La diferencia de sexos, «ser-para-el-otro» (II)

Entrevista a la teóloga alemana Jutta Burggraf

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PAMPLONA, jueves, 23 septiembre 2004 (ZENIT.org).-, «Ser mujer, ser varón, no se agota en ser respectivamente madre o padre», considera la teóloga alemana Jutta Burggraf.

Laica, profesora de teología dogmática y de teología ecuménica en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, Burggraf expone en la segunda parte de esta entrevista concedida a Zenit algunas claves para interpretar la «Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo» publicada el 31 de julio por la Congregación para la Doctrina de la Fe.

La primera parte de la entrevista se publicó en el servicio informativo de Zenit, 22 de septiembre de 2004.

–¿Puede explicar por qué ser mujer y ser varón no se agota en ser madre o padre?

–Burggraf: El varón y la mujer se distinguen, evidentemente, en la posibilidad de ser padre o madre. La procreación se encuentra ennoblecida en ellos por el amor en que se desarrolla y, precisamente por la vinculación al amor, ha sido puesta por Dios en el centro de la persona humana como labor conjunta de los dos sexos.

Ahora bien, si afirmamos que la posibilidad de engendrar no puede ser la única razón de la diferencia entre los sexos, no debemos centrarnos exclusivamente en la paternidad común, aunque ésta, sin duda, muestra un especial protagonismo y una confianza inmensa de Dios.

Pero ser mujer, ser varón, no se agota en ser respectivamente madre o padre . Considerando las cualidades específicas de la mujer, la reciente Carta habla oportunamente del «genio de la mujer». Constituye una determinada actitud básica que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentada por ésta.

En efecto, no parece descabellado suponer que la intensa relación que la mujer guarda con la vida pueda generar en ella unas disposiciones particulares. Así como durante el embarazo la mujer experimenta una cercanía única hacia un nuevo ser humano, así también su naturaleza favorece el encuentro interpersonal con quienes le rodean. El «genio de la mujer» se puede traducir en una delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de mostrar el amor de un modo concreto, de acoger al otro.

Pero, evidentemente, no todas las mujeres son suaves y abnegadas. No todas ellas muestran su talento hacia la solidaridad.

No es raro que, en determinados casos, un varón tenga más sensibilidad para acoger, para atender que la mayoría de las mujeres. Y puede ser más pacífico que su esposa.

En este sentido es un verdadero avance que la reciente Carta no sólo recuerda que los valores femeninos son valores humanos, sino que distingue finamente entre «mujer» y los valores que son más propias a ella, y «varón» y los valores más propios a él. Es decir, cada persona puede y debe desarrollar también los talentos del sexo opuesto aunque, de ordinario, le puede costar un poco más.

–¿Así también hay el genio masculino?

–Burggraf: Es que donde hay un «genio femenino» debe haber también un «genio masculino». ¿Cuál es el talento específico del varón? Éste tiene por naturaleza una mayor distancia respecto a la vida concreta. Se encuentra siempre «fuera» del proceso de la gestación y del nacimiento, y sólo puede tener parte en ellos a través de su mujer.

Precisamente esa mayor distancia le puede facilitar una acción más serena para proteger la vida, y asegurar su futuro. Puede llevarle a ser un verdadero padre, no sólo en la dimensión física, sino también en sentido espiritual.

Puede llevarle a ser un amigo imperturbable, seguro y de confianza. Pero puede llevarle también, por otro lado, a un cierto desinterés por las cosas concretas y cotidianas, lo que, desgraciadamente, se ha favorecido en las épocas pasadas por una educación unilateral.

–¿Por qué hay esta oposición entre sexo y género?

–Burggraf: La Carta hace hincapié en las ideologías extremistas de género («gender») que niegan la identidad sexual, porque la influencia de estas teorías ha aumentado notablemente en la pasada década.

Mientras que el término «sexo» se refiere a la naturaleza e implica dos posibilidades (varón y mujer), el término «género» proviene del campo de la lingüística donde se aprecian tres variaciones: masculino, femenino y neutro.

Las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían, pues –fuera de las obvias diferencias morfológicas–, a una naturaleza «dada» por el Creador, sino que serían meras construcciones culturales, «hechas» según los papeles y estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos.

Según estas premisas se pone de relieve –con toda razón– que en el pasado las diferencias fueron acentuadas desmesuradamente, lo que condujo a situaciones de discriminación hacia las mujeres.

En efecto, durante largos siglos, correspondía al destino femenino, ser «modelada» como un ser inferior, excluida de las decisiones públicas y de los estudios superiores. Sin embargo, a las alturas en las que nos movemos, no debemos obstinadamente cerrar los ojos ante el hecho de que el Santo Padre varias veces ha pedido perdón –de un modo público y oficial– por las injusticias que han sufrido las mujeres a lo largo de los siglos, también por parte de los cristianos, y que se ha efectuado un cambio de rumbo en el trato hacia las mujeres, tanto a nivel político, como jurídico, social y privado.

En la persona humana, el sexo y el género –el fundamento biológico y la expresión cultural– ciertamente no son idénticos, pero tampoco son completamente independientes.

La Carta se propone establecer una relación correcta entre ambos. Es evidente que han existido en la historia, y aún existen en el mundo, muchas injusticias hacia las mujeres.

Este largo elenco de discriminaciones no tiene ningún fundamento biológico, sino unas raíces culturales; son, sencillamente, consecuencias del pecado, y es preciso erradicarlas.

El Papa Juan Pablo II ha exhortado hace unos años a los varones a participar «en el gran proceso de liberación de la mujer».

–¿Qué consecuencias tiene la promoción de la mujer?

–Burggraf: Una promoción auténtica no consiste en la liberación de la mujer de su propia manera de ser, sino que consiste en ayudarla a ser ella misma. Por eso, también incluye una revalorización de la maternidad, del matrimonio y de la familia. Si hoy en día se está combatiendo la presión social de antaño que excluía a las mujeres de muchas profesiones, ¿porqué entonces se teme tanto proceder en contra de la presión actual, mucho más sutil, que engaña a las mujeres, pretendiendo convencerles de que sólo fuera de la familia será posible encontrar su realización?

–¿Qué repercusión tiene esta visión en la Iglesia?

–Burggraf: No conviene fijarse en lo único que la mujer no puede ser por una inefable voluntad divina, sino mirar con alegría las muchas posibilidades que se le están abriendo, tanto en la teología, como en los ámbitos educativos, jurídicos y de organización a todos los niveles.

La Iglesia es la institución más grande en todo el mundo «en pro» de la mujer.

Ninguna institución de la ONU tiene tantos colaboradores en todos los continentes –desde los pueblos más pequeños de África hasta las islas más lejanas del pacífico– que se esfuerzan por dar formación a las mujeres y les ayudan a vivir en dignidad.

Como cristian
os, el varón y la mujer pueden ejercer su libertad con madurez. Pueden convivir con igualdad de derechos, en responsabilidad compartida para el futuro de nuestro mundo.

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ZENIT Staff

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