MADRID, 12 octubre 2002 (ZENIT.org).-¿Cuáles son los desafíos que todo líder político o económico, toda persona que quiera promover un mundo más justo, tiene que afrontar en estos momentos? Juan Pablo II ha respondido a esta pregunta ofreciendo ocho retos decisivos que tienen un común denominador: poner al hombre y a la mujer en el centro del desarrollo.
Presentamos el artículo publicado por el semanario Alfa y Omega en el que analiza las ocho propuesta que presentó Juan Pablo II en su discurso a los embajadores de los países acreditados ante la Santa Sede (Cf. 10 de enero de 2002).
El artículo recoge su enunciado sintético, tal y como fue presentado por el Papa a los representantes de la comunidad internacional, ilustrándolo con declaraciones del mismo obispo de Roma y de sus representantes ante los foros internacionales de las Naciones Unidas.
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Defensa de la vida humana en toda situación
El primer desafío que en estos momentos espera al mundo es, según Juan Pablo II, «la defensa del carácter sagrado de la vida humana en toda circunstancia, en particular ante las manipulaciones genéticas».
Ante todo, el Pontífice especifica: en toda circunstancia. La aclaración recuerda el encendido debate que existía entre los católicos estadounidenses, hace algo más de tres años. Los grupos pro-vida, que luchan por la defensa de la vida humana en sus fases preliminares, se preguntaban si debían luchar con la misma energía contra la pena de muerte. Algunos de ellos, contradictoriamente, eran incluso favorables a la ejecución capital; otros eran convencidos opositores, pero se decían que quizá era mejor concentrar los esfuerzos en la defensa del no nacido, pues los sondeos confirmaban que la mayoría de la opinión pública es favorable a la pena de muerte. En pleno debate, era muy esperada la visita de Juan Pablo II a Saint Louis (Estados Unidos), a final del mes de enero de 1999, tras su viaje a México. En la misa celebrada en el Trans World Dome de aquella ciudad de Missouri, el 27 de enero, fue muy claro: «Ser incondicionalmente pro-vida –dijo textualmente– significa defender, servir y celebrar la vida en toda circunstancia».
«Un signo de esperanza –añadió– es el mayor reconocimiento de que no se puede quitar nunca la dignidad de la vida humana, incluso cuando alguien haya cometido un gran mal. La sociedad moderna tiene los medios para protegerse, sin negar definitivamente a los criminales la oportunidad de reforma». El Papa fue aún más allá. Un día antes, en el aeropuerto de Saint Louis, ante el entonces Presidente Bill Clinton, explicaba: «Escoger la vida implica rechazar toda forma de violencia: la violencia de la pobreza y del hambre, que oprime a demasiados seres humanos; la violencia de los conflictos armados, que no resuelve, sino que agrava las divisiones y las tensiones; la violencia de armas particularmente horrendas, como las minas anti-personales; la violencia del tráfico de droga; la violencia del racismo; y la violencia de los irresponsables daños al ambiente natural».
Para el Papa, sería un grave error reducir la cultura de la vida a la defensa de los derechos de los no nacidos. Ciertamente, éstos exigen un compromiso especial, pues son particularmente inermes. Pero la defensa de la vida no sería creíble si no se compromete en la defensa de toda vida, en todos los instantes, desde la concepción hasta el ocaso natural. Ahora bien, en el enunciado de este desafío, el sucesor de Pedro hace una especificación significativa: exige defender la vida en particular ante las manipulaciones genéticas. Éste es quizá el gran reto que el hombre tiene ante sí en estos momentos, según el timonel de la barca de Pedro. Las estupendas posibilidades de la investigación científica, tan ardientemente promovidas por él en estos 23 años de pontificado, presentan el riesgo de hacer del hombre, en especialmente en el primer instante de su existencia, mero instrumento de experimentación o materia prima sacrificada al provecho de la industria farmacéutica.
La reproducción de seres humanos a través de la clonación ha sido ya un hecho de laboratorio. Y, si es verdad lo que en días pasados anunció el profesor Severino Antinori (algo que los científicos dudan), en pocos meses podríamos asistir al nacimiento del primer bebé clonado.
