WASHINGTON, sábado, 27 noviembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos un extracto adaptado del discurso del obispo Wilton Gregory, pronunciado el 15 de noviembre durante el encuentro semestral de los obispos del país. Monseñor Gregory clausuraba con estas palabras su mandato de tres años como presidente de la Conferencia Episcopal de Obispos de Estados Unidos.

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En la conclusión de nuestra Asamblea General esta semana, completaré mi servicio a ustedes como presidente de nuestra conferencia. La oportunidad que me han proporcionado de serviles ha sido un privilegio singular, y les estoy agradecido por haber depositado su confianza en mí hace tres años. Cualquier persona a la que se le confía esta noble responsabilidad debe ser muy consciente de sus limitaciones, como lo soy yo, a la hora de llevar a cabo este servicio. También agradezco las muchas formas en que ustedes me han respaldado con su sabio consejo, su ánimo generoso, y con sus siempre constantes oraciones en los momentos difíciles. Su asistencia y apoyo fraternal durante el tiempo de mi presidencia han sido un don de Dios que agradeceré siempre.

Cuando comencé mi mandato como su presidente, ninguno de nosotros habría podido prever los extraordinarios desafíos a los que haría frente la Iglesia en este país al comienzo del nuevo milenio. Estos desafíos han sido una gran preocupación para cada uno de nosotros. De modo más significativo, como el Santo Padre nos recordaba en abril del 2002, han sido una oportunidad para una genuina «purificación de toda la comunidad católica».

Al disponerme a terminar mi servicio esta semana, he estado reflexionando sobre los desafíos a los que seguimos haciendo frente como conferencia episcopal. Esta mañana quisiera destacar tres de estos desafíos como los más significativos para nosotros.

No. 1: Los escándalos
El primer desafío ante nosotros está directamente relacionado con el mayor escándalo que la Iglesia en Estados Unidos quizás haya afrontado. Tras la crisis de abusos sexuales en la Iglesia, nos comprometimos en Dallas, en junio del 2002, con una Carta para la Protección de los Niños y los Jóvenes y pusimos una serie de Normas Esenciales para la Política Diocesana/Eparquial al Tratar con Alegaciones de Abuso Sexual de Menores por Sacerdotes y Diáconos. Hemos comenzado este año a renovar la Carta y las Normas como prometimos que haríamos. El completar con acierto este trabajo para junio del próximo año es de la mayor importancia para preservar nuestra promesa de proteger a los niños en la Iglesia, y para que continúe nuestro compromiso de cura y reconciliación de las víctimas de este terrible crimen.

El Comité ad hoc sobre Abusos Sexuales ha distribuido una propuesta revisada de la Carta y hemos comenzado ya encuentros en grupos regionales y provinciales para discutir la revisión propuesta. El Comité recomienda vivamente, y asumo totalmente su recomendación, que la consulta de la revisión propuesta debería tener lugar también dentro de las diócesis. Se anima a todos los obispos a que incluyan en sus consultas diocesanas al consejo de sacerdotes, al consejo diocesano de pastoral, al comité diocesano de revisión, al personal de protección de los niños, y a los educadores.

El Comité ad hoc sobre Abusos Sexuales consultará con el Comité de Revisión Nacional que tiene, según especifica la Carta, el papel consultivo principal en este proceso. También participará, en el proceso de revisión, la Conferencia de Superiores Mayores de Hombres y el Consejo Nacional Consultivo, y sé que el comité está buscando la forma de asegurar que se escuchen las voces de las víctimas en este proceso de revisión.

Aunque los obispos tengamos, en última instancia, la responsabilidad de salvaguardar a los niños dentro de la Iglesia, la labor de protección de los niños y los jóvenes en la Iglesia es una labor de toda la Iglesia. La sabiduría, prudencia y experiencia de los grupos que he mencionado será esencial para nuestro éxito en la revisión de la Carta, y animo a cada obispo a que se asegure que ha sido consultado.

No. 2: ¿Una asamblea plenaria?

El segundo desafío, que quisiera destacar, surge de la confluencia de lo que yo veo como tres fuerzas legítimas que han estando trabajando en la Conferencia durante los últimos años. Primero, a raíz del encuentro de Dallas de hace dos años, algunos obispos, a través del procedimiento «varium», han presentado la cuestión de si es el momento oportuno para que los obispos de Estados Unidos consideren la posibilidad de una Asamblea Plenaria.

Durante los últimos dos años, el debate entre los obispos sobre este «varium» se ha enfocado en la necesidad de que los obispos encuentren un camino efectivo, para tratar los temas extraordinarios a que se enfrenta la Iglesia en este país a comienzos del nuevo milenio. Nos decidamos o no a convocar una Asamblea Plenaria, una cosa ha quedado clara: hay un consenso emergente entre los obispos sobre nuestra convicción de que existen temas de muchísima importancia que debemos tratar.

Segundo, en el verano del 2003, en respuesta a las cartas y comentarios que recibí de obispos, designé un Comité sobre Contenido y Afluencia de los Encuentros Generales para explorar cómo debemos realzar nuestros Encuentros Generales. Un buen número de obispos sienten que necesitamos más tiempo para hablar entre nosotros en nuestros encuentros, que se han visto cargados cada vez más de documentos e informes, y que podríamos y deberíamos interactuar unos con otros más cualitativa y efectivamente sobre los grandes temas del día. La labor de este Comité hasta la fecha le ha llevado a concluir que hay una gran unanimidad entre los obispos sobre el hecho de que deberíamos utilizar de mejor manera el tiempo que estamos juntos.

