ROMA, sábado, 18 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del arzobispo Giovanni Lajolo, secretario de las relaciones de la Santa Sede con los Estados, en el congreso sobre la libertad religiosa celebrado el 3 de diciembre en la Universidad Pontificia Gregoriana por iniciativa de la embajada de Estados Unidos ante la Santa Sede.
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En el ámbito de la presente conferencia dedicada al tema de la libertad religiosa, como piedra angular de la dignidad humana, querría exponer algunas consideraciones desde el punto de vista de la actividad diplomática de la Santa Sede.
La misión religiosa y la vocación universal propias de la Iglesia católica comprometen a la Santa Sede a promover las grandes causas del hombre y de la paz. Entre los derechos humanos, la Santa Sede presta comprensiblemente una atención particular al de la libertad religiosa. Es un tema siempre actual, es más, dolorosamente actual, como aparece, por ejemplo, en el voluminoso «Informe 2004 sobre la libertad religiosa en el mundo», publicado por la asociación Ayuda a la Iglesia Necesitada, que examina la situación de 190 países.
En esta intervención dejo a un lado el tratamiento del fundamento y los contenidos de tal derecho, y paso rápidamente a presentar la contribución ofrecida por la Santa Sede para verlo reconocido por parte de los estados y, sobre todo, de la comunidad internacional.
1. La libertad religiosa y la diplomacia pontificia.
Considerando la importancia de la libertad religiosa para la vida misma de la Iglesia y sus fieles, resulta obvio que la diplomacia vaticana se ocupe de ella de forma activa. La diplomacia de la Santa Sede, de hecho, no determina sus prioridades sobre la base de intereses económicos o políticos, ni tiene ambiciones geopolíticas: sus prioridades «estratégicas» son sobre todo asegurar y promover condiciones favorables para el ejercicio de la misión propia de la Iglesia en cuanto tal, pero también para la vida de fe de los creyentes y, por tanto, para el libre ejercicio de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, ancladas en la naturaleza del hombre y, por lo tanto, en un orden moral objetivo.
No es, como podría quizá pensarse, una tarea falta de verdaderas dificultades, porque de hecho, en el ámbito de las relaciones internacionales, la referencia a la libertad religiosa, como ha ocurrido, permanece todavía como uno de los puntos de mayor confrontación entre visiones e interpretaciones opuestas. Lo ha sido en el momento del antagonismo entre este y oeste, lo es hoy, frente a fenómenos de intolerancia y violencia, conectados unas veces con un fundamentalismo religioso impermeable al diálogo racional, otras con una visión ideológica que cierra al hombre al horizonte de la trascendencia, es más, que lo abandona a las arenas movedizas del relativismo.
En este contexto, creo que es necesario recordar cuanto ha dicho el Papa Juan Pablo II, el 2 de octubre de 1979, con ocasión de su primer discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas: «El respeto de la dignidad de la persona humana parece requerir, que cuando se discuta o se establezca la exacta dimensión del ejercicio de la libertad religiosa, de acuerdo a leyes nacionales o convenciones internacionales, se impliquen también las instituciones que por su naturaleza sirven a la vida religiosa» (No. 20). Y esto porque, cuando se trata de concretar el contenido de la libertad religiosa, si se deja de lado la participación de quienes están más directamente interesados y tienen una experiencia y responsabilidad particular, se corre el riesgo de formular aplicaciones arbitrarias y «de imponer normas que son contrarias a sus verdaderas necesidades religiosas». También esta, por tanto, es una razón del compromiso diplomático de la Santa Sede a todos los niveles. Amplios desarrollos de este tema se pueden encontrar en el libro publicado este año por el nuncio apostólico André Dupuy, titulado «Pope John Paul II and the Challenges of Papal Diplomacy».
1.1. La libertad religiosa en la diplomacia bilateral de la Santa Sede.
A nivel bilateral, el Santo Padre y los diplomáticos de la Santa Sede han vuelto varias veces sobre este argumento.
