NUEVA YORK, sábado, 13 noviembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor de Teología Micahel Hull, de Nueva York, en la última videoconferencia internacional organizada por la Congregación para el Clero sobre «Iglesia y Estado»
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La moral cristiana se aplica a la vida pública de la misma manera que a la vida privada. El hecho de que un católico ocupe un cargo público no establece una diferencia en sus obligaciones morales. Desgraciadamente, un error persistente y muy difundido –a menudo propalado por católicos y no católicos poco o mal informados y que se expresa a través de una frase vacua como «personalmente me opongo, pero políticamente apoyo»– sostiene que alguien pueda apoyar y promover públicamente el mal y, al mismo tiempo, oponerse privadamente a ese mismo mal.
Hoy, muchos políticos que se declaran buenos católicos apoyan activamente políticas contrarias a la ley moral natural y la enseñanza de la Iglesia, como, por ejemplo, el homicidio de niños no nacidos en el aborto y el infanticidio (aborto por «nacimiento parcial»). ¿Podría un político católico que aboga y promueve un mal moral intrínseco recibir lícitamente la santa Comunión?
La respuesta es, por supuesto, «no». ¿Por qué? Porque los católicos tienen la obligación de promover el bien común. La mejor descripción de la doctrina católica sobre este tema es actualmente la de monseñor Raymond L. Burke, arzobispo de St. Louis, en su carta pastoral «On Our Civic Responsibility for the Common Good» («Sobre nuestra responsabilidad cívica por el bien común»). El arzobispo Burke observa que, para cumplir con su responsabilidad por el bien común de la mejor manera posible, los católicos deben votar apuntando a obtener «la conformidad total de la ley civil con la ley moral».
Dicha obligación no disminuye, sino que se intensifica cuando un católico ocupa un cargo público. Desgraciadamente, se da el hecho de que algunos políticos católicos estén convencidos de que pueden apoyar una ley injusta, como, por ejemplo, «Roe v. Wade» (1973), sobre «el derecho al aborto», y, al mismo tiempo, seguir siendo buenos católicos y recibir la santa Comunión.
Durante una conferencia en el National Press Club (Washington, 15 de septiembre de 2004), intitulada «Public Witness/Public Scandal: Faith, Politics, and Life Issues in the Catholic Church» («Testimonio público/escándalo público: fe, política y cuestiones referentes a la vida en la Iglesia católica»), promovida por la Ave Maria School of Law (Ann Arbor, Michigan), el padre John J. Coughlin, OFM, profesor de Derecho de la Notre Dame University, expuso, de manera clara y terminante, que, según el Código de derecho canónico, un católico que estuviera a favor del aborto recibiría la comunión de manera ilícita y no debe ser admitido a comulgar porque sigue «perseverando en un pecado grave manifiesto» (canon 915).
En ocasión de la misma conferencia, el doctor Robert P. George, profesor de Derecho de la Universidad de Princeton, explicó la sinrazón de quienes sostienen que la Iglesia no tiene el derecho –no hablemos del deber– de prohibir la santa Comunión a quienes «persisten en un pecado grave manifiesto».
En los Estados Unidos, donde la cuestión tiene, en este año de elecciones presidenciales, una vigencia especial, la Conferencia Episcopal, se ocupó de ella en su encuentro de junio de 2004 en Denver (Colorado). La Conferencia estableció claramente que «las decisiones [sobre admitir o no a la Santa Comunión a los políticos involucrados en la vida política] pertenecen a las competencias de cada obispo [diocesano]».
Afortunadamente, algunos obispos diocesanos han tenido el coraje de prohibir públicamente que algunos políticos católicos favorables al aborto se acercaran a comulgar. Su valor no sólo subraya la necedad de la frase «personalmente me opongo, pero políticamente apoyo», sino que también fortalece al conjunto de los creyentes. Como san Pablo, debemos recordar que «No nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza», con el que debemos conservar la verdad que nos ha sido confiada por el Espíritu Santo (2 Tim 1,7.14).