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Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Me complace recibiros hoy, Pastores y guías de las Iglesias particulares del Ecuador, durante la visita «ad limina» que realizáis para renovar los vínculos de unidad con el Sucesor de Pedro, «principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» («Lumen gentium», 18). Ante los sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo habéis tenido ocasión de profundizar en lo más íntimo de vuestra misión apostólica: ser testigos de Cristo y anunciadores incansables de su mensaje al Pueblo de Dios y a todos los hombres. Además, el contacto con los diversos Dicasterios de la Curia Romana no solamente os ha brindado la oportunidad de tratar los asuntos que interesan directamente a las comunidades cristianas que presidís, sino también tomar conciencia más clara de la dimensión universal que atañe a todos los sucesores de los Apóstoles, dando así nuevo impulso a la solicitud por «las actividades comunes a toda la Iglesia, sobre todo para que la fe se extienda y brille para todos la luz de la verdad plena» («Lumen gentium», 23).

Agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido en nombre de los demás monseñor Vicente Cisneros, Arzobispo de Cuenca y Presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, con las que ha expresado vuestros sentimientos de cercanía y adhesión, a la vez que me ha hecho partícipe de tantos anhelos pastorales que os animan.

Ante los desafíos que os preocupan, deseo reiteraros mi aliento con las palabras que pronuncié en mi inolvidable visita a vuestro País: iluminados por tantos ejemplos de historia gloriosa y fortalecidos por el Espíritu Santo, «continuad vuestra labor pastoral, y tratad de buscar respuesta a las necesidades y problemas que la Iglesia experimenta hoy en el Ecuador» (Alocución en la Catedral metropolitana, Quito, 29 enero 1985, n. 2).

2. Constato con satisfacción cómo los pastores en el Ecuador habéis acogido aquella invitación, que recientemente he reiterado a toda la Iglesia, al proponer que se hagan indicaciones programáticas concretas para cumplir con la exigencia de que «el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura», como exhorté al término del gran acontecimiento espiritual y eclesial del Gran Jubileo («Novo millennio ineunte», 29). En sintonía con este criterio se ha elaborado el «Plan global pastoral de la Iglesia en el Ecuador 2001-2010», el cual ha de poner en marcha actividades efectivas, continuadas y coordinadas que dinamicen la pastoral ordinaria en este primer decenio del nuevo milenio.

En este sentido, os recuerdo que cualquier plan pastoral ha de tener como meta última e irrenunciable la santidad de todo cristiano, el cual no puede «contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial» (ibíd., 31). Por eso, no han de escatimarse esfuerzos para promover aquellos recursos más fundamentales de la acción evangelizadora, sin los cuales se comprometería seriamente el éxito de cualquier programación. Entre ellos se ha de incluir sin duda una pastoral vocacional capilar y organizada, que tenga en cuenta los ambientes del mundo indígena con sus peculiaridades, pero sin crear separaciones ni, tanto menos, discriminaciones. En efecto, quien es llamado a ser apóstol de Cristo, ha de proclamar y dar a todos sin distinción testimonio del Evangelio.

Se ha de poner gran esmero también en la formación permanente de los sacerdotes, que contemple, además de la debida actualización teológica, un constante impulso a su vida espiritual, que contribuya a afianzar la fidelidad a los compromisos adquiridos con la ordenación y dinamice desde la propia vivencia de fe en Cristo toda su labor pastoral.

Una particular atención se ha de prestar a la formación de los laicos y a su papel y misión en la Iglesia. En muchos casos, su colaboración en las tareas más directamente eclesiales, como la catequesis, las actividades caritativas o la animación de grupos y comunidades, es una preciosa aportación a la acción de la Iglesia y, precisamente por ello, se ha de evitar cualquier forma de actuación que no se integre plenamente en la vida parroquial o en los programas diocesanos.

Los fieles laicos tienen, además, un propio cometido específico, como es el testimonio de una vida intachable en el mundo, la búsqueda de la santidad en la familia, en el trabajo y en la vida social, así como el compromiso de impregnar «con espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive» («Apostolicam actuositatem», 13).

Por eso, se ha de pedir a todos los bautizados que no sólo manifiesten su identidad cristiana, sino que sean artífices efectivos, dentro de su ámbito de competencias, de un orden social inspirado cada vez más en la justicia y menos condicionado por la corrupción, por el antagonismo desleal o la falta de solidaridad. Sería un contrasentido invocar los principios éticos, denunciando algunas situaciones moralmente deplorables, y no exigir a quienes se mueven en el ámbito de la economía, la política o la administración pública que pongan en práctica la valores proclamados con tanta insistencia por la Iglesia y sus Pastores.

3. La Iglesia comienza el nuevo milenio con la firme convicción de que «la propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza» («Novo millennio ineunte», 40), fiel al mandato del Señor de hacer «discípulos a todas las gentes» (Mateo 18, 19). Esta exigencia incluye también a los niños y los jóvenes en las diversas fases de su educación, en las que el desarrollo integral de la persona requiere la dimensión trascendente y religiosa. Por ello, la misión de la Iglesia en dicho campo se corresponde con el derecho fundamental de las familias a educar a sus hijos según su propia fe. Los Pastores no pueden permanecer impasibles ante el hecho de que una parte de las nuevas generaciones, sobre todo las menos dotadas de medios económicos, se vea privada de la apertura a un sentido de la vida y de una formación religiosa que será crucial en toda su existencia. Es de esperar que, con la colaboración franca entre cuantos tienen responsabilidades en este campo, se encuentren las fórmulas adecuadas para que el derecho a la libertad de educación sea pronto una realidad más plena y efectiva para todos.