Se entienden así las afirmaciones del físico Antonino Zichichi, Presidente de la Federación Mundial de Científicos, quien consideró que las consecuencias de la ingeniería genética podrían ser mucho más graves que las de la bomba atómica (Il Messaggero, 17 de agosto de 2000).
Promoción de la familia
El segundo desafío que expone el Papa es «la promoción de la familia, célula fundamental de la sociedad». Mucho antes que ser una cuestión ética o religiosa, presenta la familia como una realidad humana y social.
En una sociedad globalizada, en la que las personas se convierten en simples números de tarjeta de crédito, en códigos de identificación fiscal, o en votos, el Santo Padre está convencido de que la familia es el primer lugar en el que se superan las «relaciones puramente funcionales», para instaurar «relaciones interpersonales, ricas de interioridad, de entrega gratuita» (explicaba el 15 de octubre de 2000, en el Jubileo de las Familias). En la familia, el hombre, la mujer, el bebé, no son consumidores, son personas con nombres y apellidos.
Por ello, según el mismo obispo de Roma, «uno de los desafíos más arduos que afronta hoy la Iglesia es el de una cultura individualista, que tiende a circunscribir y aislar el matrimonio y la familia en el ámbito privado» (discurso a la Rota Romana, 11 de febrero de 2001). Es en la familia donde comienza la resistencia ante la homologación y homogeneización de la cultura dominante.
«La Iglesia sabe también, y la experiencia diaria se lo confirma –añadía el Papa en el Jubileo de las Familias–, que cuando este designio originario se obscurece en las conciencias, la sociedad recibe un daño incalculable». Numerosos estudios han demostrado ampliamente que los índices de criminalidad, de suicidio, de pobreza y marginación aumentan con los índices de divorcio.
Eliminación de la pobreza
El tercer desafío para Juan Pablo II es «la eliminación de la pobreza, mediante esfuerzos constantes en favor del desarrollo, de la reducción de la deuda y de la apertura del comercio internacional».
En los últimos años, las Conferencias internacionales organizadas por las Naciones Unidas sobre el desarrollo han llegado siempre a una misma conclusión: los esfuerzos para reducir a la mitad la pobreza en el mundo (compromiso solemnemente asumido por la comunidad de naciones) son insuficientes. Ante esta situación, los representantes de la Santa Sede ante las Naciones Unidas insisten cada vez más en el hecho de que toda política que hoy día quiera combatir la pobreza en su raíz tiene que hacer del hombre, de la mujer, protagonista de su futuro. Esto es particularmente evidente en la economía actual, «fundada sobre los conocimientos», como constataba el arzobispo Diarmuid Martin, observador permanente de la Santa Sede, al intervenir, el 25 de marzo, ante la Comisión para los Derechos Humanos de la ONU. «Su iniciativa y creatividad son la fuerza motriz, e innovadora, de una economía moderna», añadió. Ahora bien –constató–, «la triste realidad es que muchas personas, quizá la mayoría hoy, no tienen los medios que podrían asegurarles ocupar su lugar de forma eficaz y humanamente digna dentro de un sistema productivo en el que el trabajo es realmente esencial».
Por este motivo, el representante papal aseguró que, «actualmente, la pobreza no puede definirse sólo en términos de falta de ingresos, sino más bien en términos de capacidad de desarrollar completamente ese potencial humano con el que Dios ha dotado a cada hombre y mujer. Combatir la pobreza significa desarrollar el potencial humano». De este modo se entienden mejor las dos peticiones específicas que presenta ante este desafío el Papa: por una parte, la condonación de la deuda externa de los países en vías de desarrollo, que, como han demostrado estudios del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, quitan recursos decisivos al gasto público en campos como la educación o la sanidad.
La otra petición, «la apertura del comercio internacional», es particularmente importante. Las instituciones financieras internacionales han comenzado a considerar como un parámetro del nivel de vida de las personas de un país (junto a los índices relativos a los servicios sanitarios o escolares) el acceso a los mercados internacionales, pues los mercados crean riqueza. La petición pontificia toca de lleno a Estados Unidos y Europa, que predican apertura de los mercados, como sucedió en la Conferencia sobre financiación del desarrollo (Monterrey, 18 al 22 de marzo), pero después hacen lo contrario: cerrando sus mercados a los productos de los países pobres (como los nuevos impuestos de Washington al acero, o la política agrícola comunitaria). En el fondo, se promueve así una globalización falsa, de conveniencia, en la que lo más importante, el capital humano, no es libre, pues está sometido a las severas leyes sobre inmigración impuestas por los países ricos.