La misma actividad de pactos de la Santa Sede busca precisamente asegurar estabilidad y certeza para las actividades de la Iglesia y tutelar el ejercicio de la libertad religiosa de los fieles católicos. Quien pensaba que con el concilio Vaticano II pasaba una época de relaciones de pactos entre la Iglesia y el Estado, se ha visto desmentido por un número creciente de concordatos y acuerdos pactados. En conjunto, desde 1965 hasta hoy se han concluido no menos de 115. Si bien cada uno de ellos responde a exigencias precisas histórico-políticas y tenga, por ello, una fisonomía específica, todos se inspiran en algunos criterios fundamentales:
1) Asegurar la libertad de culto, de jurisdicción y de asociación de la Iglesia católica.
2) Abrir espacios de cooperación entre la Iglesia católica y las autoridades civiles, sobre todo en dos campos: el de la educación y el de la caridad. Éstos, por la referencia que tienen a las dos columnas fundamentales del actuar humano y de la actividad de la Iglesia – la verdad y el amor-, definen de algún modo la identidad de la Iglesia católica y pergeñan el compromiso religioso y social de sus instituciones y de sus miembros.
Más en general, bastará con recordar que dichos acuerdos manifiestan también el reconocimiento de la dimensión pública de la religión por parte de las autoridades estatales, redundando en beneficio de las demás denominaciones religiosas: se ha visto precisamente en Italia, pero no sólo en Italia, donde el acuerdo concordatario del 18 de febrero de 1984 ha sido seguido de diversos acuerdos con otras confesiones religiosas, a partir del llevado a cabo con la Tabla Valdense.
1.2. La libertad religiosa en la diplomacia multilateral de la Santa Sede ante las Naciones Unidas.
Hoy, sin embargo, querría sobre todo presentar algunas consideraciones sobre la libertad religiosas como objeto de la actividad de la diplomacia multilateral de la Santa Sede.
En el cuadro de las Naciones Unidas, la importancia asumida por tal derecho parece evidente por el cuidado con que dicha organización ha favorecido su maduración y su especificación. Es conocido que la libertad religiosa ha sido reconocida en el Art. 18 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
«Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia».
Dicho derecho ha sido sucesivamente retomado en el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos de 1966, y su aplicación ha sido desarrollada, entre otros, en la Declaración sobre la Eliminación de Todas las Formas de Intolerancia y de Discriminación Fundadas sobre la Religión o sobre el Credo, adoptada el 25 de noviembre de 1981.
Las Naciones Unidas afrontan este tema con periodicidad regular, sea en Nueva York o en Ginebra, donde la Santa Sede tiene sus propios representantes, con rango de Nuncios Apostólicos y estatus de Observadores Permanentes.
En Nueva York, el tema se discute todos los años en el seno del Tercer Comité de la Asamblea General. La Santa Sede interviene formalmente sobre la cuestión, mientras participa de modo informal en las negociaciones concernientes a la resolución sobre libertad religiosa. Este año se ha prestado particular atención a un proyecto de resolución, presentado por Filipinas, sobre la cooperación entre las Naciones Unidas y las religiones. La Santa Sede se ha declarado d
isponible a tal cooperación, a condición, sin embargo, que no se interfiera en cuestiones de interés específico para el diálogo interreligioso, en cuanto son, y deben permanecer, de exclusiva competencia de las autoridades religiosas.
También en la sede las Naciones Unidas en Ginebra se discute con regularidad sobre la libertad religiosa, durante la sesión anual de la Comisión para los Derechos del Hombre. En tal circunstancia, la Santa Sede suele intervenir formalmente sobre temas de intolerancia religiosa, de difamación de las religiones y de implementación de la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y la Intolerancia Relacionada, que tuvo lugar en Durban, en Sudáfrica, del 31 de agosto al 7 de septiembre de 2001. Sobre este último tema, durante la última sesión de la comisión, la Santa Sede se ha puesto manos a la obra para que la así llamada «cristianofobia» fuera condenada junto a la «islamofobia» y al antisemitismo. Se ha debido tener en cuenta, de hecho, que la lucha contra el terrorismo, si bien necesaria, ha tenido entre sus repercusiones, el fomentar la plaga de la «cristianofobia» en amplias zonas, donde equivocadamente se considera a la civilización occidental, o a ciertas políticas de países occidentales, como determinadas por el cristianismo, o no separables del mismo.
