CIUDAD DEL VATICANO, 12 junio 2002 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 91, canto del hombre justo a Dios creador.


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1. La antigua tradición judía reserva un puesto particular al Salmo 91, que acabamos de escuchar, como canto del hombre justo a Dios creador. El título que se ha dado al Salmo indica, de hecho, que está destinado a entonarse el sábado (Cf. versículo 1). Es, por lo tanto, el himno que se eleva al Señor eterno y excelso cuando, en el ocaso del viernes, se entra en el día santo de la oración, de la contemplación, de la tranquilidad serena del cuerpo y del espíritu.

Dios
En el centro del Salmo se eleva, solemne y grandiosa, la figura del Dios altísimo (Cf. versículo 9), en cuyo alrededor se delinea un mundo armónico y lleno de paz. Ante él se presenta la persona del justo que, según una concepción muy utilizada por el Antiguo Testamento, es colmado de bienestar, alegría y larga vida como consecuencia natural de su existencia honesta y fiel. Se trata de la denominada «teoría de la retribución», según la cual todo delito tiene ya un castigo en la tierra y toda acción buena una recompensa. Si bien en esta visión hay un elemento de verdad, sin embargo --como intuirá Job y como confirmará Jesús (Cf. Juan 9, 2-3)-- la realidad del dolor humano es mucho más compleja y no puede ser tan fácilmente simplificada. El sufrimiento humano, de hecho, debe ser considerado en la perspectiva de la eternidad.

2. Pero examinemos ahora este himno sapiencial con aspectos litúrgicos. Está constituido por un intenso llamamiento a la alabanza, al gozoso canto de acción de gracias, a la fiesta de la música tocada por el arpa de diez cuerdas, por el laúd y por la cítara (Cf. versículos 2-4). El amor y la fidelidad del Señor deben ser celebrados a través del canto litúrgico «con arte» (Cf. Salmo 46, 8). Esta invitación es válida también para nuestras celebraciones, para que recuperen esplendor no sólo en las palabras y ritos, sino también en las melodías que las animan.

El impío
Después de este llamamiento a no apagar nunca el hilo interior y exterior de la oración, auténtico aliento constante de la humanidad fiel, el Salmo 91 propone como en dos retratos el perfil del impío (Cf. versículos 7-10) y del justo (Cf. versículos 13-16). El impío aparece frente al Señor, «excelso por los siglos» (versículo 9), que hará perecer a sus enemigos y dispersará a todos los malhechores (Cf. versículo 10). Sólo se puede comprender en profundidad bajo la luz divina el bien y el mal, la justicia y la perversión.

3. La figura del pecador es delineada con una imagen vegetal: «germinan como hierba los malvados y florecen los malhechores» (versículo 8). Pero este florecer está destinado a secarse y desaparecer. El Salmista, de hecho, multiplica los verbos y los términos que describen la destrucción: «serán destruidos para siempre... tus enemigos, Señor, perecerán, los malhechores serán dispersados» (versículos 8.10).

En el origen de este final catastrófico se encuentra el mal profundo que se apodera de la mente y del corazón del perverso: «El ignorante no lo entiende ni el necio se da cuenta» (versículo 7). Los adjetivos utilizados pertenecen al lenguaje sapiencial y denotan la brutalidad, la ceguera, la cerrazón de quien cree obrar el mal en la faz de la tierra sin que tenga consecuencias morales, pensando que Dios está ausente o es indiferente. El que ora, sin embargo, tiene la certeza de que el Señor aparecerá antes o después en el horizonte para hacer justicia y doblegar la arrogancia del insensato (Cf. Salmo 13).

El justo
4. Aparece después la figura del justo, trazada como en un cuadro con muchos y densos colores. También en este caso recurre a una fresca y verde imagen vegetal (Cf. Salmo 91, 13-16). A diferencia del impío, que es como la hierba de los campos lozana pero efímera, el justo se eleva hacia el cielo, sólido y majestuoso, como una palmera, como un cedro del Líbano. Los justos son «plantados en la casa del Señor» (versículo 14), es decir, tienen una relación sumamente sólida y estable con el templo y, por lo tanto, con el Señor, que en él ha establecido su morada.

