CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 29 febrero 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Juan Pablo II al nuevo embajador de Argentina ante la Santa Sede, el señor Carlos Luis Custer, en la ceremonia de presentación de cartas credenciales que tuvo lugar este sábado.
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Señor Embajador:
1. Me es grato recibirle al hacerme entrega de las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la Republica de la Argentina ante la Santa Sede, en este acto que me ofrece también la oportunidad de expresarle mi cordial bienvenida y, a la vez, los mejores deseos para el desempeño de la alta responsabilidad que su Gobierno le ha encomendado.
Agradezco las amables palabras que me ha dirigido, en las cuales se hace portavoz del propósito del Presidente de la Nación, Doctor Néstor Kirchner, y de su Gobierno, de promover las relaciones tanto con esta Sede Apostólica como con la Iglesia local, en la perspectiva de tantos objetivos comunes y de largo alcance.
Le ruego que transmita al Señor Presidente mi cordial saludo y le haga presente mi aprecio y cercanía al pueblo argentino, que ha dado y continua dando tantas muestras de afecto y adhesión al Sucesor de Pedro.
2. Me satisface constatar las buenas relaciones diplomáticas entre la Nación Argentina y la Santa Sede, basadas en el respeto y estima mutuos, la voluntad de cooperación leal desde la autonomía de las propias competencias y la búsqueda del bien común integral de las personas y los pueblos. Además de un cauce institucional privilegiado, son como un reflejo de los lazos históricos y espirituales que unen al pueblo argentino, de hondas raíces católicas, con la Cátedra de Pedro.
Precisamente este año se conmemora una de las manifestaciones más significativas del espíritu cristiano de los argentinos, como fue la inauguración del monumento a Cristo Redentor entre las cumbres andinas que colindan con Chile. Si entonces fue expresión de la confianza en la ayuda divina para solucionar graves escollos para la vida patria, la solemnidad con la cual hoy se celebra el centenario es un grato motivo de esperanza, pues hace revivir aquella gozosa fe y proyecta hacia el futuro el compromiso de seguir favoreciendo los valores inspirados en el Evangelio y que contribuyen decididamente a construir una sociedad más pacífica, solidaria y reconciliada, en la cual se intente siempre mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos sin excepción.
3. En el marco de estas relaciones, que se proponen el bien integral de un mismo pueblo, la Iglesia aporta lo que es propio de su misión, contribuyendo así también al bienestar de las naciones. Alienta el amor al prójimo, que a su vez es fuente segura de auténtico desarrollo, promueve actitudes fraternas, que son fundamento sólido de toda convivencia pacífica, o inculca en las conciencias el riguroso respeto de la dignidad innata de la persona y de los derechos humanos, base de un orden social verdaderamente justo.
Argentina es testigo singular de los frutos que conllevan unas relaciones cordiales en los diversos ámbitos y un espíritu de colaboración entre la Iglesia y las naciones. En unas ocasiones para llevar a buen término, por el camino del diálogo y el entendimiento, espinosas cuestiones que ponen en peligro el inestimable valor de la paz. En otras, para aminorar los factores externos que influyen en graves coyunturas económicas, sin por ello dejar de alentar a quienes las padecen a que desarrollen su gran capacidad de trabajo e imaginación para superarlas, sin eludir responsabilidades ni escatimar esfuerzos.
En este contexto, no se puede olvidar la ingente labor de tantas personas e instituciones católicas que han servido y sirven a la sociedad argentina en los más diversos campos, como la cultura y la educación, la promoción y cuidado de los más necesitados o, incluso, del trabajo y las diversas formas de participación al bien común de la Nación.
Muchas de estas formas de cooperación al bien común del país adquieren especial relieve precisamente en los momentos difíciles, cuando por diversos motivos aumenta la incertidumbre, crece la necesidad o escasea la esperanza. Por eso, proteger y ayudar a las instituciones que llevan a cabo tareas humanitarias o de promoción humana y social son medidas propias de un poder público clarividente y comprometido con el bien de todos los ciudadanos.
4. En cumplimiento de su misión, la Iglesia no cesa en su esfuerzo por invitar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a construir una sociedad basada en valores fundamentales e irrenunciables para un orden nacional e internacional digno del ser humano.
Uno es ciertamente el valor de la vida humana misma, sin el cual no sólo se quebranta el derecho de cada ser humano desde el momento de su concepción hasta su término natural, y que nadie puede arrogarse la facultad de violar, sino que se cercena también el fundamento mismo de toda convivencia humana. En efecto, cabe preguntarse qué sentido tiene el esfuerzo por mejorar las formas de convivir, si no se garantiza el vivir mismo. Es preciso, pues, que este valor sea custodiado con esmero, atajando prontamente los múltiples intentos de degradar, más o menos veladamente, el bien primordial de la vida convirtiéndolo en mero instrumento para otros fines.
Otro pilar de la sociedad es el matrimonio, unión de hombre y mujer, abierto a la vida, que da lugar a la institución natural de la familia. Ésta no sólo es anterior a cualquier otro orden más amplio de convivencia humana sino que lo sustenta, al ser en sí misma un tejido primigenio de relaciones íntimas guiadas por el amor, el apoyo mutuo y la solidaridad. Por eso la familia tiene derechos y deberes propios que ha de ejercer en el ámbito de su propia autonomía. Atañe a las legislaciones y a las medidas políticas de sociedades más amplias, según el principio de subsidiaridad, la tarea de garantizar escrupulosamente estos derechos y de ayudar a la familia en sus deberes cuando éstos sobrepasan su capacidad de cumplirlos sólo con sus medios.
Sobre estos aspectos, me parece oportuno recordar que el legislador, y el legislador católico en particular, no puede contribuir a formular o aprobar leyes contrarias a «las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral», expresión de los más elevados valores de la persona humana y procedentes en última instancia de Dios, supremo legislador (cf. A los gobernantes, parlamentarios y políticos, 4 noviembre 2000, n. 4).
5. Es preciso recordar esto en un momento en que no faltan intentos de reducir el matrimonio a mero contrato individual, de características muy diversas a las que son propias del matrimonio y de la familia, y que terminan por degradarla, como si fuera una forma de asociación accesoria dentro del cuerpo social. Por eso, tal vez más que nunca, las autoridades públicas han de proteger y favorecer la familia, núcleo fundamental de la sociedad, en todos sus aspectos, sabiendo que así promueven un desarrollo social justo, estable y prometedor.
Argentina ha sido y es particularmente sensible a estos aspectos, sabiendo que se trata de cuestiones en las que se decide el futuro de toda la humanidad. Por eso deseo expresar agradecimiento por los esfuerzos realizados en favor del matrimonio y la familia en ocasión de algunos foros internacionales, invitando al mismo tiempo a proseguir en esta trayectoria.
6. Le reitero, Señor Embajador, mis mejores deseos al frente de la Embajada de su País ante la Santa Sede, y ruego a Nuestra Señora de Luján, tan cercana a los argentinos, que le ilumine en su trabajo como cauce de la cordialidad entre el Papa y esa noble Nación. A Ella le pido también que aliente el esfuerzo de las Autoridades y de los ciudadanos por construir una sociedad más próspera, ecuánime y abierta a los valores del espíritu, contribuyendo así no
sólo al bien de la propia patria, sino también al de los pueblos hermanos del cono sur americano y de toda la comunidad internacional.
Con estos deseos, a la vez que le deseo una feliz estancia en Roma, le imparto la Bendición Apostólica, que extiendo a su distinguida familia y a sus colaboradores.
[Texto original en castellano]