ANN ARBOR, Michigan, sábado, 20 marzo 2004 (ZENIT.org).- Como crónica especial de ZENIT, una religiosa ofrece su opinión sobre las partes claves de la película «La Pasión de Cristo».
Los Tres Momentos de «La Pasión de Cristo»
Por la hermana Joseph Andrew Bogdanowicz, OP
Hermanas Dominicas de María, Madre de la Eucaristía
Ver «La Pasión de Cristo» afecta a cada persona de modo individual. Aunque uno pueda estar más o menos de acuerdo con el retrato que hace la película de las últimas doce horas de la vida de Cristo en la tierra, la mayor parte de este retrato se enraíza en los diversos relatos de los Evangelistas que se encuentran en la Escritura.
Como religiosa, vi «La Pasión» a través de los ojos de mi propia naturaleza femenina y con la actitud vigilante de esposa, propia de quien libremente hizo los votos de los consejos evangélicos que me identifican como «sponsa Christi» (esposa de Cristo). Con esta mirada, he escogido tres escenas que se han convertido en el latido de mis reflexiones.
Desde las primeras escenas, me di cuenta de que no podría identificarme con Cristo como tal. Esta identificación sería más propia de un sacerdote, que, como «alter Christus» (otro Cristo), encuentra su semejanza en el Dios-hombre, Jesucristo.
Para mí, la representación de Cristo de Jim Caviezel despertó lagrimas del corazón, que pronto quedó golpeado como el de su Madre María y el de todas las mujeres representadas en la película: María Magdalena, la Verónica, Claudia, las mujeres que lloraban.
Primera: «Un mundo nuevo» Contemplé a Cristo, caminé con Él, deseé limpiar la suciedad (que como mujer me incomodaba muchísimo), al irse incrustando cada vez más en su santa faz.
Mi admiración por la Madre de Cristo creció porque, en lo más profundo de mi ser, reaccioné ante la muchedumbre sedienta de sangre que se arremolinaba en loco frenesí a lo largo de la película en su brutalidad física y mental contra Cristo.
Sentí que mi cuerpo se inclinaba hacia la pantalla y tuve que sostenerme de nuevo para no ir tras lo que mi corazón buscaba. Deseé gritar las últimas palabras de Simón: «¡Parad! ¿No habéis hecho ya bastante? ¡Parad!».
Pero ella, la Madre, no; ni tampoco Él, su Hijo y víctima inocente. Al contrario, cuando la Madre, siguiendo la lógica de Juan, fue capaz de acercarse a su hijo, tiernamente le dijo: «¡Estoy aquí! Y Él respondió dándole (dándonos) el secreto para obtener la fuerza necesaria en el sufrimiento propicio y redentor: «Mira, Madre, que hago un mundo nuevo» (Apocalipsis 21:5).
San Luis María Grinón de Montfort debe haberse regocijado nuevamente en el cielo ante esta escena conmovedora entresacada de la reflexión espiritual de Mel Gibson. ¿Acaso podemos resumir la confianza mariana que ha desplegado ante el mundo el emblema de Juan Pablo II durante un cuarto de siglo como una simple sugerencia, «Al Hijo a través de la Madre»?
Quizás el momento más grande del amor de una madre se conoce cuando su resuelta fuerza prepara a sus hijos para un sufrimiento que el mundo no puede entender pero que está enraizado, por el valor redentor que ofrece, en el corazón abierto de Cristo.
Segundo: Su Presencia Para mí fue un momento muy personal cuando la Madre corre precipitadamente a través de las calles en busca de su hijo herido y ya brutalmente golpeado.
Al pasar sobre el suelo que le oculta físicamente mientras era llevado a los calabozos en aquella trascendental noche, ella reconoce al instante su presencia; e, inclinándose, ella toca con su mejilla, con su corazón, la tierra.
Jesús, que siente la cercanía de su Madre y, desde el polvo de los sucios calabozos, eleva su mano en un abrazo invisible con la mujer que ama. El hombre, ante cuya presencia «las rocas se fundirán como cera» (Judit 16:15), fue separado de su Madre, pero ambos siguen abrazados en una unidad que más allá de las cosas de este mundo.
Como «sponsa Christi», se me han concedido los maravillosos y sensibles afectos de la esposa que conoce a su marido. Por lo que la comunicación interior se aumenta, y a través de ésta reconozco la presencia de Cristo conmigo: cada mañana en la adoración eucarística con mi comunidad, en cada santa comunión, y abrazando a cada persona que mi Esposo me envíe.
A través de mi abrazo a todas las personas, a pesar de sus fuerzas o debilidades individuales, reconozco el tacto de mi Esposo y dicho tacto fructifica espiritualmente nuestra unión porque yo, con Él, contemplo a toda la humanidad como mis hijos espirituales.
Tercero: La Pietà, y los sacerdotes El tercer momento que deseo apuntar es el inmortalizado por Miguel Ángel en la Pietà. El Hijo yace en el regazo de su Madre una vez más. Aunque el Varón de Dolores está ahora muerto, no puede no ver en esta escena sino una cosa, la Esperanza Personificada.
Como mujer y como religiosa, esta escena me llama a llevar, sostener y amar a cada sacerdote individual, que coloque el Padre Todopoderoso en el radio del cuidado de mi corazón; y en última instancia, a todos los sacerdotes.
Como la esposa se convierte, por el santo matrimonio, en la ayuda de su marido, yo, hermana religiosa, me convierto, en virtud de mi vocación, en ayuda por excelencia de cada sacerdote.
Cuando el sacerdote es joven, sano y dinámico, mi amor está allí para sostenerlo con la oración, como María sostenía a su Hijo, por muy lejos que pueda parecerle en ocasiones a otros.
Cuando el sacerdote deba llevar su cruz para la salvación del mundo, deseo acompañarle en mi papel de co-mártir para la fecundidad de los hijos de Dios.
Y cuando parezca quebrantado, gastado, entregado, deseo que sea sobre mi corazón – a través de mis oraciones, sacrificios y apoyo- donde él pueda encontrar descanso pacífico. Sin él, no tendría a mi Esposo eucarístico; con él, la Iglesia se da a Cristo hasta el fin de los tiempos.
En su papel en la Misa diaria, el sacerdote me demuestra, una vez más, qué significa ser María: en el nacimiento de Belén, durante la vida de predicación y curaciones de su Hijo, en el silencio de la oración unitiva, y, finalmente, al recibir su cuerpo cuando se completa el Calvario.
Con el «alter Christus», la religiosa como esposa espera la resurrección prometida, mientras escucha una voz familiar dentro de sí que le asegura: «Mira, Madre, que hago un mundo nuevo».
¿Aconsejaría a todos que vieran esta película, incluso aunque no tuvieran un fondo cristiano? Mi respuesta es «sí», sin ninguna vacilación.
Todas las personas han sido hechas a imagen de Dios y por ello son «imago Dei» (imagen de Dios). El Doctor Angélico de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, nos asegura: «La luz de tu rostro, Señor, está puesta sobre nosotros» («Summa Theologiae», I-II, q. 91, a. 2). El apóstol Juan nos da un nombre para Dios en una sola palabra: «Amor».
Hemos sido hechos por el Amor; por Amor; y para recibir y dar este Amor que es Dios.
Presiento que esta película tiene el poder de resonar en todos los corazones porque es una gran historia de Amor. Con la fe, uno sólo puede caer en adoración... reconociendo que aquí está el Hombre que me ama.