Pasajes del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (I)

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 27 octubre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos algunos pasajes del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado este martes por el Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz. Se trata de una traducción al castellano realizada por Zenit, pues por el momento sólo se ha publicado en inglés e italiano. En días posteriores, publicaremos otros pasajes.

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Doctrina social
Número 79
La doctrina social es de la Iglesia porque la Iglesia es el sujeto que la elabora, la difunde y la enseña. No es una prerrogativa de un componente del cuerpo eclesial, sino de toda la comunidad: es expresión de la manera en que la Iglesia comprende la sociedad y se relaciona con sus estructuras y cambios. Toda la comunidad eclesial –sacerdotes, religiosos y laicos– contribuye a constituir la doctrina social, según la diversidad de sus tareas, carismas y ministerios en su seno.

Las múltiples y multiformes contribuciones –que también son expresiones del «sobrenatural sentido de la fe de todo el Pueblo» (Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática «Lumen Gentium», 12)– son asumidas, interpretadas y unificadas por el Magisterio, que promulga la enseñanza social como doctrina de la Iglesia. El Magisterio es competencia, en la Iglesia, de quienes están investidos del «munus docendi», es decir, del ministerio de enseñar en el campo de la fe y de la moral con la autoridad recibida de Cristo. La doctrina social no es sólo el fruto del pensamiento y de la obra de personas cualificadas, sino que es el pensamiento de la Iglesia, en cuanto obra del Magisterio, que enseña con la autoridad que Cristo ha conferido a los apóstoles y a sus sucesores: el Papa y los obispos en comunión con él (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2034).

Uniones homosexuales
Número 228

Un problema particular ligado a las uniones de hecho es el relativo a la petición de reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales, que cada vez es más motivo de debate público. Sólo una antropología que responda a la verdad plena del hombre puede dar una apropiada respuesta al problema, que presenta diferentes aspectos tanto a nivel social como eclesial (Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta «La atención pastoral a las personas homosexuales», 1 de octubre de 1986). A la luz de esta antropología, «se pone de manifiesto qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad «conyugal» a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psico-física» (Juan Pablo II, «Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 21 de enero de 1999).

La persona homosexual debe ser plenamente respetada en su dignidad (Congregación para la Doctrina de la Fe, «Algunas consideraciones relativas a las propuestas de ley sobre la no discriminación de las personas homosexuales», 23 de julio de 1992; Declaración «Persona humana», 29 de diciembre de 1975, 8) y alentada a seguir el plan de Dios con un compromiso particular en el ejercicio de la castidad (Catecismo de la Iglesia Católica, 2357-2359). El debido respeto no significa legitimación de comportamientos que no están en conformidad con la ley moral, ni mucho menos, el reconocimiento de un derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, con la consiguiente equiparación de su unión a la familia (Juan Pablo II, «Discurso a los obispos españoles en visita «ad limina»», 19 de febrero de 1998; Consejo Pontificio para la Familia, «Matrimonio y uniones de hecho», 26 de julio de 2000, 23; Congregación para la Doctrina de la Fe, «Consideraciones sobre los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales», 3 de junio de 2003): «Si desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio radical, con grave detrimento del bien común. Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del matrimonio o la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes» (Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, «Consideraciones sobre los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales», 3 de junio de 2003, 8).

Aborto y anticoncepción
Número 233

Por lo que se refiere a los medios para aplicar la procreación responsable, ante todo deben ser rechazados como moralmente ilícitos tanto la esterilización como el aborto (Cf. Pablo VI, «Humanae vitae», 14). Este último, en particular, es un delito abominable y constituye siempre un desorden moral particularmente grave (Cf. Concilio Vaticano II, «Gaudium et spes», 51; Catecismo de la Iglesia Católica 2271-2272; Juan Pablo II, «Carta a las familias», 21; carta encíclica «Evangelium vitae», 58. 59. 61-62); en vez de ser un derecho es más bien un triste fenómeno que contribuye gravemente a la difusión de una mentalidad contra la vida, amenazando peligrosamente la justa y democrática convivencia social (Cf. Juan Pablo II, «Carta a las familias», 21)

Se ha de rechazar también el recurso a los medios anticonceptivos en sus diferentes formas (Cf. Concilio Vaticano II, «Gaudium et spes», 51, Pablo VI, «Humanae vitae», 14; Juan Pablo II «Familiaris consortio», 32; Catecismo de la Iglesia Católica, 2370; Pío XI, encíclica «Casti connubii», 22): este rechazo se fundamenta en una correcta e integral concepción de la persona y de la sexualidad humana (Cf. Pablo VI, encíclica «Humanae vitae», 7; Juan Pablo II, exhortación apostólica «Familiaris consortio», 32) y tiene el valor de una instancia moral en defensa del verdadero desarrollo de los pueblos (Cf. Pablo VI, «Humanae vitae», 17). Rechazar la anticoncepción y recurrir a los métodos naturales de regulación de la natalidad significa optar por plantear las relaciones interpersonales entre cónyuges en el respeto recíproco y en la acogida total, con consecuencias positivas para la realización de un orden social más humano.

