Beatificación de Daudi y Jildo, jóvenes catequistas ugandeses

Fueron martirizados por odio a la fe

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ROMA, 18 octubre 2002 (ZENIT.org).- Dos jóvenes catequistas ugandeses que dieron su vida por la fe se convertirán en modelos de fidelidad a la llamada cristiana cuando el próximo domingo, Jornada Mundial de las Misiones, Juan Pablo II les proclame beatos.

Daudi (David) Okelo, de entre 16 y 18 años, y Jildo Irwa, de entre 12 y 14, fueron martirizados a golpes de lanza y cuchilladas en Palamuku, cerca de Paimol, aldea de Uganda del norte, en la cuenca del Alto Nilo. Era el año 1918.

El ejemplo dado por estos dos jóvenes, unidos por una profunda amistad y por el entusiasmo de enseñar la religión cristiana a sus compatriotas, permanece como signo de coherencia de vida cristiana, fidelidad a Cristo y compromiso en el servicio misionero entre la propia gente.

La fecha de nacimiento de Daudi y Jildo no se conoce con exactitud. Fueron bautizados el 6 de junio de 1916 y confirmados el 15 de octubre del mismo año. Pertenecían a la tribu Acholi, una subdivisión del gran grupo Lwo, cuyos miembros viven aún en su mayor parte en el norte de Uganda, aunque también están presentes en el sur de Sudán, Kenia, Tanzania y Congo.

Los misioneros combonianos habían llegado en 1915 a la región de Kitgum y comenzaron su labor evangelizadora con la ayuda de algunos catequistas. Existían entonces muchas dificultades, algunas creadas por la primera guerra mundial, otras por la peste, la viruela y la situación de carestía. Para los brujos de la zona la llegada de la nueva religión era la causa de todas las desgracias.

Surgieron entonces movimientos anticristianos y anticolonialistas (los Adwi y los Abas) promovidos por los brujos y apoyados por los traficantes de marfil y de esclavos que veían obstáculos para sus negocios. Además eran frecuentes las luchas tribales.

En este contexto de hostilidad y desconfianza, se sitúa el testimonio heroico de los dos jóvenes catequistas, quienes no dudaron en trasladarse a Paimol para cubrir el vacío dejado en la obra de evangelización por la muerte de Antonio, el hermano de Daudi.

Cuando Daudi pidió al padre Cesare Gambaretto, sustituir a Antonio junto a su amigo Jildo, el misionero intentó disuadirles, no sólo por su juventud, sino también por el peligro que corrían en aquella violenta zona. «¿Y si os matan?», preguntó entonces el misionero. «¡Iremos al paraíso!», fue la inmediata respuesta. «Ya está allí Antonio – añadió Daudi –, no temo la muerte. ¿No murió Jesús por nosotros?».

Llegaron a su destino en noviembre de 1917 y once meses más tarde fueron asesinados por odio a la fe. Su martirio fue documentado por los habitantes de Paimol y ocho testigos oculares, entre los que se encontraba uno de los que les dieron muerte.

En Paimol, Daudi y Jildo se dedicaban sin descanso a su misión de evangelización y ganaban su sustento trabajando duramente en los campos. Un catequista que enseñaba en una aldea dejó este testimonio: «Toda la gente del pueblo sin excepción les amaba por el bien que hacían (…). Murieron en el cumplimiento exacto de su enseñanza».

Al amanecer, Daudi tocaba el tambor para llamar a sus catecúmenos a las oraciones de la mañana. Junto a Jildo rezaba también el rosario. Visitaba además las aldeas vecinas, desde donde acudían sus catecúmenos, quienes estaban ocupados durante el día ayudando a sus padres en los campos o con el ganado.

Cuando se ponía el sol, Daudi llamaba a la oración en común y a rezar el rosario, concluyendo siempre con una canción a la Virgen. Los domingos, celebraba un servicio de oración, animado a menudo por la presencia de catecúmenos y catequistas de la zona.

Se recuerda a Daudi como un joven de carácter pacífico y tímido, diligente en sus tareas como catequista y querido por todos. Nunca se vio involucrado en disputas tribales o políticas.

El padre Cesare Gambaretto, quien había administrado los sacramentos a los dos jóvenes mártires, describía a Jildo como un joven de carácter dulce y alegre, muy inteligente. «Era de gran ayuda para Daudi, y reunía a los niños para recibir la instrucción con su dulzura e insistencia infantil (…). Había recibido el bautismo recientemente, cuya gracia preservó en su corazón y dejó traslucir con su comportamiento encantador», añade el misionero.

Jildo estuvo siempre disponible y fue ejemplar en sus tareas como catequista-asistente. Espontáneamente, se mostró deseoso de ir con Daudi a enseñar la Palabra de Dios a Paimol.

Murieron atravesados por las lanzas de Okidi y Opio, dos Adwi (revolucionarios que se habían alzado en armas contra los jefes impuestos por las autoridades coloniales). Antes de matarles, los Adwi intentaron convencer a Daudi y a Jildo para que abandonaran la región y la enseñanza del catecismo. Podrían haber salvado la vida, pero ellos rechazaron la oferta.

A Jildo se le dio la oportunidad de huir, pero él respondió: «Hemos trabajado en la misma obra; si es necesario morir, tendremos que morir juntos». Cuando les sacaron del pueblo para matarles, David lloraba. Fue entonces consolado por el pequeño Jildo: «¿Por qué lloras? Mueres sin motivo; no has hecho mal a nadie». Era poco antes del amanecer del 19 de octubre de 1918.

Los cristianos del lugar, acabada la furia homicida, no olvidaron a sus heroicos catequistas. El lugar del martirio, Palamuku, fue llamado desde entonces Wi-Polo («En el cielo») para recordar el premio de los dos adolescentes.

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ZENIT Staff

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