En vistas a la reunión de la comisión de derechos humanos, en Ginebra, al inicio de cada año el Relator especial sobre libertad religiosa presenta una relación sobre el respeto de tal derecho en el mundo. También esta relación es objeto de especial atención por parte de los observadores de la Santa Sede, tanto en Nueva York como en Ginebra. En 1999, dicho relator, el señor Abdelfattah Amor, decidió tener un encuentro con los representantes de las mayores confesiones religiosas, y, por ello, vistió diversos dicasterios de la Santa Sede, teniendo con ellos un diálogo sobre los contenidos de la referida declaración de 1981, pero también sobre otros temas relacionados con la libertad religiosa y de conciencia.
1.3. La libertad religiosa en la diplomacia multilateral de la Santa Sede ante la OSCE.
Terminado el breve excursus sobre el compromiso de la Santa Sede en el ámbito de las Naciones Unidas, consiéntanme ahora recordar el que ha tenido lugar en la actual Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa.
En 1975, los estados firmantes del Acto Final de Helsinki han adoptado el así llamado decálogo que, todavía, guía las relaciones entre los estados miembros. Gracias en particular a la acción de la Santa Sede, el VII principio de tal decálogo reconoce expresamente la libertad religiosa entre los derechos humanos que los estados se han comprometido a respetar, para asegurar la paz y la seguridad de sus propios ciudadanos. En las sucesivas reuniones sobre el tema, la Santa Sede ha sido siempre un punto de referencia, porque se ha presentado como portadora de intereses religiosos generales y no sólo de intereses confesionales católicos.
Una tarea particular de la delegación de la Santa Sede ha sido el obtener una amplia descripción del contenido de la libertad religiosa. A este propósito, merece la pena recordar que, el 1 de septiembre de 1980, en la vigilia de la conferencia de la OSCE en Madrid, el Papa Juan Pablo II envió a las Jefes de Estados y de Gobierno de los países miembros un documento sobre el valor y el contenido de la libertad de conciencia y de religión. Esto contribuyó de modo relevante a la reflexión de la OSCE en tal campo, y ha encontrado reflejo en el párrafo 16 del documento conclusivo de la Reunión de Viena de 1989. Allí se afirma que la libertad religiosa comporta el derecho de las comunidades religiosas
– de constituir y mantener lugares de culto o reunión libremente accesibles,
– de organizarse según la propia estructura jerárquica e institucional,
– de elegir, nombrar y sustituir al propio personal conforme a las respectivas exigencias y a las propias normas, dejando a un lado cualquier entendimiento libremente aceptado entre ellas y el estado en que se encuentren,
– de solicitar y recibir contribuciones voluntarias sea financieras que de otro género,
– de formar al personal religiosa en instituciones adecuadas,
– de adquirir, poseer y utilizar libros sagrados, publicaciones religiosas en la lengua elegida y otros objetos y materiales relativos a la práctica de la religión;
– de producir, importar y difundir publicaciones y materiales religiosos.
«De hoc sufficit», como decía mis profesores de la Gregoriana. Pero permítanme poner de relieve que quizá todavía no se ha dado suficiente luz sobre el influjo que el proceso de Helsinki, del que eran también parte activa los países del otro lado del telón de acero, ha tenido en la preparación del cambio histórico de 1989, precisamente por la defensa de los derechos fundamentales del hombre, «et pare primis», de la libertad religiosa. Sus principios siguen siendo válidos y vinculantes en toda la vasta área territorial cubierta por la OSCE.
2. Los desafíos contemporáneos a la libertad religiosa.
Paso ahora a recordar algunos de los principales desafíos a los que la comunidad internacional debe hoy hacer frente para defender los contenidos de la libertad religiosa que se han ido delineando en la reflexión de la comunidad internacional.
a) A pesar de que la sociedad de muchos países parezca vivir en el indiferentismo religioso y se haga crecer a las generaciones más jóvenes en la ignorancia del patrimonio espiritual del pueblo al que pertenecen, el fenómeno religioso no deja de interesar y de atraer a los ciudadanos.
