ROMA, jueves, 23 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del sábado pasado del antiguo teólogo de la Casa Pontifica, el cardenal suizo Georges Cottier OP, en la XXXIII videoconferencia mundial sobre el tema «El Dios de la historia» organizada por la Congregación vaticana para el Clero en vísperas de la Navidad.
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El Dios de la historia
El cristianismo presenta, a título esencial, una dimensión histórica. Hablamos de historia de la salvación. Es una historia recalcada por las Alianzas que Dios ha contraído con su Pueblo. Lo dice la cuarta oración eucarística: Muchas veces has ofrecido a los hombres tu alianza. En el origen por lo tanto está la Elección, expresión del amor gratuito de Dios por nosotros. Él es llamado Dios de la Alianza, siempre fiel. Pero a la fidelidad de Dios lamentablemente con frecuencia responde la infidelidad del hombre pecador. El hombre es fiel obedeciendo a la ley divina.
La historia revela la pedagogía de la Providencia de Dios, justo y misericordioso, que desea la conversión del pueblo pecador, su retorno a la fidelidad primera. Purificado de la mancha del pecado, será restablecido en la prosperidad y la paz, signo de su amistad con Dios.
Este es el mensaje que se encuentra en los Libros Históricos del Antiguo Testamento y en los profetas. El misterioso enviado de Dios, como nuevo David, el Mesías, nos hará entrar en la era de paz.
En fuerte contraste con la concepción pagana del tiempo, que es un tiempo cíclico que periódicamente retorna a su inicio, la Biblia tiene del tiempo una concepción histórica, esto es, lineal. El curso del tiempo tiene un sentido, una dirección que nos lleva a un término que tiene valor de fin. Este curso está guiado por la Providencia de Dios, la cual interpela la responsabilidad del hombre.
La concepción bíblica de la historia ha dejado su impronta profunda en la cultura de inspiración cristiana, a tal punto que la encontramos en filosofías e ideologías que se alejan de la fe cristiana.
De hecho el sentido bíblico-cristiano de la historia encuentra hoy dos tipos de contestación. La más reciente nace de una conciencia aguda y en cierto sentido fascinada por la fuerza del mal: la historia está privada de sentido, absurda, caótica.
La otra concepción, que reviste formas diversas, se apoya de manera exclusiva en las capacidades y en las fuerzas del hombre. La historia es progreso. En el curso de la historia, el hombre se hace a sí mismo, sin referencia a Dios. El fin de la historia, una era de libertad y de felicidad, será fruto de la obra del hombre. Se realizará dentro del tiempo. La historia es inmanente a sí misma. Tal concepción de la historia se debe considerar como una forma radical de secularización de la concepción bíblico-cristiana.
El Concilio Vaticano II nos permite precisar cuál es el contenido propio de la visión cristiana, para la cual el Antiguo Testamento representa una preparación, con la promesa del Reino de Dios. Con la venida de Cristo este Reino está presente entre nosotros. San Marcos resume así la primera predicación de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). Este reino es similar a la semilla que germina hasta el tiempo de la siega (Cf. Mc 4,26-29).
En un texto sintético «Lumen gentium» (n. 5) escribe: «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino –subrayo–. Ella en tanto, mientras va creciendo poco a poco, anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria».
En estas pocas líneas tenemos lo esencial sobre el sentido cristiano de la historia, como sólo la fe puede percibirlo. Central es la noción de Reino de Cristo y de Dios. Cristo es el centro de la historia, que es la historia de la humanidad salvada, redimida y hecha partícipe de la vida divina. Por ello, el fin de la historia no está en la historia, va al otro lado del tiempo, su cumplimiento está en la participación en la gloria de Dios. Esperamos una tierra nueva y un cielo nuevo (Cf. GS, n. 39).
Escuchemos «Gaudium et spes» (n. 45): «(…) El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización (…). Él es aquél a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: «Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra» (Cf. Ef 1,10)». Es en Cristo, alfa y omega, donde la historia encuentra su sentido.
Esto no significa que la historia como edificación de la civilización debida a la ciencia y al trabajo del hombre esté privada de significado y de valor. Al contrario, Dios, en la creación, ha confiado al hombre el gobierno del mundo. Así, la obra cultural del hombre, aunque sea obstaculizada por el pecado, crece, confortada por las energías evangélicas. Al final, todo lo que el hombre haya creado de bueno y de bello, será recapitulado. Por lo tanto no debemos contraponer historia profana e historia santa. Los bienes y los valores de la civilización tienen su propia autonomía y consistencia distinta, pero están destinados, en la consumación de los tiempos, a ser asumidos en la gloria del Reino.
Los mesianismos desconocen la trascendencia del Reino y buscan un Reino inmerso en la inmanencia del tiempo histórico.
El Reino está presente en el tiempo de la historia, pero nos lleva al otro lado. Debemos siempre contemplar a la vez la consistencia propia de las realidades terrenas y la trascendencia misma de nuestra vocación eterna.
En este punto debemos detenernos. La consideración de la historia, según sus dos facetas, nos invita a reflexionar sobre la estructura de la acción humana.
De hecho existe cierta urgencia para ello, porque asistimos en estos últimos tiempos a un despertar de la ideología del secularismo o del laicismo. Esta ideología, en sus diversas formas, supone una idea errónea de la autonomía de la actividad humana, entendida en sentido absoluto, esto es, impidiendo toda referencia a Dios. Así, la actividad social y política sería en sí amoral o fundada en una ética relativa, creación del hombre, fruto de la opinión mayoritaria vigente en la sociedad en un determinado momento.
Completamente distinta es la concepción cristiana de la responsabilidad histórica del hombre.
Es la propia persona humana la que es ciudadana de la ciudad de los hombres y de la Iglesia como germen del Reino que no tendrá fin.
En cuanto persona, el hombre es un sujeto moral, o sea, capaz de conocer la ley moral, impronta de Dios en su conciencia, y de realizar elecciones libres en conformidad con dicha ley en virtud de su misma naturaleza. Así que todas sus actividades, comprendidas las actividades culturales y políticas, están guiadas por la luz de la ley de Dios. Esto vale para todo hombre en cuanto hombre.
La ley evangélica, recibida por Cristo, no va contra las exigencias de la ley natural. Al contrario, las asume, las perfecciona y nos lleva al otro lado, dirigiendo al hombre
hacia su vocación eterna, vivida desde esta tierra en el encuentro con Cristo, sobre todo en la vida de fe, esperanza y caridad.
El cristiano no es un ser dividido. La pertenencia a la ciudad de los hombres y la ciudadanía del Reino forman una unidad orgánica y articulada, permaneciendo clara la distinción. «Gaudium et spes» es clara al respecto: «(…) Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» (n. 39).
De hecho, las energías y los valores propiamente humanos se hallan sostenidos, reforzados, promovidos por las energías y por las luces del Reino. El Concilio afirma además: «(…) El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo» (n. 34).
Así se comprende por qué la tarea principal de la Iglesia es el anuncio de Jesucristo nuestro Salvador, que nos abre las Puertas del Reino. Pero se entiende también por qué la Iglesia se preocupa de la suerte temporal de la humanidad. Tal es el motivo de la doctrina social de la Iglesia, de la defensa por su parte de los derechos del hombre, de la paz y de la justicia, del amor preferencial por los pobres y, por decirlo con la bella fórmula de «Populorum progressio»: todo el hombre y todos los hombres.
Es el hombre en la totalidad de su ser a quien Cristo ha venido a salvar, fundando a la vez el auténtico humanismo.
+ Georges Card. Cottier, OP
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]