Pena de muerte
Número 405
La Iglesia ve como signo de esperanza la «la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de «legítima defensa» social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse» (Juan Pablo II, «Evangelium vitae», 27). Si bien la enseñanza tradicional de la Iglesia, garantizada la comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, no excluye el recurso a la pena de muerte, «si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2267), los medios incruentos de represión y castigo son preferibles, pues «corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2267). El creciente número de países que adoptan medidas para abolir la pena de muerte o para suspender su aplicación es también una prueba de que los casos en los que es necesario acabar con la vida del culpable «son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes» (Juan Pablo II, «Evangelium vitae», 56; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2001, 19, donde se define el recurso a la pena de muerte «absolutamente innecesario»). La creciente aversión de la opinión pública y las diferentes medidas orientadas a su abolición, o la suspensión de su aplicación, constituyen visibles manifestaciones de una mayor sensibilidad moral.

«La crueldad de la guerra»
Núm
ero 497

El Magisterio condena «la crueldad de la guerra» (Concilio Vaticano II, «Gaudium et spes», 77; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2307-2317) y pide que se examine con mentalidad totalmente nueva (Cf. Concilio Vaticano II, «Gaudium et spes», 80): de hecho, «en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado» (Juan XXIII, «Pacem in terris», 127) La guerra es un «flagelo» (León XIII, Alocución al Colegio de los Cardenales, Acta Leonis XIII, 19, 1899, 270-272) y no representa nunca un medio idóneo para resolver los problemas que surgen entre las naciones: «No lo ha sido nunca y nunca lo será» (Juan Pablo II, «Encuentro con el Vicariato de Roma, 17 de enero de 1991; Cf. Discurso a los obispos de rito latino de la región árabe, 1 de octubre de 1990), pues genera conflictos nuevos y más complejos (Pablo VI, Discurso a los cardenales, 24 de junio de 1965). Cuando estalla la guerra se convierte en una «masacre inútil» (Benedicto XV, Llamamiento a los jefe de los pueblos beligerantes, 1 de agosto de 1917), una «aventura sin regreso» (Juan Pablo II, discurso en la audiencia general del 16 de enero de 1991), que compromete el presente y pone en peligro el futuro de la humanidad: «Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra» (Pío XII, Radiomensaje del 24 de agosto de 1939; Juan Pablo II, Jornada Mundial de la Paz 1993, 4; Cf. Juan XXIII, «Pacem in terris»: AAS 55). Los daños causados por un conflicto armado no son sólo materiales, sino también morales (Concilio Vaticano II, «Gaudium et spes», 79). La guerra es, en definitiva, «el fracaso de todo auténtico humanismo» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 11) «es siempre una derrota de la humanidad» (Juan Pablo II, Discurso al cuerpo diplomático, 13 de enero de 2003): «Nunca jamás los unos contra los otros; jamás, nunca jamás… ¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra!» (Cf. Pablo VI, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 4 de octubre de 1965).

La legítima defensa
Número 500
Una guerra de agresión es intrínsecamente inmoral. En el trágico caso en el que se desencadenara, los responsables de un Estado agredido tienen el derecho y el deber de organizar la defensa, utilizando también la fuerza de las armas (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2265). Para que sea lícito el uso de la fuerza, debe respetar algunas condiciones rigurosas:
«– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la «guerra justa». La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2309).

Si esta responsabilidad justifica la posesión de medios suficientes para ejercer el derecho a la defensa, de todos modos los Estados tienen la obligación de hacer todo lo posible para «garantizar las condiciones de la paz no sólo en su propio territorio, sino en todo el mundo» (Consejo Pontificio de la Justicia y la Paz, «El comercio internacional de armas», 1 de mayo de 1944). No hay que olvidar que «una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito entre los beligerantes» (Concilio Vaticano II, «Gaudium et spes», 79).

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ZENIT Staff

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