La Santa Sede, por ello, no se cansa de pedir que, en el respeto de una «sana laicidad» (esta clásica expresión se remonta a Pío XII), se reconozca la dimensión pública de la libertad religiosa. El tema ha sido puesto de relieve en muchas ocasiones por la diplomacia pontificia, no sólo con ocasión del reciente debate sobre las raíces cristianas de Europa, sino también en relación con algunas legislaciones nacionales. El pasado 12 de enero, el mismo Santo Padre se ha expresado en este sentido, al recibir al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Ha recordado como «un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias – que no son rivales sino interlocutores – puede, sin duda, favorecer el desarrollo integral de la persona humana y la armonía de la sociedad».
Tal diálogo es necesario, entre otras cosas, para respetar los principios de un auténtico pluralismo y para construir una verdadera democracia, tanto a nivel nacional como internacional. ¿No era Alexis de Tocqueville el que subrayaba «que el despotismo no tiene necesidad de la religión, la libertad y la democracia sí»? (Cf. La Democracia en América, I, 9). En las actuales sociedades multiétnicas y multiconfesionales, por lo demás, las religiones constituyen un importante factor de cohesión entre los miembros y la religión cristiana, con su universalismo, también invita a la apertura, al diálogo y a la colaboración armoniosa. Cuando la laicidad de los estados es, como debe ser, expresión de verdadera libertad, favorece el diálogo y, por lo tanto, la cooperación transparente y regular entre la sociedad civil y la religiosa, al servicio del bien común, y contribuye a edificar la comunidad internacional sobre la participación, en vez de sobre la exclusión, sobre el respeto y no sobre el desprecio.
b) Durante el proceso de redacción del tratado constitucional europeo, un memorandum de la Santa Sede ha llamado la atención, entre otras cosas, sobre la importancia de la dimensión institucional de la libertad religiosa y, en consecuencia, el derecho de toda confesión religiosa a organizarse libremente, en conformidad con el estatuto que la regula. Este aspecto ha encontrado reflejo en el Art. 52 del tratado constitucional europeo.
Estaría fuera de lugar
temer que el reconocimiento de tal dimensión exonere a las comunidades religiosas del respeto de algunas normas fundamentales del derecho, favoreciendo a eventuales grupos fundamentalistas, extremistas, o incluso en connivencia con amenazas terroristas. Tanto las legislaciones nacionales como las internacionales, contienen cláusulas de salvaguarda y de tutela de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, como por ejemplo el respeto del orden público y la seguridad nacional, que cualquier estatuto, actividad u organismo que resulte o se ponga en contraste con los principios fundamentales de los países particulares y del derecho internacional, no pueda encontrar reconocimiento en los respectivos ámbitos.
c) Puesto que la libertad religiosa es un derecho fundado en la naturaleza misma de la persona humana y que, en consecuencia, precede al reconocimiento expresado por la autoridad estatal, el registro de las comunidades religiosas no puede considerarse un prerrequisito para gozar de tal libertad. Cuando el registro de las comunidades religiosas se pida para el pleno goce y para el efectivo ejercicio del derecho a la libertad religiosa, no se podrá negar por parte de las autoridades estatales, mientras –obviamente- existan las condiciones generales de base, requeridas por los standards internacionales.
d) A nivel multilateral, la Santa Sede ha subrayado muchas veces que la libertad religiosa implica, en el campo civil, también el derecho subjetivo de cambiar la propia religión. Este derecho específico es objeto de particular atención en las relaciones bilaterales con países en los cuales se reconoce constitucionalmente una religión de Estado.
Como ya he recordado, la misma Declaración Universal afirma que la libertad religiosa «incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia»; además, varios documentos internacionales se han expresado en el mismo sentido. A este propósito, deseo mencionar aquí el Comentario General 22 del Comité de Derechos Humanos, relativo al Art. 18 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en el cual está escrito: «La libertad de tener o de adoptar una religión o un credo incluye necesariamente la libertad de elegir una religión o un credo y de sustituir aquel en el que actualmente se cree por otro, o asumir una concepción atea». He elegido este documento porque interpreta auténticamente el Art. 18 y tiene valor vinculante para los estados partes de dicho Pacto.
