MADRID, 8 octubre 2002 (ZENIT.org).- El superior general de la congregación de los religiosos Terciarios Capuchinos, Tomás Barrera, ha escrito una carta con motivo del centenario de la aprobación pontificia de la Congregación en la que invita a estos consagrados a suscitar con su vida entre los hombres y mujeres la «nostalgia de Dios».

Al dirigirse a los religiosos, presentes en más de veinte países pide por ello «revisar nuestras obras y nuestro ser consagrados en esta hermosa parcela que el Señor nos ha confiado: el de ayudar a tantos jóvenes necesitados de una mano amiga para que puedan salir de la difícil situación en que se encuentran».

La aprobación pontificia de los Terciarios Capuchinos fue realizada por el Papa León XIII el 19 de septiembre de 1902. Habían sido fundados trece años antes por el obispo de Valencia, monseñor Luis Amigó y Ferrer, motivo por el cual son conocidos también como «amigonianos».

La misiva ha sido hecha pública por la agencia IVICON de las congregaciones religiosas en España.

La congregación se dedica desde entonces a la educación de los adolescentes y jóvenes en situaciones de riesgo.

Después de cien años de aprobación de la congregación por la autoridad de la Iglesia, Barrera cree que «es necesario hacer una profunda revisión de nuestro apostolado ya que no basta contentarse ni siquiera con decir que hacemos bien el encargo que hemos recibido a favor de los jóvenes que atendemos, sino que tendremos que hacerlo de tal manera que quede absolutamente claro y diáfano el
motivo que impulsa todo nuestro movimiento y dinamismo de caridad».

Para el superior general, la celebración del centenario de la aprobación de las Constituciones de la congregación, renovadas en el Capítulo General de 1995, supone «garantizar un verdadero servicio a nuestros adolescentes y jóvenes, que no sólo responda a una necesidad real, sino que, además, debe mostrar la raíz de donde viene el impulso apostólico, las razones profundas que inspiran el gesto de amor».

En este sentido, continúa Barrera, «no solamente nos debemos hacer querer por los jóvenes porque les solucionamos sus problemas, sino sobre todo porque con nuestra vida de consagrados llegamos a hacer que se cuestionen en lo más profundo de su persona».

Por eso, concluye, «no debemos olvidar que un consagrado es alguien capaz de suscitar en el corazón del hombre la nostalgia o deseo de Dios», al tiempo que en el trabajo de cada día «no basta la mera competencia profesional, se necesita la proximidad afectiva».