Derechos humanos
Como cuarto desafío, el Papa presenta «el respeto de los derechos humanos en todas las situaciones, con especial atención a las categorías de personas más vulnerables, como los niños, las mujeres y los refugiados».
Juan Pablo II considera –lo dijo el 27 de febrero pasado– que, en estos momentos, una gravísima amenaza se cierne sobre los derechos del hombre, pues, como denunció ante la Academia Pontificia para la Vida, en las legislaciones nacionales están perdiendo su naturaleza propia y se están convirtiendo en «expresiones de las opciones subjetivas propias de quienes gozan de poder para participar en la vida social, o de quienes obtienen el consenso de la mayoría».
El riesgo es que los derechos humanos sean establecidos (o cancelados) a golpe de mayoría, ya sea en los sondeos de opinión, ya sea en los Parlamentos (el voto del Europarlamento del 13 de marzo sobre mujer y fundamentalismo es una buena prueba). En ese discurso citado, el Papa alertó así ante la posibilidad de que «incluso los regímenes democráticos se transformen en un substancial totalitarismo».
Al hablar de derechos humanos, el Papa habla de los sujetos que corren un riesgo particular: los niños, las mujeres, los refugiados. Tras los atentados contra las Torres gemelas y el Pentágono, el riesgo es que la seguridad nacional de los países (comprensible) haga olvidar otros derechos fundamentales, como los de los refugiados. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) denuncia precisamente, en el editorial del último número de su revista, Refugiados, que la guerra al terrorismo lanzada por Washington corre el riesgo de agravar la situación de más de veinte millones de refugiados del mundo, de los cuales entre el 50 y el 60% son niños, que con frecuencia han nacido y vivido en un campo de refugiados.
Desarme
La quinta prioridad actual mencionada por el Papa es «el desarme, la reducción de las ventas de armas a los países pobres y la consolidación de la paz una vez terminados los conflictos».
El 8 de abril pasado, monseñor Francis Chullikat, subjefe de la delegación de la Santa Sede ante la Comisión preparatoria para la Conferencia de Revisión del Tratado de No Proliferación de armas nucleares, denunció que, en estos momentos, «la Conferencia sobre desarme está paralizada. Una de las partes del Tratado sobre Mísiles antibalísticos ha dado señales de retirada. Las armas nucleares se mantienen todavía en estado de alerta». Por otra parte, «la admonición del Tribunal Internacional de Justicia para la conclusión de las negociaciones orientadas a su eliminación es ignorada».
Pero más grave aún que la falta de progresos –indicó monseñor Chullikat– es «la abierta determinación de algunos Estados con armas nucleares a seguir dispensando a las armas nucleares un papel decisivo en sus doctrinas militares. Las viejas políticas de disuasión nuclear que prevalecieron en la guerra fría deben llevar ahora a medidas concretas de desarme –añadió–. Las leyes no pueden aprobar la continuación de doctrinas, según las cuales, mantener las armas nucleares es esencial». Y concluyó asegurando que «las armas nucleares son incompatibles con la paz que buscamos para el siglo XXI; no pueden ser justificadas», y «son instrumentos de muerte y destrucción».
Juan Pablo II se ha comprometido en primera persona, especialmente en 1999, para que la comunidad internacional adopte la Convención de Ottawa contra la producción, almacenamiento y comercio de minas antipersonales, «fríos y ciegos instrumentos ideados, construidos y usados para herir o matar a una o más personas», como las calificó el Vaticano, el 19 de septiembre, en una cumbre internacional celebrada en Managua.
Las armas ligeras son también una preocupación del Papa, que ha pedido a sus hombres ante las instituciones internacionales su compromiso para luchar contra este comercio de muerte. En una entrevista concedida a los micrófonos de Radio Vaticano, el arzobispo Renato Martino, observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas en Nueva York, recordaba que este tipo de armas provocan al año unas 300 mil muertes, en su mayoría civiles: un muerto cada dos minutos.
