familia. Como institución fundamental para la vida de toda sociedad, la familia, fundada sobre el matrimonio, ha de ser entendida como pacto por el cual «el hombre y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (Juan Pablo II, Carta a las Familias, «Gratissimam sane», 1994, n. 17; Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1055; Santa Sede, Carta de los Derechos de la Familia, 1983, art. 1-3; Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 16).
El niño, todos los niños, en cualesquiera situación o circunstancia, han de ser amados, acogidos, protegidos y educados, con especial dedicación y ternura, incluso mayor, cuando más duras y pesadas sean sus limitaciones y dificultades.
Debe hacerse todo lo posible porque sean concebidos, nazcan, crezcan y sean formados en una familia, capaz de brindar, de forma positiva y permanente, protección y ejemplo como elementos irreemplazables de su educación.
E1 niño ha de ser considerado como miembro de la familia, de tal manera que los progenitores, abiertos al don de la vida, con una bien concebida paternidad y maternidad responsables, cumplan con sus deberes irrenunciables y sean ayudados por la sociedad, y no obstaculizados en su misión (cf. Carta de los Derechos de la Familia, art. 1b, 3c).
Sólo cuando falta la familia, la sociedad y el Estado han de brind
ar lo que al niño le es necesario, ojalá en un ambiente que ofrezca la calidad como de una familia, por su acogida, dedicación, respeto y ternura. «Todos los niños, nacidos dentro o fuera del matrimonio gozan del mismo derecho a la protección social para su desarrollo personal e integral» (Carta de los Derechos de la Familia, art. 4e).
Señor Presidente:
Mi Delegación sostiene que ha de obtenerse una legislación de protección de la niñez que preserve los niños de todas las formas de explotación y abuso, como por ejemplo el incesto y la pedofilia, ya sea en el trabajo, en la esclavitud, en los delitos abominables de la prostitución y la pornografía, en los secuestros o su utilización como soldados o guerrilleros, ya sea como víctimas de conflictos armados o de las sanciones internacionales o unilaterales impuestas a algunos países; plagas todas ellas que afrentan y escandalizan a la humanidad. Estas variadas formas de violencia no deben quedar impunes.
Es preciso vigilar cuidadosamente para que las adopciones –nacionales o internacionales–, cuando sean realmente aconsejables, observado el principio del «bien superior del niño», sean hechas por matrimonios que ofrezcan verdaderas garantías por su estabilidad, solvencia moral, capacidad de acompañamiento y ejemplaridad, de tal forma que los niños puedan ser adecuadamente educados, no entorpecidos, cuando no destruidos en su misma personalidad. Hace parte del interés del Niño para su desarrollo integral y armónico que – como la misma ciencia lo enseña – tengan un padre y una madre.
Señor Presidente:
Mi Delegación está convencida que no se reconoce el bien superior del niño cuando, condicionados por el mito de la sobrepoblación –mito que los datos y tendencias demográficas recientemente reconocidos muestran como infundado– se imponen políticas de población contra los derechos de la familia y de los niños. Debe ser reconocido, en primer lugar, el derecho fundamental a la vida.
Los niños constituyen una riqueza y una esperanza para la familia humana. Es por eso que la Delegación de la Santa Sede hace votos para que esta sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas tenga muchos y valiosos frutos para asegurar que los niños de todo el mundo sean «primavera de la familia y de la sociedad».
[Traducción facilitada por la Misión Permanente de Observación de la Santa Sede ante las Naciones Unidas en Nueva York]