ROMA, jueves, 14 octubre 2004 (ZENIT.org).- El bienestar del niño, la formación de su identidad y el amor –como generador de una nueva vida– son aspectos que paradójicamente se olvidan en la fecundación asistida post-mortem, alerta la doctora Claudia Navarini, profesora de la Facultad de Bioética del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum (Roma).
La cuestión se ha suscitado nuevamente con la noticia, difundida por «The Indendent» el pasado 4 de octubre, del nacimiento de Grace –dos años y medio después de la muerte de su padre— mediante un procedimiento de PAR («reproducción asistida postmortem», en sus siglas en inglés) .
«La legislación británica –explica la profesora Navarini a Zenit– consiente oficialmente tal práctica de fecundación desde 1990, cuando se publicó la “Human Fertilisation and Embriology Act”, que acogía y aplicaba a la fecundación artificial los contenidos de la Convención Europea de los Derechos Humanos (1950)».
Según dicha normativa, «la reproducción post-mortem es admitida cuando haya una declaración escrita del donante, que exprese su voluntad de someterse a la extracción de esperma, a su eventual crioconservación y a la inseminación de la esposa (o a la fecundación “in vitro” con óvulos de la esposa)», prosigue.
«La extracción de los espermatozoides puede ocurrir en vida, con consentimiento actual o anticipado (escrito), o bien tras la muerte, en las primeras 24 horas sin intervenciones conservadoras sobre el cadáver, “más tarde” con el cadáver mantenido por respirador», puntualiza.
Si bien el texto «no especificaba por cuánto tiempo los espermatozoides recogidos podían ser conservados, y precisaba que “un niño concebido tras la muerte es ‘sin padre’ desde el punto de vista legal”», una enmienda posterior «aportó una significativa modificación» –apunta la doctora Navarini–: «la facultad de atribuir la paternidad legal al niño “concebido” póstumo, análogamente a cuanto sucede para los hijos “nacidos” póstumos», así que «Grace llevará el apellido del padre».
Zenit, 5 de abril de 2005).
Además, «la comparación con el nacimiento póstumo o eventualmente con la muerte precoz de un progenitor» «resulta fuertemente desviadora –denuncia– porque omite una diferencia fundamental: semejantes situaciones familiares “anormales”, que se apartan de la realidad natural de la familia entendida como la unión de un hombre y de una mujer en un vínculo de amor exclusivo e indisoluble, no son accidentales, fruto de acontecimientos dolorosos no previsibles e indeseados, sino queridos como parte constitutiva del propio proyecto familiar».
«Se llega por lo tanto a la paradoja de que la pretendida realización de una “elección de amor”, como es generar una nueva vida, se ejecuta conscientemente a través de comportamientos que de hecho niegan tal amor», advierte.
Hay que tener en cuenta que «la novedad absoluta en la generación de un nuevo ser humano no está constituida por la particular combinación de genes post-fecundación», «sino por el acaecimiento instantáneo de una nueva persona en el momento del encuentro de gametos, una persona única e irrepetible, con un alma racional que ningún procedimiento de fecundación puede obtener, y que por esto es directamente creada por Dios», subraya la especialista.
Y que si bien «la creación de una nueva persona humana es siempre un bien, no se puede decir lo mismo de las modalidades con las que tal ser viene llamado a la existencia», prosigue.
En la PAR y en la fecundación artificial en general «en el origen del acto creador divino no se encuentra un acto de amor conyugal» –recuerda la profesora Navarini–, «sino un acto orgulloso del hombre que se atribuye el poder de jugar con la vida humana haciendo de ella su instrumento de satisfacción, de carrera, de estudio, de beneficio».
Con todo, en estas prácticas de fecundación artificial se da «una prueba ulterior de la misericordia y de la fidelidad de Dios, que respeta las leyes naturales de la fecundación humana incluso cuando son introducidas en el acto violento con el que el hombre desnaturaliza la concepción y el sentido de la familia», reconoce la doctora Navarini.
Y es que «toda vida humana es querida “en cuanto vida” por el Creador, pero no son queridas “las modalidades” de actuación de aquella concepción»: «existe una culpa en aquellos que “fuerzan” la creación, pero no en aquellos que son creados», observa.
De ahí que la PAR exprese «emblemáticamente –según Navarini– la tendencia que subyace en las prácticas de fecundación artificial a “ponerse en el lugar del Creador”, probando directamente a rebasar los límites de la muerte de un progenitor (…) para realizar un tipo de inmortalidad terrena hecha de materia genética “reutilizable”, frecuentemente en la ilusoria idea de perpetuar la vida del difundo a través de su prole tardía».
«No por casualidad –alerta– se encuentra a menudo que, en las mujeres que piden la PAR con semen del marido difunto, juega un papel importante el proceso de elaboración del luto y la idea de mantener un vínculo más fuerte con la memoria del amado mediante la generación de un hijo póstumo».
«Sorprendentemente, en estos casos, el concebido –en otras ocasiones comprendido mal y reducido a objeto que se puede manipular, descartar y eliminar– es defendido claramente en su estatuto personal», revela la doctora Navarini.