También se ha de proponer el mensaje de Cristo con confianza a los diversos grupos culturales y étnicos, de los cuales el Ecuador, por naturaleza e historia, es particularmente rico. En esta tarea apasionante son iluminadoras las palabras de San Pablo que, por un lado, se hace «todo a todos para salvar a algunos» (1 Co 9, 22) y, por otro, insiste en que, con la revelación definitiva de Dios en Cristo, «ya no hay judío ni griego; [...] ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), por más que para unos pueda ser escándalo y para otros necedad (cf. 1 Co 1, 23).

En efecto, la Iglesia, arraigada firmemente en la fe en Cristo, único salvador de todo el género humano, considera una gran riqueza la multiplicidad de formas, provenientes de sensibilidades y tradiciones diversas, en que se puede expresar el único mensaje evangélico y eclesial. Se destaca así el respeto por cada cultura y, al mismo tiempo, su capacidad de ser transformada y purificada para llegar a ser una forma entrañable en que cualquier persona o grupo puede encontrarse con el único Dios, plena y definitivamente revelado en Cristo. Precisamente esta convergencia fundamental en una misma fe servirá de fermento para que las diversas lenguas y sensibilidades encuentren fórmulas de expresión religiosa y litúrgica que destaquen la íntima comunión con la Iglesia universal y eviten cuidadosamente que, en las comunidades cristianas, haya «extrañ os ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).

En efecto, una actitud que se ocupara exclusivamente de mantener intactos todos los componentes tradicionales de un grupo humano, no solamente comprometería el anuncio auténtico de la Buena Nueva del Evangelio, que es también fermento en las diversas culturas y promotora de nuevas civilizaciones, sino que, paradójicamente, favorecería su aislamiento respecto a otras comunidades y, sobre todo, respecto a la gran familia del Pueblo de Dios extendido por todo el orbe.

4. En vuestro País, especialmente en algunos territorios, es muy relevante la labor evangelizadora que llevan a cabo numerosos misioneros, sacerdotes, religiosos y religiosas, tantas veces lejos de su patria de origen, a los que se ha agradecer de corazón su entrega generosa. Con entrega desinteresada nos recuerdan que la evangelización no conoce fronteras y que también las comunidades eclesiales ecuatorianas han de poner su atención pastoral más allá de los propios confines. A este respecto, es alentador que el crecimiento de vocaciones a la vida contemplativa haya permitido en los últimos años acudir en ayuda de Monasterios en otros países. Es un signo del impulso misionero que nunca debe faltar en toda comunidad cristiana, y es de esperar que se siga promoviendo con decisión y amplitud de miras.

Hay también otros muchos ecuatorianos que, especialmente en los últimos años, han dejado su tierra en busca de mejores condiciones de vida, afrontando frecuentemente enormes dificultades de carácter material y espiritual. Con la actitud del Buen Pastor, os invito ardientemente a interesaros eficazmente por esta parte de la grey, planteando una pastoral de la emigración que ayude a las familias disgregadas a no perder el contacto con quienes están fuera y que establezca los cauces necesarios con las diócesis de destino para asegurarles la asistencia religiosa necesaria, de modo que no se ofusquen sus raíces y tradiciones cristianas. Aunque muchos de ellos no podrán volver, al menos a corto plazo, ha de hacerse todo lo posible para que los núcleos familiares se puedan recomponer y para que, en todos aquellos que ya sufrieron por tener que abandonar su tierra patria, no sientan también el abandono de sus Pastores y de la comunidad eclesial que les hizo nacer a la fe.

5. Soy consciente, queridos Hermanos, de las muchas preocupaciones que acompañan vuestro ministerio pastoral, como son la inestabilidad de numerosas familias, la desorientación en buena parte de la juventud, la influencia de mentalidades laicistas en la sociedad, una cierta superficialidad en la práctica religiosa o la acechanza de las sectas y grupos pseudoreligiosos. También sufrís con vuestros fieles la zozobra de una situación social y económica llena de incertidumbres.

Ante todas estas realidades, que harían pensar en un horizonte sombrío para vuestras comunidades cristianas, deseo alentaros a no desfallecer e invitaros «a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos» («Novo millennio ineunte», 58). La magnífica experiencia eclesial del Gran Jubileo del 2000 sigue siendo aleccionadora, pues ha puesto de relieve la inagotable capacidad del mensaje de Cristo para llegar al corazón de los hombres de hoy y la inconmensurable fuerza transformadora del Espíritu, fuente de una esperanza «que no defrauda» (Rm 5, 5). También hoy hemos de escuchar las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos amedrentados: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

6. Pido a nuestra madre del Cielo, a la que invocáis como Nuestra Señora de la Presentación del Quinche, que os guíe en el ministerio pastoral que se os ha confiado y que proteja a todos los queridos hijos e hijas ecuatorianos. Os ruego que les llevéis un afectuoso saludo del Papa, siempre muy cercano a todos sus anhelos y preocupaciones. Haced presente también el sincero agradecimiento de la Iglesia a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos, por su generosa entrega a la causa del Evangelio. Tengo a todos muy presentes en mis oraciones y les imparto de corazón, como a vosotros ahora, la Bendición Apostólica.

[Texto original en castellano distribuido por la Oficina de Prensa de la Santa Sede]