Tercero, durante los últimos tres encuentros que de año en año han tenido lugar en noviembre –y en comentarios que se me han hecho en privado, sea individualmente como en grupo – un creciente número de obispos han expresado sus preocupaciones por el crecimiento de la conferencia, el aumento del compromiso presupuestario de los fondos de la conferencia y el impacto de las asignaciones para la conferencia en los presupuestos diocesanos que ya se han estirado hasta el límite. En respuesta a estas preocupaciones, convoqué un comité sobre actividades y recursos el pasado noviembre para evaluar la situación. El resultado de este comité es claro. La conferencia no puede ni podrá llevar a cabo restricciones sobre su crecimiento y gasto a no ser que controle de modo vigilante lo que precisa hacer por medio de prioridades específicas y limitadas.

Al considerar estas tres corrientes de trabajo, llego a la conclusión de que la conferencia que hoy conocemos es probable que, dentro de cinco o diez años, sea muy diferente. Hay un interés creciente entre los obispos para que fijemos de modo más efectivo cuáles son nuestras prioridades y cuáles deberían ser para una mayor santidad dentro de la Iglesia y un mayor éxito en la evangelización de la sociedad en que vivimos; para asignar de una manera más eficiente nuestros recursos hacia estas prioridades; y para que encontremos nuevas y mejores formas de asegurar que nuestro tiempo juntos en los Encuentros Generales se utilice mejor.

Esta evolución potencial de nuestra conferencia es un desafío que se nos presenta y lo destaco esta mañana, porque durante este encuentro se nos pedirá que deliberemos sobre cada una de las fuerzas que he mencionado: el «varium» sobre la Asamblea Plenaria; la labor del Comité sobre Contenido y Afluencia de los Encuentros Generales; y la labor del Comité sobre Actividades y Recursos. Puedo sugerir que veamos estos asuntos no como temas aislados, sino como en relación, como partes de un todo. Cada uno es parte integral y esencial de nuestro ministerio común como conferen cia episcopal.

No. 3: Ministerio de los obispos

El tercer desafío que quiero destacar nos lo dan las líneas iniciales del primer capítulo del Directorio del Ministerio Pastoral de los Obispos recientemente promulgado:

Al reflexionar sobre su oficio y sus deberes, el obispo debe considerar como la clave de su identidad y misión el misterio de Cristo y los atributos queridos por el Señor Jesús para su Iglesia, «un pueblo llevado a la unidad desde la unidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» («Lumen Gentium», 4).

Nosotros obispos, en las diócesis y eparquías a las que servimos, estamos llamados a ser instrumentos y signos visibles de la unidad que el Señor Jesús desea para su Iglesia. También estamos llamados a experimentar y promover, en comunión con el Santo Padre, el Obispo de Roma, la unidad que está en el corazón y es constitutiva del colegio episcopal al que pertenecemos. Es en referencia a esta realidad de colegio que querría ofrecer un desafío desde mi experiencia como vuestro presidente.

Hemos estado juntos en estos tres años durante momentos muy difíciles. Estos exigentes momentos han sido bendecidos con frecuencia, gracias a Dios, con un flujo de gracia de Dios que hemos recibido con gratitud y que nos ha sostenido en nuestra unidad en Cristo. Ha habido momentos, sin embargo, y puede que algunos de estos momentos todavía estén presentes, en los que quizá no hemos actuado de la manera paciente que deberíamos haber tenido con la gracia que el Señor nos ofrecía. Querría hacer mías las palabras del Santo Padre a los obispos de la II Región durante su visita «ad límina» del mes pasado.

Mis queridos hermanos en el episcopado, ruego para que trabajen unos con otros de modo diligente, es ese espíritu de cooperación y unanimidad de corazón el que debería caracterizar siempre a la comunidad de los discípulos (Cf. Act 4:32; Juan 13:35; Filipenses 2:2). Las palabras del Apóstol se aplican de modo especial a quienes se encargan de la salvación de las almas: «Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio» (1 Corintios 1:10).

Como líderes de la Iglesia, estarán de acuerdo en que no puede haber unidad de praxis sin un consenso subyacente, y esto, por supuesto, sólo se puede lograr a través de un diálogo franco y de debates informados, basados en principios teológicos y pastorales rectos. Las soluciones a cuestiones difíciles surgen cuando se examinan a fondo y de modo honesto, bajo la guía del Espíritu Santo. No ahorren ningún esfuerzo en asegurarse de que la Conferencia Episcopal de Estados Unidos se sirva, como siempre, de los medios más efectivos para consolidar nuestra comunión eclesial, y les asista a la hora de pastorear a sus hermanos y hermanas en Cristo.

Estoy enterado de que el comité ad hoc sobre vida y ministerio de los obispos ha comenzado una reflexión sobre el Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos, para explorar las formas en que podamos profundizar la fraternidad que tenemos como obispos. Aplaudo a Mons. Robert Brom y a los miembros de su comité por haber dado este paso y les animo sinceramente en su labor.

Aunque nos esforcemos en ver el bien pastoral de los fieles en las diócesis particulares confiadas a nuestro cuidado como obispos, un sólido sentido de colegialidad entre nosotros mismos sólo puede redundar en el bien común de la Iglesia en Estados Unidos, al que tendemos y queremos. También servirá como un testimonio muy importante ante nuestra querida nación de cómo debe tener lugar el debate religioso y civil. Creo que la sociedad en la que vivimos en este momento necesita más que nunca de este ejemplo.