En el actual contexto internacional, marcado por el surgir de fundamentalismos religiosos, resulta más que nunca oportuno recordar la prohibición internacional de coacción, de sanciones penales o de amenazas con la fuerza física, para constreñir a adherirse a credos religiosos o a comunidades religiosas. Al respecto, no pocos estados son gravemente deficitarios. Hay que poner de relieve que no es suficiente con que lo Estado garantice tal libertad mediante una norma constitucional, y ni siguiera mediante una correspondiente legislación aplicativa, sino que es necesario tutelar eficazmente el ejercicio a nivel de relaciones sociales vividas.
e) En estos momentos, la atención de la comunidad internacional y de algunas de sus organizaciones tienden a colocar la libertad religiosa «bajo el paraguas» de la tolerancia. Pienso, de manera particular, en la OSCE y en la atención que, desde hace algún tiempo, dicha organización reserva al tema en cuestión, en el ámbito de la así llamada «dimensión humana».
Al respecto, la Santa Sede ha recordado en numerosas ocasiones lo que se afirma en otro documento internacional en el que se ha comprometido activamente: me refiero a la Declaración de la UNESCO sobre la tolerancia de 1995. En ella se especifica que la tolerancia no significa «renuncia o debilitamiento de los propios principios», sino sobre todo «libertad de adherirse a las propias convicciones y aceptación de que otros puedan hacer lo mismo». Quienes viven con coherencia la convicción religiosa propia no pueden, en cuanto tales, ser considerados intolerantes. Se convierten en tales si, en vez de proponer las propias convicciones y expresar eventualmente una crítica respetuosa a aquellas distintas, intentan imponer las propias y ejercitan presiones, abiertas o subrepticias, sobre la conciencia de los demás.
Por otra parte, no es contraria a la tolerancia la previsión de una disciplina jurídica diferenciada de las confesiones, siempre que se garantice la identidad y la libertad de cada una de ella. De por sí, ni siquiera el reconocimiento de una religión de estado viola los derechos humanos. Naturalmente, tal régimen no debe perjudicar el efectivo y pleno goce de cualquiera de los derechos civiles y políticos de las minorías religiosas. En este sentido, es útil recordar una vez más que el citado Comentario General 22 del Comité de Derechos Humanos ha subrayado que, por el principio de la no discriminación por motivos de religión o de credo, la autoridad estatal no debe limitar el acceso a los servicios y cargos estatales sólo a los fieles de la religión mayoritaria oficial.
3. Conclusión.
Querría concluir con una pregunta: ¿Hay algún estado en el que la Iglesia pueda decir que la libertad religiosa están tan plenamente realizada que ella, con la libertad que le es propia – la «libertas ecclesiae»- se encuentra perfectamente a gusto? Si la respuesta tuviera que ser exacta, tendría que ser negativa. Incluso en los estados en los que la libertad de religión es tomada muy en serio y en los que la Iglesia puede sentirse razonablemente satisfecha, hay siempre algo que no responde adecuadamente a sus exigencias: en un país, por ejemplo, no se reconoce la especificidad de algunas de sus instituciones fundamentales (en cuanto tiene relación, por ejemplo, con la estructura jerárquica); en otro, no se da el debido reconocimiento al matrimonio canónico; en otro, el sistema educativo no es suficientemente respetuoso con el derecho de los padres y todavía menos con el de la Iglesia; en otro, el régimen fiscal no tiene en cuenta las finalidades propiamente sociales de las instituciones de la Iglesia. En tales estados, no obstante esta o aquella limitación particular, se puede decir que la Iglesia goza casi siempre de suficiente libertad, al igual que otras confesiones religiosas. Y ella sabe aceptar ciertas limitaciones, en la conciencia de ser peregrina, «in statu viae», compañera y solidaria de todo «homo viator» que busca, consciente o no, el rostro de Dios.
La «libertas Ecclesiae», la libertad que le es intrínseca, es en todo caso más fuerte que cualquier posible limitación que le venga impuesta, puesto que deriva del mandato de Cristo y tiene el profundo y amplio respiro del Espíritu: es la libertad de aquel amor que mora en ella –tan antiguo y tan nuevo- por el hombre, que es imagen viva de Dios.