ROMA, miércoles, 4 febrero 2004 (ZENIT.org).- El Concilio Vaticano II sirvió para recuperar la dimensión pública del compromiso cristiano que había quedado obscurecida en siglos anteriores, afirma el cardenal Joseph Ratzinger.
El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe ha hecho un balance sobre cómo ha cambiado la relación entre la Iglesia y el mundo tras la cumbre de los obispos católicos, celebrada entre 1962 y 1965, en el prefacio escrito para el libro «Introducción al cristianismo» («Introduzione al Cristianesimo», Queriniana 298 pp.).
El purpurado bávaro, quien siguió las sesiones conciliares como perito teológico, comienza constatando ante todo que el Concilio Vaticano II se propuso «renovar el papel del cristianismo como motor de la historia».
«En el siglo XIX, de hecho –constata–, se había difundido la opinión de que la religión pertenecía a la esfera subjetiva y privada, y que debía limitar a estos ámbitos su influencia. Precisamente porque estaba relegada a la esfera subjetiva, la religión no podía presentarse como fuerza determinante para el gran curso de la historia».
«Terminadas las sesiones de trabajo del Concilio –explica el cardenal Ratzinger– tenía que quedar de nuevo claro que la fe cristiana abarca a toda la existencia, es un eje central de la historia y del tiempo, y no está destinada a limitar su ámbito de influencia únicamente a la subjetividad».
«El cristianismo trató –al menos en la óptica de la Iglesia católica– de salir del ghetto en el que se encontraba encerrado desde el siglo XIX y volver a involucrarse plenamente en el mundo».
«En la determinación del papel del cristianismo en la historia –precisa Ratzinger– ha influido sobre todo la idea de una nueva relación entre Iglesia y mundo. Si en los años treinta Romano Guardini había acuñado (justamente) la expresión «distinción de lo que es cristiano» («Unterscheidung des Christlichen»), ahora esta distinción parecería haber perdido su importancia a favor, más bien, de la superación de las distinciones, del acercamiento al mundo, de la participación en el mundo».
«La rapidez con que estas ideas podían salir del círculo de los discursos eclesiásticos académicos y adquirir un carácter más práctico comenzó a ser evidente ya en 1968, en la época de las barricadas parisinas».
«La participación en primera línea de comunidades estudiantiles católicas y evangélicas en los movimientos revolucionarios en las universidades de Europa y de fuera de Europa confirmó esta tendencia», comenta el purpurado.
«En aquella época, parecía que la única senda que podía recorrerse era el marxismo. Parecía que Marx había asumido el papel que en el siglo XIII desempeñó el pensamiento aristotélico, una filosofía precristiana (es decir, «pagana») que había que bautizar para acercar fe y razón y para que entablar una relación correcta».
Ratzinger concluye afirmando, sin embargo, que «quien se esperaba que el cristianismo se transformaría en un movimiento de masas, ha comprendido que se había equivocado».
«Los movimientos de masa no contienen por sí solos promesas de futuro –aclara–. El futuro nace cuando las personas se encuentran en torno a convicciones profundas, capaces de dar forma a la existencia. Y el futuro crece positivamente si estas convicciones surgen de la verdad y si conducen a la verdad».