La tradición cristiana jugará también con el doble significado de la palabra griega «phoinix», utilizada para traducir el término hebreo palmera. «Phoinix» es el nombre griego de la palmera, pero también del ave que llamamos «fénix». Es sabido que el ave fénix era el símbolo de inmortalidad, pues se imaginaba que renacía de sus cenizas. El cristiano hace una experiencia parecida gracias a su participación en la muerte de Cristo, manantial de nueva vida (Cf. Romanos 6, 3-4). «Dios... estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» dice la Carta a los Efesios, «y con él nos resucitó» (2, 5-6).

5. Hay otra imagen tomada del mundo animal para representar al justo que tiene como objetivo ensalzar la fuerza que Dios otorga, incluso cuando llega la vejez: «me das la fuerza de un búfalo y me unges con aceite nuevo» (Salmo 91, 11). Por un lado, el don de la potencia divina hace triunfar y da seguridad (Cf. versículo 12); por otro, la frente gloriosa del justo es consagrada con aceite que irradia una energía y una bendición protectora. El Salmo 91 es por lo tanto un himno optimista, potenciado también por la música y el canto. Celebra la confianza en Dios que es manantial de serenidad y de paz, incluso cuando se asiste al aparente éxito del impío. Una paz que permanece intacta en la vejez (Cf. v. 15), estación vivida todavía en la fecundidad y en la seguridad.

Concluimos con las palabras de Orígenes, traducidas por san Jerónimo, que hacen hincapié en la frase del Salmista que dice a Dios: «me unges con aceite nuevo» (versículo 11). Orígenes comenta: «Nuestra vejez tiene necesidad del aceite de Dios. Al igual que nuestros cuerpos cansados recobran vigor ungiéndolos con aceite, al igual que la llama de la lámpara se extingue si no se le añade aceite, así también la llama de mi vejez necesita el aceite de la misericordia de Dios. También los apóstoles subieron al monte de los Olivos (Cf. Hechos 1, 12) para recibir luz del aceite del Señor, pues estaban cansados y sus lámparas necesitaban el aceite del Señor... Por ello, pidamos al Señor que nuestra vejez, nuestro cansancio, y todas nuestras tinieblas sean iluminadas por el aceite del Señor» («74 Homilías sobre el Libro de los Salmos» --«74 Omelie sul Libro dei Salmi»--, Milán 1993, páginas 280-282).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

Al final de la audiencia, Juan Pablo II leyó esta síntesis de su intervención en castellano.


Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo que hemos escuchado hoy es un himno al Dios eterno y excelso cuando se va a entrar en el día santo y festivo de la oración, de la contemplación, del descanso sereno del cuerpo y del espíritu. Se presenta la figura del Dios altísimo, alrededor de la cual se perfila un mundo armónico y
pacificado.

El contenido de este himno es una llamada intensa a la oración, al canto gozoso de acción de gracias, acompañado con una música digna para que la celebración litúrgica se exprese con arte. Ante Dios están el impío y el justo. El primero, arrogante, está frente a Dios. El justo, en cambio, comparado con la palmera o el cedro, se presenta elevándose hacia el cielo, con una relación profunda y firme con el Señor. Es un salmo, pues, que celebra la confianza en Dios como fuente de serenidad y paz, destinadas a permanecer en todas las etapas de la vida.

Saludo a los peregrinos de lengua española; de modo particular a los fieles de las parroquias de Santa Eulalia y María Mediadora, de Madrid, así co mo a los grupos del Ayuntamiento de Paterna y de San Sebastián. También a los peregrinos nicaragüenses y ecuatorianos. Muchas gracias a todos por vuestra atención.