María en el misterio de la cruz y la resurrección

Meditación tomada del libro «María, Iglesia naciente»

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 2 mayo 2005 (ZENIT.org).- Publicamos una meditación sobre « María en el misterio de la cruz y la resurrección» publicada por Joseph Ratzinger en el libro que escribió junto al teólogo Hans Urs von Balthasar con el título «María, Iglesia naciente», páginas 57-60, (Ediciones Encuentro, http://www.ediciones-encuentro.es).

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El pasaje comienza meditando en las palabras del anciano Simeón: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!–» (Lucas, 2, 34).

La espada atravesará su corazón: esto hace referencia a la pasión del Hijo, que se convertirá también en pasión de la Madre. Dicha pasión comienza ya con su siguiente visita al Templo: María debe aceptar la precedencia del auténtico Padre y de su casa, del Templo; debe aprender a dejar libre a aquel al que dio a luz. Debe llevar hasta el final el sí a la voluntad de Dios que la hizo llegar a ser madre: retirarse y ponerlo en libertad para su misión. En los rechazos de la vida pública y en esta retirada se da un paso importante que se consumará en la cruz con la palabra «Ahí tienes a tu hijo»: desde ese momento, su hijo ya no es Jesús, sino el discípulo. La aceptación y la disponibilidad es el primer paso que se exige de ella; el dejar y el dar libertad es el segundo. Sólo así se hace completa su maternidad: el «Dichoso el seno que te llevó» sólo se hace verdad donde forma parte de la otra bienaventuranza. «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lucas 11,27s.). Así, María está preparada para el misterio de la cruz, que no termina simplemente en el Gólgota. Su Hijo sigue siendo signo de contradicción, y así ella sigue sumergida en el dolor de dicha contradicción, el dolor de la maternidad mesiánica.

Especialmente querida para la piedad cristiana se ha hecho precisamente la imagen de la Madre sufriente, convertida totalmente en com-pasión, con el Hijo muerto sobre el regazo. En la Madre que com-padece han encontrado los dolientes de todos los tiempos el reflejo más puro de esa com-pasión divina que es el único consuelo verdadero. Pues todo dolor, todo padecer es, en su esencia última, aislamiento, pérdida del amor, dicha destrozada de quien ya no es aceptado. Sólo el «com-» puede curar el dolor.

En Bernardo de Claraval se encuentra esta palabra maravillosa: Dios no puede padecer, pero puede com-padecer (1). Bernardo pone con ello cierto punto final a la disputa de los Padres acerca de la novedad del concepto cristiano de Dios. Para el pensamiento antiguo, a la esencia de Dios pertenecía la impasibilidad de la pura razón. A los Padres les resultaba difícil rechazar esta idea y concebir «pasión» alguna en Dios, pero por la Biblia veían, perfectamente, no obstante, que la «revelación de la Biblia» «hace estremecer… [todo] lo que el mundo había pensado sobre Dios». Veían que en Dios hay una pasión muy íntima, que incluso es su genuina esencia: el amor. Y porque ama, el padecimiento no le es ajeno en la forma de com-pasión. «En su amor al hombre, el Impasible ha sufrido la com-pasión misericordiosa», escribe Orígenes a este respecto (2). Se podría decir que la cruz de Cristo es la com-pasión de Dios por el mundo. En el Antiguo Testamento hebreo, el com-padecer de Dios al hombre no se expresa con un término del ámbito psicológico, sino que, como corresponde a la modalidad concreta del pensamiento semítico, se designa con un vocablo que en su significado básico denota un órgano corporal, a saber «rahamim», que en singular significa el claustro o seno materno. Lo mismo que «corazón» equivale a sentimiento, y «lomos» y «riñones», a deseo y a dolor, así el seno materno se convierte en la palabra que denota la solidaridad con otro, en referencia muy honda a la facultad del ser humano de existir para otro, de asumirlo en sí mismo, de soportarlo y, soportándolo, darle la vida. El Antiguo Testamento nos dice, con una palabra del lenguaje del cuerpo, cómo Dios nos contiene en sí nos lleva en sí con un amor que com-padece (3).

Las lenguas en las que el Evangelio entró con su paso al mundo pagano no conocían tales formas de expresión. Pero la imagen de la Pietà, la Madre que padece por el Hijo muerto, se convirtió en la traducción viva de esta palabra: en ella queda patente el padecer materno de Dios. En ella se ha hecho visible, tangible. Ella es la «compassio» de Dios, representada en un ser humano que se ha dejado implicar plenamente en el misterio de Dios. Pero, puesto que la vida humana es en todos los tiempos padecer, la imagen de la Madre que padece, la imagen de los «rahamim» de Dios, ha llegado a ser muy importante para la cristiandad. Sólo en ella llega a su término la imagen de la cruz, porque ella es la cruz asumida, que se comparte en el amor, la que nos permite ahora experimentar en su com-pasión la com-pasión de Dios. Así, el dolor de la Madre es dolor pascual que ya manifiesta la transformación de la muerte en la solidaridad redentora del amor. Con ello, sólo en apariencia nos hemos alejado mucho del «Alégrate» con el que comienza la historia de María. Pues la alegría que le es anunciada no es la alegría banal que se concreta en el olvido de los abismos de nuestro ser, y por eso está condenada a caer en el vacío. Es la verdadera alegría, que nos hace arriesgarnos al éxodo del amor hasta el interior de la ardiente santidad de Dios. Es esa verdadera alegría que con el dolor no se destruye, sino que llega a su madurez. Sólo la alegría que se mantiene firme ante el dolor y es más fuerte que el dolor, es la verdadera alegría.

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(1) «In Cant.», s. 26, n. 5, PL 183, 906: «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis». Cf. H. de Lubac, «Geist aus der Geschichte. Das Schriftverständnis des Origenes, Einsiedeln 1968 (original francés 1950), p. 285. Todo el capítulo «Ver Gott des Origenes», pp. 269-289, es importante para esta cuestión. H. U. von Balthasar ha tratado repetidas veces el tema contiguo a éste del «dolor de Dios», por última vez en: ID 5, «El último acto», Madrid 1997, pp. 210-243).

(2) H. de Lubac, op. cit., p. 286.

(3) Sobre esto es importante la gran nota 52 de la encíclica de Juan Pablo II «Dives in misericordia» (Sobre la misericordia divina); Cf. también la nota 61.

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ZENIT Staff

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