LONDRES, sábado, 5 junio 2005 (ZENIT.org).- Debemos tener esperanza en la Iglesia en Europa, exhortaba el arzobispo de Westminster, cardenal Cormac Murphy-O’Connor. Pronunció estas palabras durante un discurso el 25 de mayo pasado, que clausuraba un ciclo de conferencias titulado: «¿Fe en Europa?».

Otros oradores en los encuentros vespertinos durante las últimas semanas en la catedral de Westminster fueron Sir Bob Geldof, Lord Patten, la presidenta irlandesa Mary McAleese, Jean Vanier y el padre dominico Timothy Radcliffe.

El cardenal Murphy-O’Connor, de 72 años, comenzó recordando sus impresiones al mirar el panorama de la Plaza de San Pedro cuando se anunció al nuevo sucesor de Pedro. Durante tres semanas el mundo se vio afectado por el drama que rodeo la muerte de Juan Pablo II y la elección del nuevo obispo de Roma. «Qué maravillas realizó el Señor en ese tiempo», decía el cardenal británico. «No las olvidaremos fácilmente. No es de maravillas que entre las primeras comparecencias públicas del Papa Benedicto sonaran las palabras, ‘¡La Iglesia está viva!’».

Con la elección del nuevo Papa, continuaba el arzobispo de Westminster, «hemos elegido a un sabio y santo pastor, un alemán del corazón de nuestro viejo continente cuya cultura está impregnada no de otra cosa sino de cristianismo».

El nombre de Benedicto, por otra parte, está lleno de significado en un momento en el que el futuro de la fe en Europa está en discusión. La regla de San Benito, observaba el cardenal, fue de gran valor durante la Edad Media. Luego, en el siglo XVIII, el Papa Benedicto XIV se enfrentó al escepticismo y al racionalismo de la Ilustración. Benedicto XV (1914-1922) fue un gran constructor de puentes, «la pequeña voz de la compasión y la paz en un continente que se rasgaba a sí mismo en odio y violencia, guerra y revolución».

Alma de un continente
Una de las inspiraciones tras las conferencias, explicaba, fue la exhortación apostólica de Juan Pablo II «Ecclesia in Europa». El cardenal comentaba que el documento del 2003 «nos exhorta a que revivamos nuestras raíces; que seamos otra vez lo que somos». Juan Pablo II sabía que aunque la cultura europea se compone de diversos elementos, «también ha comprendido que Europa tiene un alma, un alma imbuida por la fe cristiana, y que el olvido de dicha alma está marchitando nuestro continente en detrimento de todos».

Por esta razón Juan Pablo II «nos invitaba a todos a que examináramos de nuevo nuestro hogar, que quitáramos el polvo a los crucifijos, para escapar por un momento del ruido y escuchar de nuevo las pequeñas voces profundas de nuestras almas europeas».

El cardenal Murphy-O’Connor también recordó las primeras palabras del documento sobre la Iglesia en el mundo moderno del concilio Vaticano II, que también son su lema episcopal: «Gaudium et spes». Aquel documento, observaba, se abre con aquellas inmortales líneas: «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo».

La tarea de asumir esos gozos y esperanzas en una Europa más secular es un desafío para la Iglesia. Pero el cardenal explicaba que es importante distinguir entre los diferentes tipos de secularismo. Hay un tipo neutral, y hay una clase más agresiva que no respeta la apropiada separación entre lo temporal y lo espiritual, y que es hostil a la presencia legítima de la Iglesia. Este secularismo agresivo, afirmaba el cardenal, «se plantea eliminar a Dios y a su Iglesia de jugar su papel en la formación cívica y social».

La Europa secular, admitía el arzobispo de Westminster, ha hecho importantes aportaciones al desarrollo de Europa, especialmente en la ciencia, la educación y la tecnología. Advertía, sin embargo, que, «si Europa busca olvidar a Dios, y tampoco acoge la herencia ni convive con los grandes valores de su tradición judeo-cristiana, cae en la angustia, porque no puede mirar más allá de sí misma».

