MADRID, martes, 19 octubre 2004 (ZENIT.org-Veritas).- Publicamos el análisis que ha realizado José María Gil Tamayo, director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social de España, de uno de los desafíos más apremiantes que los católicos afrontan en España, la unidad.
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Aunque no nos encontremos, como es evidente, a comienzos de año, cuando toca rogar de manera más intensa por la unidad de los cristianos, el temporal que está cayendo sobre los católicos españoles con la ráfaga de medidas gubernamentales, claramente contrarias a la concepción cristiana de la vida, demanda, como respuesta en el interior de las propias filas, una mayor unidad, comunión, cohesión e incluso, por utilizar una palabra de moda en el mundo globalizado, más sinergia.
En ello nos va en juego, además de la credibilidad que haga nuestra fe más convincente para el resto de los conciudadanos, la preservación en España del propio espacio social de los católicos, configurado a lo largo de los siglos y que forma parte de las señas de identidad de nuestro pueblo. Seríamos inexplicables, personal y colectivamente, sin la religión cristiana.
Pero el pluralismo de la secularizada cultura imperante --hoy con marchamo de oficialidad y blindaje mediático-- va tomando cuerpo en nuestro país, hasta el punto de hacer cada vez menos perceptible y significativa, incluso extraña, la propuesta del mensaje cristiano y su influencia social, con lo que es más palpable y doloroso el drama de la brecha entre el Evangelio y la cultura que caracteriza, por desgracia, nuestro tiempo.
Hacerse significativo en la espesura de este ambiente, confuso por definición, no es sólo un fallo de comunicación de la propia Iglesia -que lo es y ha de remediarlo de forma integral mediante mejores estrategias comunicativas y menos atomización- sino sobre todo es un problema de comunión: de apostar por el trabajo conjunto, por la colaboración en la acción evangelizadora, por la complementariedad amistosa en las distintas parcelas de del trabajo pastoral: desde la educación a la labor sociocaritativa, pasando por los ámbitos universitario, familiar, juvenil, laboral, etc.
Para ser auténtica, esta comunión exige de los católicos plena sintonía con el Papa y con los obispos, legítimos pastores puestos por Dios para guiar a su Pueblo, además de la necesaria unidad en la fe que evite enmascarar en un pretendido pluralismo lo que en realidad no es otra cosa que clara disidencia.
No se trata, por tanto, de renunciar a las legítimas diferencias que nos enriquecen con la diversidad de carismas en un único cuerpo social, además de místico, como es la Iglesia. No es tampoco una invitación a la uniformidad, pero sí lo es a dejar de prestar o perder tanto tiempo en marcar las diferencias mutuas de cada grupo o estamento eclesial, pretendiendo enfrentar a unos con otros: jerarquía-laicos, religiosos-obispos, asociaciones-movimientos, etc. Ya está bien de estériles e ideologizadas confrontaciones de líneas o tendencias, de recelos y exclusiones, de cómodas desviaciones de responsabilidad mandando balones fuera, cuando no de la inmisericorde entrega a la autolesión mientras nos queman la casa y hay tanto campo por sembrar.
Se trata, en definitiva y en positivo, como mejor ha señalado Juan Pablo II, de «hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo» («Novo millennio ineunte», 43).
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