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May 20, 2005 00:00
ROMA, viernes, 20 mayo 2005 (ZENIT.org).- La Trinidad de Dios es modelo para toda comunidad humana (desde la familia a la Iglesia) porque muestra cómo el amor crea la unidad en la diversidad, recuerda el padre Raniero Cantalamessa --predicador de la Casa Pontificia— en su comentario a las lecturas del próximo domingo (Ex 34,4b-6.8-9; Dn 3,52-56; 2Co 13,11-13; Jn 3,16-18), solemnidad de la Santísima Trinidad
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Juan (3,16-18)
En aquel tiempo Jesús dijo a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios».
La fuente del amor
En la liturgia del día la segunda lectura, de la segunda carta de San Pablo a los Corintios, es la que más directamente evoca el misterio de la Santísima Trinidad: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros». Pero ¿por qué los cristianos creen en la Trinidad? ¿No es ya bastante difícil creer que existe Dios, para añadirnos también el enigma de que él es «uno y trino»? Hay hoy día algunos a los que no les disgustaría dejar aparte la Trinidad, también para poder así dialogar mejor con judíos y musulmanes, que profesan la fe en un Dios rígidamente único.
¡Los cristianos creen que Dios es trino porque creen que Dios es amor! Es la revelación de Dios como amor, hecha por Jesús, la que ha obligado a admitir la Trinidad. No es una invención humana. Dios es amor, dice la Biblia. Así que está claro que si es amor debe amar a alguien. No existe un amor al vacío, no dirigido a alguien. Entonces nos preguntamos: ¿a quién ama Dios para ser definido amor? Una primera respuesta podría ser: ama a los hombres. Pero los hombres existen desde hace algunos millones de años, no más. Antes de entonces, ¿a quién amaba Dios? No puede de hecho haber comenzado a ser amor en cierto punto del tiempo, porque Dios no puede cambiar. Segunda respuesta: antes de entonces amaba el cosmos, el universo. Pero el universo existe desde hace algunos miles de millones de años. Antes de entonces, ¿a quién amaba Dios para poderse definir amor? No podemos decir: se amaba a sí mismo, porque amarse a sí mismo no es amor, sino egoísmo o, como dicen los psicólogos, narcisismo.
Y he aquí la respuesta de la revelación cristiana. Dios es amor en sí mismo, antes del tiempo, porque desde siempre tiene en sí mismo un Hijo, el Verbo, a quien ama con un amor infinito, esto es, en el Espíritu Santo. En todo amor hay siempre tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado y el amor que les une.
El Dios de la revelación cristiana es uno y trino porque es comunión de amor. La teología se ha servido del término «naturaleza» o «sustancia» para indicar en Dios la unidad, y del término «persona» para indicar la distinción. Por esto decimos que nuestro Dios es un Dios único en tres personas. La doctrina cristiana de la Trinidad no es una regresión, un compromiso entre monoteísmo y politeísmo. Es un paso adelante que sólo Dios mismo podía hacer que diera la mente humana.
Pasemos ahora a algunas consideraciones prácticas. La Trinidad es el modelo de toda comunidad humana, desde la más sencilla y elemental, que es la familia, a la Iglesia universal. Muestra cómo el amor crea la unidad en la diversidad: unidad de intenciones, de pensamiento, de voluntad; diversidad de sujetos, de características y, en el ámbito humano, de sexo. Y vemos precisamente qué puede aprender una familia del modelo trinitario.
Si leemos con atención el Nuevo Testamento, observamos una especie de regla. Cada una de las tres personas divinas no habla de sí, sino de la otra; no atrae la atención sobre sí, sino sobre la otra. Cada vez que el Padre habla en el Evangelio lo hace siempre para revelar algo del Hijo. Jesús, a su vez, no hace sino hablar del Padre. El Espíritu Santo, cuando llega al corazón de un creyente, no enseña a decir su nombre, que en hebreo es «Rûah», sino que enseña a decir «Abbà», que es el nombre del Padre.
Intentemos pensar qué produciría este estilo si se transfiriera a la vida de una familia. El padre, que no se preocupa tanto de afirmar su autoridad como la de la madre; la madre, que antes de enseñar al niño a decir «mamá» le enseña a decir «papá». Si este estilo fuera imitado en nuestras familias y comunidades, se convertirían verdaderamente en un reflejo de la Trinidad en la Tierra, lugares donde la ley que rige todo es el amor.
[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por Zenit]