Por lo tanto, una de las principales aportaciones que puede hacer la Iglesia es actuar como una suerte de depósito de la tradición del continente, y recordar a Europa sus raíces cristianas y a Dios. A través de la muerte y resurrección de Cristo, afirmaba el cardenal, se le ha mostrado a Europa la dignidad de la persona humana y el significado trascendente de las relaciones humanas. Este misterio del vivir y del morir le ha dado a Europa su alma, su corazón y su verdadera vocación».

Predicar a Cristo
Durante su charla, el cardenal Murphy-O’Connor citó también las palabras que escribió el cardenal Joseph Ratzinger en su libro de 1994, «¿Encrucijada para Europa?». Es vital, escribía el futuro Papa, que «la Iglesia, o Iglesias, sean antes que nada auténticas en sí mismas. Los cristianos no se deben permitir a sí mismos que se les degrade a meros medios de construir una moral social, como desea el Estado liberal; todavía menos deberían justificarse a sí mismos a través de la utilidad de sus obras sociales… Lo que decididamente debe la Iglesia hacer primero es lo que es propiamente suyo: debe cumplir su tarea en la que se basa su identidad, dar a conocer a Dios y proclamar su Reino».

Por eso, la tarea primaria de la Iglesia debe ser proclamar a Jesucristo, insistía el arzobispo de Westminster. Y esta predicación debe basarse no en la mera sabiduría humana, «sino en el Espíritu y en su poder».

Esta predicación, explicaba, debe comenzar con la proclamación de la muerte y resurrección de Jesucristo. A partir de ahí, la Iglesia necesita presentar una respuesta a los «innumerables desafíos y cuestiones planteados por la tecnología moderna y el progreso». La Iglesia debe tratar una multiplicidad de temas, que van desde la ética sexual a la genética, temas de justicias económica y paz mundial. Las enseñanzas en estas materias «deben ser siempre una invitación a la felicidad real y a un ser discípulos enraizado en el verdadero significado del amor».

El cardenal también exhortaba a los europeos a que vivieran su libertad con un mayor compromiso con la solidaridad, implicándose los unos con los otros y no viviendo sus vidas como «guardabosques solitarios». Y, en cuanto al progreso técnico, deben también ser cuidadosos. «La tecnología debe ser nuestra sierva, no nuestra ama; debemos conformarlas según las prioridades humanas conformadas con Dios, no de otras formas», advertía.

La tendencia al individualismo y a la libertad ofrecida por la tecnología y el estilo de vida moderno ha traído consigo una mayor libertad, pero también el peligro de exaltar nuestras libres elecciones hasta un nivel absoluto, corrompiendo las conciencias, observaba el cardenal.

Verdaderamente humano
La verdadera libertad, explicaba el cardenal Murphy-O’Connor, comienza por el reconocimiento de que Dios ha creado el mundo y a cada uno de nosotros. Esto lleva consigo la consecuencia de que la doctrina moral de la Iglesia «no es lo aquello a lo que la Europa secular suele reducirla – un manual de hacer y no hacer – sino más bien una valiosa guía sobre cómo ser verdaderamente humano».

También habló de la necesidad de ofrecer a los cristianos la experiencia de alguna forma de vida comunitaria, que les permita rezar juntos y recibir apoyo mutuo. Es una paradoja, observaba el cardenal, que muchos consideren hoy la religión como aburrida. La religión, de hecho, trata materias tan dramáticas que sólo en raras ocasiones la escena o la pantalla las pueden presentar adecuadamente, afirmaba.

La Iglesia en Europa y especialmente en Gran Bretaña, observaba el cardenal, está en una época de crisis. No es una crisis de desintegración; más bien se trata de una crisis de incertidumbre, cambio y desarrollo, sostenía. En este momento la Igles ia debe «ofrecer a la gente una opción verdadera, una opción por la salvación: peregrinaje o muerte. Babel o Pentecostés. Desesperación o felicidad».

Debemos, concluía, invitar a la gente a buscar la santidad y dirigirse a Dios en la oración. Así, añadía, podemos tener confianza en el futuro de la Iglesia en Europa.