Medicina para todos
El sexto reto es «la lucha contra las grandes enfermedades y el acceso de los menos pudientes a las curas y los medicamentos básicos». En una carta escrita a una Conferencia internacional celebrada en Varsovia entre el 5 y el 6 de abril sobre ética, ciencia y medicina, el Pontífice acaba de denunciar que algunos países en vías de desarrollo en pleno siglo XXI no tienen acceso a medicinas básicas, pues su comercialización no es interesante, económicamente hablando, para la industria farmacéutica.
En la reunión del Consejo para los Derechos de propiedad intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que se celebró en Ginebra del 18 al 22 de junio de 2001, el arzobispo Diarmuid Martin afirmó que la difusión del sida, y el preocupante regreso de otras enfermedades infecciosas, como la malaria o la tuberculosis, constituyen un drama planetario, que exige oportunas medidas para conciliar los legítimos intereses de la industria farmacéutica con la necesidad de los países pobres de comprar medicinas a precios accesibles. «No es posible justificar, desde el punto de vista ético, la lógica de fijar un precio lo más caro posible para atraer a los investigadores y para conservar y reforzar la investigación, dejando de lado la consideración de factores sociales fundamentales», denunció el prelado.
La Iglesia propone, en este sentido, «la entrada en vigor de un sistema innovador de precios diferenciados», donde «a los productos de lujo y no esenciales, por ejemplo, los cosméticos, se les podría cargar con la mayor parte del peso de la investigación y la elaboración de los medicamentos esenciales».
Conservación del ambiente
El séptimo desafío es «la salvaguardia del entorno natural y la prevención de las catástrofes naturales». El 16 de enero de 2001, en una Audiencia General, el Papa llamó a una conversión ecológica. «Especialmente en nuestro tiempo, el hombre ha devastado sin dudarlo llanuras y valles boscosos, ha contaminado aguas, ha deformado el hábitat de la tierra, ha hecho irrespirable el aire, ha trastornado los sistemas hidro-geológicos y atmosféricos, ha desertizado espacios verdes, ha establecido la industrialización salvaje, hum illando –por usar una imagen de Dante Alighieri (Paraíso, XXII, 151)– ese huerto que es la tierra, nuestra morada». Por eso, según el Santo Padre, «es necesario estimular y apoyar la conversión ecológica que, en estas últimas décadas, ha hecho a la Humanidad más sensible con respecto a la catástrofe hacia la que se estaba encaminando».
«No está sólo en juego una ecología física –aclaró–, atenta a tutelar el hábitat de los diferentes seres vivientes, sino también una ecología humana, que haga más digna la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a las generaciones futuras un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador».
Aplicación del Derecho
El octavo y último desafío es «la aplicación rigurosa del Derecho y de las convenciones internacionales». Curiosamente la Iglesia católica, y en particular Juan Pablo II, que ha criticado las políticas malthusianas o relativistas de ciertas agencias de la ONU, es al mismo tiempo uno de los aliados más convencidos de esta institución, como foro en el que el diálogo entre las naciones se hace operativo y se convierte en instrumento para el desarrollo y la salvaguarda del Derecho internacional. De lo contrario, sólo queda la ley del más fuerte.
El cardenal Angelo Sodano, Secretario de Estado vaticano, al intervenir el 8 de septiembre de 2000 en la Cumbre del Milenio de la ONU, en Nueva York, mencionó los cuatro deberes fundamentales propios de esta institución: mantener y promover la paz; el desarrollo; los derechos humanos; y la igualdad de todos sus miembros. Este último deber es sin duda la materia pendiente de esa institución.
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«Ciertamente, se podrían añadir muchas otras exigencias –confesaba el Papa al concluir su elenco de desafíos a los embajadores–. Pero si estas prioridades estuvieran en el centro de las preocupaciones de los responsables políticos; si los hombres de buena voluntad las tradujeran en compromisos cotidianos; si los hombres creyentes las incluyeran en su enseñanza, el mundo sería radicalmente diferente».
Se resumen en un compromiso, que por otra parte ha sido asumido por la comunidad internacional en varios foros: poner al hombre y a la mujer en el centro del desarrollo.
Publicado por Alfa y Omega en http://www.alfayomega.es/estatico/anteriores/alfayomega307/enportada/enportada.html